Capítulo 8
Miranda
El proyector

 

Aquel día Ryan me buscó después de clase, justo a la salida de Introducción a la escritura de guiones. Me agarró de la mano y me arrastró fuera del torrente de alumnos que ya nos escapábamos por la puerta.

—Ven —me dijo.

Con esa simple palabra comenzó nuestra magia. Ese fue el inicio de nuestra historia.

Se puso delante y tiró suavemente de mí. Sentí cómo su mano fuerte agarraba la mía. Me guio por el pasillo, en silencio, mientras girábamos una y otra vez por la facultad entre una multitud ignorante de todo lo que estaba empezando en aquel instante. En ese momento me fijé bien. Era alto. No demasiado, pero bastante más que yo. Me preguntaba su edad. ¿Diecinueve? ¿Veinte? Su canción favorita, su secuencia de película favorita. La verdad es que me comenzó a gustar su actitud. Era... ¿interesante? No. Interesante no lo definía bien. Era... eléctrico. Sí. Esa era la palabra. Eléctrico. Saltaban chispas entre nuestras manos. Me fijé en sus piernas delgadas, su cuerpo atlético. Tenía la barbita descuidada de dos días y medio, de esas que arañan los labios en cada beso.

Me.

Volvió.

Loca.

Seguimos recorriendo el campus, cada vez más perdidos, girando una y otra vez por los pasillos y los rincones de la facultad, hasta que bajamos una escalera hacia el sótano. Lo seguí nerviosa. Tengo que admitir que no ver a ningún otro alumno por aquella zona me hizo dudar de si lo conocía lo suficiente como para cometer alguna locura junto a él, hasta que, de pronto, se detuvo frente a una puerta con la luz apagada.

—¿Qué es? —le pregunté.

—Mejor que lo veas.

Me soltó la mano y abrió la puerta con cuidado. Seguí sus pasos, apenas un metro detrás de él. Era una sala oscura, de un negro tan absoluto que estuve a punto de asustarme, pero, de repente, se acercó a un lado y pulsó un interruptor. Un par de lámparas se encendieron e iluminaron con una luz tenue unas diez o doce sillas viejas acolchadas en terciopelo azul, y enfrente de ellas había una pared blanca. En el centro, tras las escasas butacas, había un proyector de cine de 35 mm, que ocupaba gran parte del fondo de la pequeña sala.

—¿En serio es esto lo que creo?

—La antigua sala de cine de la facultad. Aquí se estudiaba en pequeños grupos los grandes clásicos. Ya..., como las cintas de vídeo se pueden sacar del archivo y verlas en casa, casi nadie viene.

—¿Eso es...?

—Un proyector de 35 mm Victoria 5 MI. Hay muy pocos de estos aún en funcionamiento. Se fabricaban en Italia. Es un modelo clásico en Europa. Aquí, en Estados Unidos, creo que hay muy pocos.

—Es...

—... maravilloso —dijimos a la vez, fascinados por la magia de aquel aparato.

Me estuvo observando durante unos instantes, con la sonrisa en la cara, mientras yo inspeccionaba la bobina superior, cargada con una película a punto de proyectarse.

—¿Adivinas qué película es? —me dijo.

—No puede ser...

Me acerqué al film y me fijé en una de las imágenes en miniatura que se observaban en la película.

¿El apartamento? ¿Es El apartamento?

—Me dijiste que la habías visto unas cien veces. Estoy seguro de que ninguna en uno de estos.

—Pero ¿sabes utilizarlo? —le pregunté, fascinada.

El recorrido de la película parecía enredarse una y otra vez por la máquina, perdiéndose en recovecos imposibles, saliendo de la bobina, girando en todas direcciones gracias a un complejo sistema de rodillos, para acabar pasando por delante del proyector hasta bajar a la bancada, donde otra bobina se disponía a enredar de nuevo la película. Me resultaba imposible imaginar cómo se montaba aquello para poder ponerla en marcha.

—Bueno, yo no. Pero... esto es cosa de Jeff. Agradéceselo a él.

La silueta de un hombre corpulento apareció junto a la puerta.

