Epílogo

LOS expertos en parejas siempre enseñan que en cada vínculo es responsabilidad de sus miembros montar su propio circo y no actuar en función de parecerse a otras parejas; yo estoy segura de que cada ex pareja tiene que construir su propia manera de relacionarse después de la separación, sin querer parecerse a otras ex parejas.

Creo que desde aquella noche que pasé con Luis, empecé a sentirme verdaderamente llena de amor. Supe, a partir de aquel encuentro, que los años de trabajo conmigo misma y de enfrentarme a las dificultades que vinieron con nuestra separación no habían sido en vano.

Con el paso de los días me fue quedando más y más claro cuánto nos queríamos Luis y yo, y también cuán diferentes eran nuestros caminos.

Sentí por primera vez que ambos habíamos perdonado. Pero no sólo recíprocamente, sino también cada uno a sí mismo.

Recuerdo cómo cobró sentido aquel ejercicio que había presenciado en un curso con John Welwood. Un yo auxiliar le preguntaba a una compañera repetidamente:

—¿Y tú por qué no te mereces el amor?

Recuerdo mi sorpresa al escuchar finalmente su respuesta:

—No me lo merezco porque destruí a mi familia... Porque condené a mis hijos a que no vivieran con su padre...

La culpa, el autorreproche, el dedo acusador dirigido contra sí mismas, podría ser la razón de que las mujeres que habían tomado la decisión de separarse no pudieran encontrar una nueva pareja. Ahora, con el perdón a mí misma, me di cuenta de que todos esos años había estado culpándome y sintiendo que no era merecedora del amor de un hombre.

Y recordé aquel cuento que uno de mis maestros me contó:

La historia sucedió en un pueblo muy pobre. El hijo de diecisiete años de una de las familias pidió permiso para ir a trabajar fuera. Se lo concedieron y entonces partió hacia otro pueblo.

Allí comenzó a trabajar en una gasolinera y con el tiempo empezó a robar pequeñas cantidades de dólares. Pero con el paso de los días, la suma se fue haciendo mayor.

Finalmente un día cogió trescientos dólares con los que huyó y se dedicó a robar.

Luego formó una banda y siguió robando.

Era la vergüenza de su familia.

Al cabo de un año, su padre puso un anuncio en el diario, ya que no conocía su paradero, diciendo que su madre estaba muy enferma, y pidiéndole que volviera para despedirse de ella.

Pero el hijo pensó que era una trampa y no regresó.

A los pocos meses la madre murió.

El muchacho continuó robando bancos hasta que lo atraparon y lo condenaron a diez años de cárcel.

Cuando cumplió su condena tenía treinta años y quería cambiar, quería que su padre lo perdonara.

Entonces, antes de salir de prisión le mandó una carta, diciéndole:

«Papá:

»¿Te acuerdas de aquel monte donde jugaba?

»¿Recuerdas...? Había un manzano al que me gustaba trepar...

»Ahora voy a coger el tren para ir al pueblo. Quiero trabajar y ser honesto, quiero cambiar de vida. Pero me importa mucho que me perdones. Si no lo haces, me esforzaré por demostrarte que he cambiado, con la esperanza de que un día me perdones.

»Si me perdonas, por favor cuelga un pañuelo blanco en el manzano, yo pasaré con el tren y si está el pañuelo iré a tu casa a abrazarte; si no está, seguiré hasta el pueblo».

El muchacho iba contándole toda la historia a un pasajero que estaba sentado a su lado en el tren.

El joven se sentía tan nervioso que cuando vio que se acercaban al manzano le pidió a su compañero que mirara por él.

Después de pasar el monte le preguntó muy angustiado:

—¿Había un pañuelo blanco colgado del manzano?

—No, no había uno, el manzano estaba lleno de pañuelos blancos.

Yo también había estado esperando ese perdón, el de un árbol lleno de pañuelos blancos.

Y también lo había encontrado.

Todos esos años también yo había creído que no era merecedora del amor de nadie, porque había decidido romper una familia.

Sentía el pecho lleno de amor y recordé a los hombres que había conocido después de separarme.

Conecté con todo lo que me habían dado, cómo cada uno me abrió de distinta manera, cómo ellos me habían puesto en contacto con mi capacidad de amar.

Y ahora me sentía llena de amor.

Aunque no tenía pareja, había encontrado el amor dentro de mí misma.

Me di cuenta de que siempre había buscado a un hombre para que me sostuviera, pero nunca me había dejado sostener realmente.

