Capítulo 43
Miranda
El puño
Según me contaron, durante la grabación de La gran vida de ayer, ocurrió un terrible accidente: Paula Hicks atropelló a Jeff en una de las tomas, dejándolo malherido y con las graves secuelas con las que yo lo había conocido. Tras atropellarlo, perdió el control del volante y se precipitó con el coche al fondo de un barranco. Todo podría haber quedado en un trágico suceso si James Black hubiese socorrido a Jeff y hubiese pedido ayuda con Paula, pero lo que hizo fue algo mucho peor: lo filmó todo.
Lo hizo atento, como quien observa un espectáculo de la naturaleza, y seguro de incluir aquellas horribles imágenes en su película. Más tarde, temió que aquella historia trágica manchase las posibilidades de la película e hizo desaparecer todo rastro del vehículo, borrando del mapa el Triumph y a Paula con él. Al menos, esa era su teoría.
Cuando les pregunté que cómo sabían todo aquello, Jeremie continuó:
—Porque ese momento puede verse en la versión preliminar que hizo James Black de La gran vida de ayer. No en la película que todo el mundo conoce, sino en la que rodaron él, nuestra madre, Jeff y nosotros. Nosotros también salimos en esa película.
—¿Haciendo de Kimberly y Adam?
Anne asintió, lamentándolo.
—Pero... esto es muy grave.
—James Black terminó aquella versión de la película, y se suponía que la iba a vender a los cines, pero tras la desaparición de nuestra madre y su trágico final, no le quedó más remedio que rehacerla un par de años después, con otros actores. Si llegan a descubrir que Paula Hicks, una mujer que había desaparecido, aparecía en su película, aquella historia negra nunca se hubiese llegado a emitir. Por eso luego, un par de años más tarde, James Black rodó una nueva versión, casi idéntica, tras convencer a uno de los principales productores de la ciudad.
—Un segundo. ¿Esa película ha estado alguna vez en manos de vuestro padre?
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
—Vuestro padre nos la enseñó a Ryan, mi marido, y a mí. No llegamos a ver mucho, pero recuerdo que la tenía y que James Black no nos dejó verla. Fue allí cuando... se la llevó.
—Mi padre debería haber denunciado lo que pasó mucho antes, mientras tuvo aquella película en su poder, pero no lo hizo. No se atrevió a hacerlo.
—¿Y por qué no? Si esa película es una prueba tan importante para descubrir lo que le ocurrió a vuestra madre, debería de haberla utilizado cuando la tenía en sus manos. Quizá esa película ya no exista y todas las pruebas hayan desaparecido.
—No lo hizo por miedo a perder nuestra custodia.
—¿Miedo?
—Después de la desaparición de nuestra madre, nos llevaron a Anne y a mí a una casa de acogida. Jeff estuvo más de seis meses en coma tras el accidente. Al despertar, por lo visto, no recordaba nada de lo que había pasado. No sabía qué hacía allí, ni cuánto tiempo había pasado. Había perdido el habla, había olvidado cómo andar. Estuvo meses de rehabilitación hasta que poco a poco volvió a caminar de nuevo y a hablar de manera aceptable. Las cicatrices nunca se fueron. Esas nunca se van. Las cicatrices siempre se quedan para recordarte cómo saliste adelante.
—¿Y qué pasó?
