Capítulo 3
Miranda
Cuánto duele todo
Fue..., cómo decirlo..., fascinante. Sí. Has leído bien. Fas-ci-nan-te. Un chisporroteo en el estómago, un cosquilleo incesante en la punta de los dedos. Ocurrió a las pocas semanas de empezar el curso. De camino a clase, me lo encontré solo sentado en mitad del campus, en vaqueros y con una camisa desenfadada, leyendo un taco de folios escritos a máquina. Durante las semanas iniciales del curso me había topado con él ya varias veces: concentrado, escribiendo en la biblioteca de la facultad, con sus gafas de pasta que solo se ponía para leer, que no hacían más que incrementar el halo de misterio que se escondía debajo de su cara dulce, o tomando notas en una libreta marrón tumbado en el césped central del campus, pero aún no habíamos hablado. Tenía cara de niño bueno, con una sonrisa de esas que iluminan una noche oscura. A veces había fantaseado con descubrir qué se ocultaría detrás de su cara dulce. En el fondo, me imaginaba que en su interior era todo fuego, ardiente, aunque estuviese apagado bajo el agua de esos ojos de mar. Se llamaba Ryan Huff, y ya me había fijado en él el primer día de clase, al verlo intentar llamar la atención de James Black. Era tímido y no lo era. Era inteligente pero también patoso. Se le notaba lleno de pasión y sin ella en absoluto. Era perfecto para mí.
La noche anterior había acabado llorando por ¿Larry? ¿Morris? ¡Qué más da! Elijamos Larry. Sí, le pega Larry. Era el chico con el que me estuve viendo en esa época y también el mayor capullo de toda la UCLA. Un par de años mayor que yo, estudiaba empresariales y nos habíamos conocido en la fiesta de bienvenida que organizaron la semana antes del inicio del curso. Aquella primera noche, Larry se comportó como si fuese la única mujer del universo. Me gustó. Era avispado y atractivo, espalda ancha, jugaba a lacrosse y sabía simular bien una carcajada sincera. Nos estuvimos viendo durante unas semanas en las que fue cortés, agradable y protector hasta que nos acostamos, y aún desnudos sobre la cama, me dijo:
—Bueno, Miranda, ha estado bien. Muy bien. Pero el curso acaba de empezar y... es bueno que conozcamos a otras personas y probemos cosas nuevas.
Me levanté
Me vestí.
Asentí.
Me marché.
Esa era yo: un imán para retrasados.
Me sentí estúpida. Me sentí sucia. Me sentí una cateta de pueblo engañada por un pijo de ciudad. Al día siguiente, justo antes de ver a Ryan en mitad del campus, vi a Larry flirteando con otra, agarrándole la cintura y riendo con su falsa carcajada sincera.
Al verlo así, tan feliz y sonriente, sentí que el mundo entero se caía sobre mí. Fue una sensación extraña e inesperada, como un viento huracanado destrozándome las entrañas. Reconozco que pensé que aquel malestar era por cómo me sentía por haber sido tan estúpida con Larry, pero, en realidad, ahora tengo la certeza de que no fue más que un presentimiento horrible y espantoso sobre cómo sería mi vida con Ryan.