Capítulo 15

—A lo mejor no se da por aludido —trató de tranquilizarme Sonia, después de haber leído lo que había escrito sobre el erotismo y el amor—. Además, tal vez el mensaje del artículo no esté dirigido a él...

La miré con cierto enojo, como siempre que daba en el punto justo de lo que me estaba pasando.

—Por supuesto que yo también he tenido responsabilidad, si a eso te refieres —dije abriendo el paraguas, como para que viera que estaba dispuesta a hacerme cargo—. Es verdad, muy en el fondo, he tenido miedo.

—Iba siendo hora de que lo reconocieras...

—Pero eso no quiere decir que con Nicolás hubiera funcionado.

—Desde luego que no —me dijo, y aunque percibí que me daba la razón medio como a los locos, supe que ella también creía que no funcionaría cuando añadió:

—Me gustaría que conozcas a alguien... —dijo, como de pasada, mientras ordenaba una pila de libros.

—¿Un paciente?

—No. Se llama Diego. Es un amigo de la infancia de mi hijo mayor... Cada vez que me ve se pasa todo el tiempo hablando de ti... Muy agradable el muchacho.

—No, gracias —le dije con cierto sarcasmo—. Paso, paso y paso.

Ese fin de semana, en casa, pensé en la aceptación de la soledad.

De nuevo estaba sola... y sin embargo era diferente.

No estaba desesperada. Mi respuesta a Sonia era la mejor prueba de ello.

Me sentía bien. Ni eufórica ni deprimida.

Quizá por primera vez me atrevía a aceptar la soledad sin tener que padecerla.

Abrí el ordenador y escribí:

Es domingo, estoy aquí en casa con mis hijos, ellos estudian, yo escribo.

Ayer por la tarde salí a caminar con Renata; paseamos más de una hora y al volver, en complicidad, compramos pastas para el té.

Ella estaba feliz. Yo igual.

Como ahora.

Me doy cuenta de que, cuando estoy en armonía, la soledad es un privilegio. También lo son los árboles de mi barrio, y la cercanía del río, y mi azalea floreciendo en el jardín.

Cuando la soledad era indeseada y yo la sufría, tenía lo mismo y me faltaba todo. Era yo la que no podía disfrutarlo. En esos momentos sólo existía como figura el aspecto más negro de la soledad, ese que siempre incluye la urgencia de estar con alguien (y en mi caso la necesidad de estar junto a un hombre que me ame y rellene todos mis huecos).

Hoy, muchos de esos huecos se llenan de música, de café con croissants frente al río, de palabras de Kundera, las de La vida está en otra parte.

Leía sintiendo que su libro expresaba, con incomparable precisión y belleza, algunas de las cosas que había vivido durante el año que pasé con Nicolás. Sobre todo en aquella frase tan hermosa que recuerdo todavía con emoción: «Mi cuerpo en su presencia dejaba de desconfiar y comenzaba sorprendido a disfrutar de sí mismo».

No todo son rosas en la vida (ni azaleas)...

Al final del domingo (o quizá debiera decir a medida que se acercaba el lunes) empecé a conectar con aquel miedo que Sonia adivinaba «muy en el fondo».

Como terapeuta sé que, dada la vulnerabilidad y la extrema dependencia con la que nacemos, el miedo debe aparecer indefectible y tempranamente en nuestra vida. Comenzando por el más ancestral y saludable de los miedos, el de la conciencia primaria de sentir amenazada nuestra existencia.

Cuando instintivamente percibimos que sólo podremos sobrevivir en el mundo si somos cuidados física, material y emocionalmente, la ausencia de nuestros esperados proveedores de todo eso debe por fuerza angustiarnos. Aprendemos muy rápido que el amor y el cuidado nos salvan y, consecuentemente, su ausencia nos asusta. En el lugar donde seguimos siendo niños, sentimos que si fuéramos rechazados por todos, moriríamos con toda seguridad.

El siguiente temor es un poco más sofisticado, pero no por eso menos primordial. Nace de una «necesidad» (en realidad una pretensión) que buscaremos satisfacer inútilmente a lo largo de toda nuestra existencia: la de ser queridos infinita, permanente e incondicionalmente.

Partiendo de este análisis un poco salvaje de la psicología perinatal, no es difícil entender por qué cuando el amor, el aprecio, la ternura o el reconocimiento no llegan de la manera, en la intensidad o en el momento en que los esperamos, se instala en nosotros el miedo a no ser queribles, suficientes o valiosos. Ese miedo a sufrir se superpone a aquel otro infantil de no poder seguir solos, con el agravante de que ya no tenemos aquella apertura ni aquella flexibilidad con la que nacimos.