—Mientras estaba en rehabilitación, preguntó una y otra vez por unos niños, incluso cuando apenas sabía balbucear. ¿Dónde están los niños? ¿Y mis niños? Ni siquiera él sabía a qué niños se refería. Al margen de eso, no recordaba casi nada de aquel verano. No recordaba a nuestra madre, no recordaba haber grabado ninguna película con Black. El último recuerdo que tenía de aquel año era haber visitado la mansión Playboy. Pero por las noches soñaba con nosotros, ¿sabes? Soñaba con nuestras caras. Nos veía jugando en el parque, volando una cometa, riendo en una casa que no conocía. Sus niños lo visitaban de noche, en sueños. Nosotros, mientras tanto, estuvimos en la casa de acogida, con otros niños, y pasaron bastantes meses antes de que nos contasen que nuestra madre ya no estaba. Fue duro, ¿sabes? Realmente duro. Jeremie no se enteró de nada. Era pequeño y, a pesar de que de vez en cuando preguntaba por mamá y lloraba sin descanso, en cuanto se entretenía se le pasaba. Yo lloraba por las noches, abrazada a él, casi en silencio, para que nadie se enterase de que lo estaba pasando mal.
—Tuvo que ser duro —añadí.
Jeremie puso la mano en la rodilla de su hermana y continuó él:
—Un día, sin más, la investigación de nuestra madre llegó al punto en que dedujeron que nos había abandonado en casa con la niñera para fugarse con un amante, y fue entonces cuando la prensa volcó todo su sensacionalismo en busca de carnaza. Hablaron mal de ella, se inventaron posibles adicciones, posibles ubicaciones en los países donde se suponía que la habían visto. En aquella vorágine implacable de bulos y mentiras, ocurrió algo que cambió nuestra suerte: el canal cuatro se saltó el código deontológico del periodismo, ese que dice que no se deben mostrar imágenes de menores, y una mañana, como si no tuviese importancia, mostraron nuestras fotos a todo el país, con el titular: «A estos niños los abandonó Paula Hicks», para alimentar aún más la máquina de las mentiras y del odio sobre nuestra madre.
—Decidme que Jeff os encontró así —supliqué.
Anne asintió, con una sonrisa calmada.
—Fue un error de la prensa que nos salvó de acabar en un hogar equivocado —continuó Jeremie—. Jeff, que nos vio desde el hospital, reconoció a los niños de sus sueños, y desde ese mismo día comenzó a luchar por nuestra custodia. No sabía de qué nos conocía, ni cómo era posible que nos quisiera tanto sin conocernos, pero decidió que el esfuerzo merecía la pena. El amor que nos tenía fue el que le hizo salir adelante. Éramos el único recuerdo que se mantenía inalterable en su memoria.
Suspiré. Tenía el corazón en un puño y no pude evitar emocionarme. No pude evitar llorar.
—Nuestro padre —incidió Anne— se esforzó más en la recuperación y buscó desesperadamente un trabajo con el que poder solicitar de manera solvente nuestra custodia. No le fue fácil encontrar un trabajo así, con su nuevo aspecto físico y con serias dificultades para hablar correctamente, pero milagrosamente surgió una vacante de conserje en la universidad. Abandonó los estudios y se gastó todo lo que iba ganando en el papeleo de nuestra adopción. Ni te imaginas cómo me sentí cuando al cabo de los meses, vi una cara conocida en el hogar de acogida. Y es que Jeff venía a salvarnos, a sacarnos de allí.
—¿Y cómo consiguió la película? ¿Cómo se hizo con las bobinas de la versión preliminar de Black? Supongo que James Black no querría que nadie más la viese.
—Eso es lo mejor. Según nos contó nuestro padre, fue el propio James Black quien le dio una copia. Black, un par de años después, fue a verlo a nuestra casita, donde ya vivíamos los tres detrás de la universidad, tal vez sintiéndose culpable o tal vez para restregarle lo que había logrado crear con la muerte de nuestra madre. Black no era entonces un tipo razonable. Era mezquino. Siempre lo había sido, pero se presentó allí y tan solo le dijo: «El arte por encima de la muerte, viejo amigo. No lo olvides».
—¿Y por qué haría algo así?