Me di cuenta de que nunca me había entregado totalmente, que había basado mi vida en ser independiente, que dejarme sostener amenazaba mi posición de autosuficiencia y me hacía sentir muy vulnerable.

Me di cuenta de que cambiar de dirección y dejarme sostener me asustaba mucho.

Y aquella noche con Luis me sentí sostenida por él.

Era una sensación nueva.

De repente me di cuenta de que había cambiado, ya no era la misma.

Me dejé sostener por él, porque me sentía sostenida por mí misma.

Me sentía sostenida por todo el amor que había recibido y que ahora sentía propio.

Todos ellos me habían ayudado a despertarlo.

Pero ahora me había convertido en mi propia fuente de amor.

Encontré lo que estaba buscando: ese amor incondicional hacia mí misma.

Me sentía sostenida por mi propio amor.

Sin darme cuenta, ése era el mensaje que había intentado transmitir en mi nuevo libro, que el camino del amor es salir del desamor hacia nosotros mismos, sobre todo porque las dificultades de pareja tienen que ver con esa herida esencial por la que no nos queremos lo suficiente.

Una herida que nunca es reciente, que nos acompaña desde que éramos muy pequeños.

Me acuerdo ahora de aquella sesión de grupo donde Jorge Bucay nos pidió que hiciéramos una lista de aquellas cosas que no habíamos recibido en la infancia.

Yo, sin especular, escribí: «Un padre que me escuchara y estuviera presente como yo necesitaba». Y entonces él me pidió que leyera lo que había escrito, pero que le cambiara el título, que le pusiera: «Lo que espero de un hombre».

De esa sesión me fui refunfuñando contra mis maestros. Estaba segura de que se equivocaban. Aquella absurda interpretación era parte de su equivocada herencia psicoanalítica... Pero tenían razón.

De alguna manera, viví buscando en cada encuentro un padre que me diera el amor que no recibí de niña y que por eso no sentía dentro de mí.

La sanación ocurrió cuando pude conectar con el amor que los hombres me habían dado, comenzando por mi padre, en lugar de enfadarme por lo que no pudieron darme.

La sanación ocurrió cuando pude ver al niño herido dentro de todas las personas que me habían amado, incluso el de mi padre, y valorar lo que me dieron; entonces los pude perdonar y perdonarme.

La presentación de mi libro fue muy emotiva.

Estuvieron presentes casi todos mis seres más queridos; y por supuesto algunos de los hombres con los que había compartido un tiempo de mi vida: Nicolás, Roberto y, por supuesto, Luis. Yo sentía que les estaba agradecida a todos. Cada uno de los presentes me había acompañado en el trayecto.

Cuando terminó la presentación tuve muchas ganas de cenar a solas conmigo misma.

A mis hijos les dije que iba a celebrarlo con unos amigos y a mis amigos íntimos, que iba con mis hijos.

Quería estar sola.

Me sentía feliz.

Por primera vez, desde mi separación, no me daba vergüenza ni pena cenar sin compañía.

Fui a mi restaurante preferido.

Reservé la mesa que más me gusta, la pequeña, junto a la ventana, desde donde se ve el río.

El camarero, que me conoce, sin preguntarme me sirvió una copa de ese vino Malbec que me gusta tanto.

—¿Cómo está hoy, señora?

—Muy feliz —le dije—, tanto como para brindar hoy por primera vez conmigo misma.

Y brindé porque había pasado mi vida buscando a alguien que llenara el vacío de amor que acarreaba desde la infancia y finalmente había descubierto que mi vida estaba sostenida por el amor.

Brindé porque finalmente me había perdonado.

Sentía la presencia del amor y me merecía ese amor.

Lo había logrado.

Comí con ganas, disfrutando lentamente de cada bocado de la deliciosa merluza y cada sorbo del magnífico vino.

Todo era un festejo.

Al terminar pedí la cuenta, pero el camarero, con una sonrisa cómplice, me dijo que el señor de la mesa contigua ya la había pagado y que quería invitarme a compartir el café.

Levanté la vista y lo miré.

—¿No es Marcelo Reyes? —pregunté.

—Sí —me dijo—, y es raro que esté aquí esta noche, suele venir y sentarse a escribir, pero siempre por las mañanas.

«Qué coincidencia», pensé. Acababa de terminar de leer su última novela y me había gustado muchísimo.

«Que lástima —pensé también— que esta invitación a tomar un café con él llegue justo en estas circunstancias.»

Me puse de pie, esperé su mirada y le agradecí su invitación con una sonrisa. Luego, sin volverme a mirarlo salí del local. Me daba cuenta de que, por el momento, no había espacio para invitados a mi fiesta privada.