Nos cerramos. Nos encapsulamos. Nos volvemos compulsivos repetidores de conductas que alguna vez fueron eficaces. Creamos estrategias para conseguir esa seguridad de la que creemos no ser merecedores. Así, por ejemplo, algunos buscan la confirmación de que son queribles a través de la aprobación constante del afuera; otros lloran o se quejan para demandar atención; muchos se dedican a someterse a lo que se espera de ellos y otros tantos, por fin, se aíslan para no enfrentarse a «la verdad» de que nadie los quiere (aunque, de todas formas, esperan en silencio que alguien les demuestre lo contrario).

De esta manera, vamos creando nuestra personalidad, una estructura construida, un disfraz, un muro que nos protege pero que, como toda defensa, también nos aísla.

Sin darnos cuenta damos paso a nuestros aspectos más neuróticos y contradictorios. Dos fuerzas entran en conflicto dentro de nosotros; una que corresponde a nuestro deseo de abrirnos, expandirnos, ser nosotros mismos y entrar en profundo contacto con la vida; otra que corresponde al disfraz, el freno, los roles aprendidos que configuran nuestra personalidad, las máscaras detrás de las cuales nos sentimos seguros.

Así llegamos a la pareja, que si bien no inaugura el miedo a sufrir, lo pone en evidencia con toda su intensidad.

Esta desagradable sensación es consecuencia, paradójicamente, de uno de los mejores atributos del amor: su capacidad de despertar nuestro auténtico ser, incluyendo el impulso de quitarnos todos los disfraces.

«Contigo puedo ser yo mismo» es la frase que todos queremos pronunciar y la que más nos deleita oír.

Cuando nos amamos crece entre los dos (y hacia afuera) la tendencia a abrirnos y mostrarnos tal cual somos.

No es que el amor nos haga tan valientes, es que su presencia rellena y sana los huecos que conectan con nuestra vulnerabilidad. Pero el miedo sigue allí, amenazante, a veces oculto y otras frenando el amor.

En lo personal, me daba cuenta de que si no conseguía librarme de los miedos, no volvería a sentir el amor, y ese precio era demasiado caro como para pagarlo sin protestar. Siempre supe que todos mis miedos derivaban finalmente de dos temores básicos: el miedo a ser abandonada y el miedo a sentirme invadida.

Con el tiempo he visto en la consulta que casi todos mis pacientes comparten esos temores, pero lo que más llama mi atención es que en las parejas es muy frecuente que en un integrante predomine el miedo al abandono y en el otro, el miedo a la invasión. En mi personal observación, durante muchísimos años confirmé que los hombres eran los que toman distancia y las mujeres las que se sentían abandonadas, aunque después, más recientemente, empecé a encontrarme con el cambio de roles. Con Luis, en un primer momento sentí miedo a que se alejara, sin duda, pero, al sentirme «abandonable», en vez de proponer un acercamiento, en lugar de estar dispuesta a todo, me había retraído, había decidido ser la que abandona y no la abandonada. Con Pedro no me había abierto por temor a la invasión. Con Nicolás no había querido amar por no exponerme a la vulnerable situación de ser la que más ama.

Pero esta máscara de fortaleza no me ayudaba demasiado. Me empujaba de la «protección» de la sartén del no sufrir a quemarme en el infierno de la peor de las soledades eternamente.

El camino real debió haber sido abrirme, respetando las posibilidades de cada uno, pero no había sido capaz de quedar expuesta y a flor de piel. Supongo, quizá para justificarme, que mi historia con Luis, siguiendo la misma metáfora, me había marcado a fuego, y yo me había quedado anclada en el miedo de volver a sentirme herida.

A veces pienso que aquello que alguna vez me pareció un signo de madurez, el hecho de no haber insistido, de haberme alejado sin palabras, no fue más que un producto de mis miedos de entonces. En aquellos momentos, me parece que nuestra historia había terminado porque los dos caímos presos del miedo. Y es que no hay alternativas; si no nos podemos mostrar tal cual somos, si no nos quitamos las máscaras, no es posible el amor, pues el otro, aunque no lo sepa, sólo amará un disfraz, mientras por dentro nos carcomerá la certeza de que no nos quiere pues no nos conoce verdaderamente.

Quitarse el disfraz es un riesgo; vivir y amar, también, pero nada de eso es comparable al dolor de no conocer el amor.

Y a eso me negaría siempre, porque si de algo estaba y estoy convencida es de que la vida no vale gran cosa sin amor.

No importan los caminos que debamos transitar ni los obs-táculos que se presenten, es imprescindible sortearlos.