—Para demostrar que Jeff también era parte de la muerte trágica de nuestra madre. Para amenazarlo con que nunca contase nada y hacerlo callar para siempre. Si aquella película veía la luz, se desvelaría que nuestro padre estaba directamente implicado en la muerte de la desaparecida Paula Hicks. Era parte de la película, de su desaparición, e incluso en algunas escenas la cámara estaba manejada por él, haciéndolo cómplice de todo lo que sucedió. Si se desvelaba que nuestra madre había muerto en una película de la que él formaba parte, aunque fuese inocente, aunque él no hubiese hecho nada, perdería nuestra custodia. Si contaba lo que sabía, nos perdería. La sombra de la duda y lo mediático de la desaparición de nuestra madre habrían hecho que los servicios sociales se lanzasen contra él por desconfianza, y le arrebatasen lo que más quería.
—¿Y por qué ahora queréis hacer algo? ¿Por qué queréis desvelar lo que ocurrió con vuestra madre?
—Porque nuestro padre se está muriendo, Miranda. Su vida ha sido un desastre desde el día en que decidió ayudar a Black con su película, y la de Black no hizo más que mejorar. Una persona como él no se merece lo que tiene. El mundo necesita conocer la verdad.
—¿Y qué opina vuestro padre de todo esto? ¿Está dispuesto a sacarlo a la luz?
—Él no sabe nada. Está mal, realmente mal. Su cuerpo no ha envejecido bien estos últimos años. Las secuelas del accidente que sufrió antes de adoptarnos fueron aumentando con el tiempo; y un cuerpo con un solo pulmón, con un fragmento de hígado, con el páncreas gravemente dañado tiene pocas posibilidades de envejecer con normalidad. Antes de que..., de que se vaya —continuó algo afectada por pronunciar aquella frase—, quiero que vea que se hace justicia. Queremos que el mundo entero sepa que James Black no es más que un asesino.
Me quedé pensando en aquellas palabras y seguimos hablando un rato más. Me despedí de ellos algo aturdida. La historia me parecía tan macabra, tan oscura, que no supe qué responder. Tras aquel encuentro con Jeremie y Anne, traté de volver a mi vida normal y quise olvidarme de lo que había pasado. Me había despedido de ellos sin dejarles nada en claro. No les había confirmado que les fuese a ayudar a recuperar la película, pero tampoco que no lo pensase hacer. Anne me había dado su teléfono, que había apuntado sobre una servilleta. Yo necesitaba procesar toda la información que me habían dado aquella tarde antes de llamarla con una decisión.
Y entonces, al llegar a casa, ya tarde, comprobé que Ryan aún no había vuelto. Pasaron varias horas. Él no solía llegar más tarde de las diez de la noche, mucho menos entre semana, y cuando comprobé el reloj y vi que eran cerca de las doce, realmente me preocupé. Me preocupé como una estúpida. Como la estúpida que había sido durante toda nuestra relación.
Un rato después, Ryan llegó a casa borracho, apestando a alcohol y a perfume de mujer. Discutimos. Discutimos una vez más por algo por lo que no debía haberle dado ni la oportunidad de explicarse. Y lo que hizo fue lo que lo cambió todo: me levantó el puño.
Durante el tiempo que estuvo aquella mano en alto, temí que se moviese a toda velocidad en mi dirección. La mano temblaba y el puño estaba tan apretado que se le marcaban los nudillos blancos sobre su piel. Lo peor de todo fue que, cuando miré de nuevo a sus ojos, me di cuenta de que ya no estaba en ellos. Ryan había desaparecido. El Ryan que yo creía haber conocido no era más que un espejismo, y el amor que le tenía se había acabado esfumando en aquel oscuro vacío de su mirada.
No me atreví a hablar, y él, cuando fue consciente de lo que estaba haciendo, se dio la vuelta y me dejó en la cocina con el corazón en la mano tras un portazo y un insulto.
Sobre la mesa aún estaba la servilleta con el teléfono de Anne y, entre lágrimas y de madrugada, sin saber con quién hablar, marqué su número:
—¿Podemos volver a vernos ahora? —dije, entre sollozos.