—N..., no..., no es n..., na..., nada —dijo, balbuceando de manera casi ininteligible.

Grité impresionada. Su rostro se iluminó con la luz tenue del interior de la sala, y me asusté. No es que fuese un hombre poco agraciado, es que se veía que era una persona que sufría un grave problema físico. El rostro lo tenía marcado con cicatrices, sus hombros sobresalían abruptamente de su torso, como dos bultos que parecían evitar el contacto con su propio cuerpo. Las manos eran gigantescas en comparación al resto del cuerpo y su mandíbula se extendía más allá de su mentón. Tenía entradas en la frente. A pesar del aspecto algo tosco de sus extraños ángulos, dibujó una sonrisa que me calmó al instante. Debía de tener unos cincuenta años aproximadamente, pero era difícil saber si estaba en lo cierto.

—Jeff era el encargado del proyector cuando se utilizaba hace unos años. Ahora se encarga del mantenimiento de esta parte de la facultad.

—S..., se..., seño... li... ri... ta. —Sonrió de nuevo—. Jeff Hardy.

—Encantada..., Jeff —susurré—. Soy Miranda.

—Yo soy Ryan —me dijo, como si no lo supiese ya.

Nos sonreímos durante un instante, sabiendo los dos que aquel era el inicio de algo especial.

—¿Cómo conoces esto, Ryan?

—Se lo..., lo ense..., enseñé... yo.

—Jeff me ayudó el primer día del curso a sacar el carnet de estudiante. Nos llevamos bien desde entonces.

—E..., eres, eres un..., un buen tipo, Lyan, Ryan.

—Y... hace unos días me trajo aquí para enseñarme este pequeño tesoro oculto.

Jeff sonrió. Se le notaba orgulloso de poder compartir la magia de aquella diminuta sala de cine oculta a la vista de los miles de alumnos de la UCLA. Señaló al fondo, a una puerta gris cerrada con un ventanuco oscuro en la parte superior.

—¿Se... lo... vas... a ense... ñar?

—¡Ah, sí! Tienes que ver esto, Miranda —me dijo Ryan, con una voz que flotó en el aire durante unos instantes.

Caminamos en dirección a aquella puerta; yo con dudas, él decidido. Por un momento pensé en que quizá me había adentrado demasiado en las profundidades de la facultad, en una zona en la que no se oía a ningún otro alumno pasear por allí. A fin de cuentas, apenas conocía a Ryan, aunque después nunca llegaría a conocerlo realmente.

Abrió la puerta y encendió la luz de aquel pequeño almacén, iluminando unas estanterías de metal repletas de cientos de carcasas metálicas de bobinas de cine. Había de distintos formatos, que se intuían a simple vista al ver el grosor de la caja. Las de 8 mm eran diminutas en comparación con el resto, y estaban apiladas en un pequeño rincón de la primera estantería, mientras que el resto estaban colocadas de manera desordenada. Las de 16 mm se entremezclaban con las de 35 mm, y destacaban sobre todas ellas las carcasas de los formatos de 65 mm o incluso las de los grandes formatos IMAX de 70 mm.

—No es posible..., ¿es esto lo que creo que es?

—Un archivo de las mejores películas del último siglo. La pequeña colección clásica de la facultad, en los distintos formatos más usados —añadió Ryan.

Entre todas las cajas metálicas, destacaban tres de color negro mate de 35 mm. Estaban colocadas en el centro de la estantería, solo mostrando el canto, pero su color oscuro parecía atraer la atención sobre el resto. Me acerqué, tiré de una de ellas y leí de qué película se trataba:

 

La gran vida de ayer. Escrita y dirigida por James Black, 1976

 

Me quedé tan sorprendida que no supe ni qué decir. Fuera, Jeff había encendido el proyector y el cañón de luz iluminó la pared frente a las butacas. Escuché el zumbido del proyector Victoria, como un ligero crepitar constante que invadió el aire y mi corazón. Por los altavoces de la sala sonó la sintonía de la MGM y miré a Ryan, que me estaba esperando con la mano extendida. Fue en aquel instante, en ese momento exacto en el que nuestras manos se tocaron, cuando mi vida comenzó a derrumbarse.