Capítulo 46
Miranda
La esposa perfecta

 

Quizá necesitaba respirar, huir de alguien que me estaba destrozando poco a poco, como si con un pequeño martillo y un cincel me estuviese deformando y arrancando trocitos de mi personalidad que nunca volverían. Tic, la confianza en mí misma; tic, la valentía para decir lo que pienso; tic, el sentirme deseada. En varios golpes certeros, Ryan había conseguido convertirme en la esposa perfecta: callada, sumisa y secundaria. ¿Acaso yo ya no importaba nada?

Y una mierda.

Me había criado con dos hermanos y había cuidado de mi padre, tras fallecer mi madre cuando era una niña. Había dedicado toda mi vida a cuidar de hombres anclados en otro siglo y, por mala suerte o malas decisiones, había acabado por sumergirme en un pozo de fango llamado Ryan.

Ni un segundo más. No pensaba tolerarlo. Necesitaba salir de allí y hacer algo con mi vida. Darle un sentido. Cambiar las cosas. Por Ryan había renunciado a tanto que sentí un vacío gigantesco en mi pecho. Había llegado a abortar, y había dedicado todo mi ingenio a ayudarlo a crecer como guionista. Todos sus guiones surgieron de mis ideas. De mi intrincado modo de ver el resto del mundo. No el mío. Había sido incapaz de ver la realidad de mi mundo. Hasta entonces, había utilizado mi cabeza para hacer mejores a los hombres que acababan cerca de mí, y Ryan no fue más que un parásito que se me había agarrado al cuello para succionarme mis últimos anhelos de vida.

Ya no podía más.

En menos de veinte minutos, Anne y Jeremie me recogieron en su coche. No sé qué tenían, por qué los llamé a ellos, por qué confié en dos desconocidos aquella noche. Quizá no fue la confianza, sino el instinto. Anne parecía tener un espíritu luchador, hablaba como una inconformista que parecía, en algún momento, haber sufrido en sus carnes la picadura mortal de un Ryan. Jeremie, en cambio, poseía una dulzura que nunca identifiqué en los hombres que había conocido. Hablaba en tono calmado, movía las manos con tranquilidad y parecía proteger a su hermana con cada pequeño gesto y mirada.

Ryan no se enteró de nada, estaba demasiado borracho para oír cómo me marchaba por la puerta principal.

—¿Qué ha pasado? —me preguntó Anne, nada más montarme en el coche y verme llorar sin control.

—No..., no puedo más..., no puedo más —respondí.

—¿Tu marido?

Asentí.

—Dime la verdad —dijo Anne girándose y volviéndose hacia el asiento de atrás—, ¿te ha pegado?

Asentí de nuevo, y tragué saliva, esperando quitarme el nudo de la garganta, para luego justificarlo en cuanto me di cuenta de que no estaba diciendo la verdad.

—No..., no ha llegado a hacerlo. Solo..., bueno, se ha puesto agresivo.

—¿Acaso hay alguna diferencia? —me respondió.

Agaché la cabeza y esperé a que Jeremie arrancase y me sacase de allí.

Condujo durante un rato y, durante todo el camino, ambos hermanos estuvieron en silencio, mirando al frente. Yo nunca había llegado a tener esa relación de complicidad con ninguno de mis dos hermanos. Tuve la sensación de que en ese silencio que mantenían, estaban lanzándose mensajes el uno al otro, no ya hablando con la mirada, sino directamente con los silencios. Mi hermano Zack era demasiado simple para vincularse a algo más que no fueran sus músculos. Y Morris, bueno, a veces dudaba de si alguna vez me había querido. Estoy segura de que si me pasase algo, Morris seguiría con su vida y ni preguntaría por mí. Casi como Ryan, en realidad.

Llegamos a un apartamento en un edificio de dos plantas con escalera de incendios blanca, en Inglewood. Jeremie se bajó rápido del coche para abrirme la puerta. Fue tan... (a estas alturas ya sabrás lo que voy a decir) diferente a Ryan...

Jeremie y Anne compartían un piso, un acogedor apartamento de ladrillo visto con dos dormitorios. Cuando entramos, tuve la sensación de que alguna vez, en una vida pasada, ya había estado allí. No era que supiese a ciencia cierta qué muebles habría o qué lámparas iluminarían los rincones o qué estampados tendría el sofá; fue más ese pensamiento de que la idea general de aquel piso, con sus luces, sus sombras y su olor, ya lo había visto alguna vez. Aquel falso recuerdo hizo que, extrañamente, no me sintiese fuera de mi zona de confort, pero, en cambio, tuve la sensación de que me volvía a encontrar con gente que llevaba muchos años en mi vida.

—¿Una copa? —dijo Anne, que ya traía una botella hacia el sofá en el que yo ya me había sentado.

Jeremie se puso a mi lado y se me quedó mirando en silencio, como si estuviese sometiéndome a un examen.

—Creo que os debo una explicación..., vosotros no me conocéis y yo..., bueno. No soy nadie para llamaros en mitad de la noche, pidiendo..., bueno, no sé ni qué os estoy pidiendo. Vosotros deberíais estar cuidando de vuestro padre y yo…, bueno, no sé ni qué pensar.

—Nuestro padre está bien, en Hidden Springs. Seguramente durmiendo. Por las noches no necesita nuestra ayuda. No te preocupes por él —respondió Anne.

Jeremie no parecía estar escuchándome. Noté que estaba concentrado mirándome a los ojos, buscando algo en ellos o algún gesto por mi parte. Bajé la vista al suelo.

—Veréis, yo... creo que no debía haberos molestado..., mejor me voy y vuelvo a mi vida. Sí, eso es. Creo que es lo mejor.

