Capítulo 39
La gran vida de
ayer
Últimos minutos de la película
Mark, enfurecido, llega a casa de Gabrielle. Había estado bebiendo y apestaba a alcohol. En el bar no había dejado de gritar que su mujer se acostaba con otro. Había hecho eso mismo todas las noches del último año, desde que Gabrielle había decidido que aquella relación tóxica con Mark no llevaba a ninguna parte. Las luces de la casa están encendidas y una sombra parece moverse en una de las habitaciones de arriba. Mark se tambalea hacia la casa y abre la puerta. Seguía teniendo una copia escondida de las llaves.
—¡¿Gabrielle!? —grita, sin respuesta. Se desvía hacia el salón y comprueba que la chimenea está encendida, aún con ascuas que arden lentamente, y que sobre la mesilla de cristal hay dos copas de vino a medio terminar.
—Serás puta... —susurra.
Mark aprieta los nudillos con fuerza, al escuchar, a lo lejos, un ruido proveniente de una de las habitaciones superiores.
Es Tom, la nueva pareja de Gabrielle, que se ha quedado a cargo de los niños mientras ella ha acudido a casa de su madre, que la ha llamado por teléfono minutos antes.
Tom no ha escuchado nada. Se recuesta sobre Adam, el pequeño de los dos, y le da un beso en la frente. Kimberly, que está en una camita a su lado, espera sentada su turno.
—Prometo que en cuanto venga vuestra madre, le diré que suba y os dé un beso de buenas noches.
—¿Y si vienen otra vez los dragones? —pregunta Kimberly, preocupada por una pesadilla que había tenido el día antes.
Tom sonríe, se da la vuelta hacia la caja de juguetes blanca que hay junto a la cuna y agarra un cojín con forma de alas de ángel.
—Si vienen los dragones, vuela más alto que ellos —responde Tom, colocando el cojín junto a la almohada de Kimberly.
Tom se agacha y le da un beso en la frente, dejando ver, tras él, que Mark está inmóvil bajo el arco de la puerta.
Tras aquel instante, la pantalla se oscurece y, con todo negro, se escucha:
—¿Papá?
Unas imágenes se suceden con rapidez en la pantalla: el cuerpo de Kimberly, que tiene las alas de ángel puestas en la espalda; los ojos de Gabrielle, inconscientes y sonriendo, deseando llegar a casa; un cuchillo lleno de sangre; el cuerpo de Tom en el suelo, con un charco que se va esparciendo y que sale de debajo de su espalda.
De pronto, la imagen se queda completamente negra y, tras unos segundos, el coche de Gabrielle aparca frente a la casa. La cámara la sigue desde atrás, flotando hasta que la adelanta y se acerca al pomo que va a abrir, dejando ver que la puerta está abierta.
Gabrielle entra, tranquila, y se extraña al escuchar desde el salón el «Lascia Ch’io Pianga» de Händel. La música suena en toda la casa. Un escalofrío le recorre todo el cuerpo. Era la misma canción que escuchaba Mark, su exmarido, una y otra vez. Al llegar al salón, se queda inmóvil y con un gesto de terror.
Mark está delante de ella. Un plano simétrico de los dos, frente a frente, contrasta las dos realidades. Ella llora desconsoladamente; él sonríe cubierto de sangre.
—Me has obligado a hacerlo —dice Mark—. Yo no soy así. Esto es culpa tuya.
Gabrielle se da la vuelta, desesperada, y corre escaleras arriba. Él se queda inmóvil y la cámara se acerca al tocadiscos, que gira lentamente. De pronto, se escucha un grito desgarrador que proviene de la planta superior.
Poco a poco, la imagen del tocadiscos girando se funde hasta convertirse en la rueda de un coche girando a toda velocidad. El plano se aleja de ella, y se cuela por la ventana, dejando ver a Gabrielle llorando, derrotada, casi sin poder respirar y con las manos y la cara llenas de sangre.
Una serie de imágenes se suceden delante de sus ojos; momentos en los que reía junto a su familia y amigos, o en los que soplaba las velas de cumpleaños cuando era niña, o mientras bailaba descalza en la playa junto a una hoguera con su mejor amiga algunos años atrás, o en los que incluso había llorado sola viendo una película en el cine. Entre todas esas imágenes aparecían escenas de ella jugando con Kimberly o abrazando a Adam. Los momentos más especiales de su vida se suceden delante de ella y en la mayoría de ellos están sus dos pequeños. El primer diente caído de Kim, el primer mami de Adam, la imagen de Kimberly disfrazada de ángel. Gabrielle aprieta el volante con firmeza y, por un segundo, parece dispuesta a seguir adelante. Sonríe. Se ríe al recordar cada uno de esos instantes. Se frota los ojos para apartarse las lágrimas, mientras conduce por una carretera de montaña, llena de curvas. De pronto, cambia de actitud y suspira. La cámara gira desde su rostro desolado, para enfocar el asiento de atrás, en el que yacen, sin vida, los cuerpos de sus hijos.
—Ya estoy llegando, hijos —susurra, al mismo tiempo que estira uno de los brazos hacia atrás y toca el pie inerte de Adam.
Un segundo después, en una siniestra curva a la izquierda, Gabrielle mantiene el volante enderezado y su coche, un Triumph, salta por encima del guardarraíl, cayendo por un precipicio mientras da varias vueltas de campana. Un grotesco plano del volante cubierto de sangre se aleja saliendo por la ventanilla, dejando ver el cuerpo sin vida de Gabrielle dentro del vehículo rojo. La cámara se acerca de nuevo al coche, pero esta vez hasta un primer plano de la rueda delantera del vehículo, que gira lenta e inexorablemente hasta convertirse, con un fundido imperceptible, en un carrusel infantil visto desde arriba, al que una niña se aproxima caminando de espaldas y que detiene con su mano, sincronizando y uniendo de una manera magistral el plano inicial y final de la película.
La escena se funde en negro y aparecen las palabras: «Escrita y dirigida por James Black».