Hice un amago de levantarme, pero Jeremie alargó la mano y me agarró con sus dedos recios. No fue agresivo, sino todo lo contrario. Aquello me hizo sentir protegida. Si me hubiese levantado y hubiese vuelto a casa aquella noche, en aquel momento, habría sido como si hubiese saltado al mar desde un transatlántico en mitad de la noche. La mano de Jeremie me salvó. Anne se sentó en la mesilla que estaba frente al sofá y me alargó una copa, sin decir palabra.

—¿Cuánto hace que no eres feliz? —dijo por fin Jeremie, serio.

—Yo..., bueno. Claro que soy feliz. Solo que a veces la vida te sobrepasa. Te golpea como un huracán y hace que todo salte por los aires. Pero nos queremos en realidad.

—¿Que os queréis? —dijo Anne, molesta—. El huracán que se ha metido en tu vida te la está destrozando —añadió.

—Bueno..., digamos que Ryan se ha cansado de mí.

—Nadie se cansaría de alguien como tú, Miranda. Mételo en tu cabeza. Si se cansa de tu vida, no merece estar en ella —dijo muy serio Jeremie.

No respondí. Estaba nerviosa. Realmente nerviosa. Me sentía como una cría evitando hacer contacto visual.

Ellos hablaron de nuevo en silencio y yo intenté descifrar qué pasaba.

—Estoy de acuerdo con eso, Jeremie —apuntilló Anne—. Además, eres muy atractiva, Miranda. Me da pena que alguien como tu marido no lo sepa ver. Cuando un hombre tiene una aventura, no es porque su matrimonio esté hundido o porque busque algo fuera que no consigue dentro. Eso lo dicen para cargar la culpa del engaño en la otra parte. Cuando un hombre tiene una aventura, es para esconder su propia impotencia con alguien de usar y tirar. Saben que cuanto más tiempo pasen con una persona, más posibilidades hay de que descubra lo miserables que son. Por eso reniegan de sus esposas. No porque sus mujeres ya no les atraigan, sino porque no son capaces de soportar una simple verdad: que la vergüenza de no estar a la altura es lo que hace que no se les levante.

—Ahora soy yo quien está de acuerdo —dijo Jeremie.

—Bueno, eso lo decís vosotros porque no me conocéis...

—Miranda..., llevamos bastante tiempo pensando en cómo recuperar la película... No me da vergüenza admitir que últimamente os hemos estado vigilando a tu marido y a ti, ¿sabes? Te conozco lo suficiente como para saber que eres buena persona —aseveró Anne.

Aquello podría haberme hecho sentir incómoda, pero no fue así. Ellos lo decían con tal franqueza, como si de verdad no tuviese importancia y lo hiciesen con un objetivo noble, que incluso llegué a sentirme halagada.

—Tu marido—dijo Anne—, su ayudante, Mandy, y tú sois las únicas personas que estáis muy cerca de Black y que, por tanto, podríais recuperar la copia de la película. En ti podemos confiar; Mandy parece buena persona, pero lleva tantos años con Black que creo que no sería capaz de traicionarle; y tu marido..., bueno..., ¿se lo cuentas tú? —pidió a Jeremie.

—Tu marido no parece un buen tío. No sé cuántas veces lo hemos visto últimamente en el Roger’s del centro con esa tal..., ¿cómo se llama esa chica? ¿Jennifer? Sí. Eso es.

La infidelidad de mi marido acababa de adquirir nombre: Jennifer. Intenté recordar alguna conversación en la que hubiese salido ese nombre, algún guion que tuviese algún personaje llamado así. Nada. Esa tal Jennifer había sido un fantasma en mi vida, sin ser vista ni oída. Casi como si en realidad no existiese.

—Tu marido no te merece, Miranda.

—¿Muchas veces? —pregunté, enfadada.

—Cada semana de los últimos meses. En el lavabo del Roger’s, o en el coche, o en un callejón oscuro que hay al lado.

Aquella respuesta me superó.

—Por favor, Miranda, ayúdanos a recuperar la película.

Tenía el corazón a mil. Tenía el pecho lanzándome redobles, pidiéndome a gritos una venganza por el daño de tantos años. Lo de esa tal Jennifer había sido una gota de tinta negra húmeda caída sobre el folio. No se podía pasar la mano por encima para limpiarla y que no acabase por mancharlo todo.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Jeremie, esperando a que tomase una decisión.

Las rodillas de Anne chocaban con las mías, y me di cuenta de que Jeremie no me había soltado el brazo desde que me agarró para que no me fuese. Necesitaba hacer algo. Necesitaba explotar de una vez por todas. Hacer que las mariposas que recorrían todo mi cuerpo volasen en todas direcciones por una vez. Había vivido toda la vida atrapada en la tristeza, contenida, esperando comportarme bien, hablando en susurros o dejando que otros tomasen las decisiones por mí y, entonces, ocurrió.

La chispa.

El fuego.

Todo ardía en mi interior.

Sin pensarlo mucho más, me lancé a hacer algo que nunca creí que sería capaz. Me incorporé sobre el sofá, alargué mi brazo hacia Anne y le acaricié el pelo. Anne se extrañó en un principio, pero pronto suspiró. Tiré de ella y la besé. La besé y me devolvió el beso. Y lo hizo una vez más. Y yo se lo devolví y ella lo hizo de nuevo. Los labios suaves, el nudo en la garganta, las mariposas volando y mi cuerpo ardiendo en todas direcciones.

Y pasó lo que deseaba mi alma.

Jeremie apretó con su mano mi brazo y tiró de mí. Anne suspiró porque me separé de sus labios y yo suspiré porque necesitaba otros junto a los míos. Y lo besé a él también, y todo, tras un instante, se fundió a blanco.