Y si con Nicolás no había podido ser, no iba a rendirme, aunque eso no dejaba de ser un problema. No iba a salir desesperada a la caza de un amor, ciertamente no quería convertirme en una de esas cuarentonas recién separadas que salen cual amazonas nocturnas a atrapar al menos espabilado, como si la vida les estuviera susurrando: «Ahora o nunca». No es que no me preocupara el tema de la edad. Hacía tiempo que había empezado a evidenciar sus mañas en el espejo y desde hacía varios años había hecho todo lo posible por mitigar su paso: cremas, gimnasio, medicina estética, dietas rigurosas, meditación y cuanto tratamiento incruento estuviera a mi alcance. Porque si no pasé por un quirófano fue por la más auténtica cobardía (a mí, para hacerme una radiografía tienen que perseguirme como si me fueran a realizar una amputación).

Los años pasan, por más que a veces yo y otros quisiéramos disimularlos, camuflarlos, olvidarlos...

Y para ayudarnos a recordarlo instantáneamente, ¿quiénes están? Nuestros hijos, sin duda.

Esos angelitos adorados que hemos cuidado cada día y cada noche de nuestra vida, a quienes hemos visto crecer maravillados ante los primeros dientes, las primeras palabras, los primeros pasos, el primer día de clase...

Ellos vienen con el tiempo a cuestas para mostrarnos lo que nos negamos a ver: que el tiempo transcurre inexorable.

Ellos, con su sola presencia, sin necesidad de recuerdos.

Ninguno de nuestros hijos se acuerda del primer biberón, de sus primeros pasos, de su llanto del primer día de escuela, ni de cada uno de sus cumpleaños... Nosotros, sí.

Desde luego que la mayor parte de nuestra existencia la pasamos sumidos en la cotidianeidad, sin siquiera tomar conciencia del tiempo que hemos vivido, ni del que nos queda por vivir. Y aunque por propia voluntad uno decidiera ignorar alegremente el paso de los minutos y las horas, la vida siempre se encargaría de despertarnos, de sopetón, a la realidad del paso inevitable de los años.

Era temprano. Renata ya se había ido al colegio y yo estaba ordenando la mesa para que Adriana no lo encontrara todo hecho un desastre; mi hijo Patricio bajó de su habitación y me preguntó si podíamos hablar.

Hacía días que lo notaba algo raro, con la mirada un poco triste y bastante más huraño que de costumbre; pero que me dijera que quería conversar conmigo hizo que todas las alarmas sonaran con fuerza dentro de mí.

En un segundo me imaginé no menos de una docena de hipótesis cada vez más trágicas: quería cambiar de carrera, había perdido un año de facultad, quería dejar los estudios y dedicarse sólo al grupo, había decidido emigrar, había descubierto mi romance con Nicolás y quería darme una diatriba, una de sus novias estaba embarazada y se iban a casar, esa novia estaba embarazada y no se iban a casar, se había vuelto drogadicto, era alcohólico, tenía sida...

Quizá exageraba, pero yo sabía que mi hijo no era precisamente un monumento a la comunicación y mucho menos conmigo, así que su propuesta de tener una charla, y que no fuera a instancias mías, me pareció más el augurio de una catástrofe que una buena noticia.

—Cuando quieras —le respondí lo más rápido que pude, en medio de la ráfaga de pensamientos que a duras penas podía acallar.

—Ahora... Si tienes tiempo.

—Claro —dije mientras colgaba el paño y me sentaba a la espera de lo que a esas alturas casi imaginaba como una condena perpetua.

Tan enormes eran mi conmoción y mi curiosidad que ni siquiera recordé llamar a Sonia para avisarla de que llegaría más tarde.

Patricio comenzó con más rodeos que certezas.

Como yo suponía, el tema giraba en torno a mi relación con su padre, pero el asunto no era como yo hubiera esperado, un reclamo de explicaciones ni una colección de quejas por el dolor que le ocasionaba nuestra separación.

En absoluto.

Patricio quería detalles sobre cómo nos habíamos conocido, si yo había tenido otros novios, si alguna vez me habían dejado de querer, si había sufrido... Y cosas por el estilo, aunque, claro, todo bastante mezclado.

Yo contestaba cada pregunta, pero me daba cuenta de que le costaba llegar a lo que específicamente le había llevado a acercarse a mí.

—Por supuesto que tuve algún novio antes de conocer a tu padre —le dije, acentuando el «algún» como para que quedara claro que había sido más de uno, pero también para que supiera que no le iba a hacer un catálogo de mis parejas, si es que se po-dían denominar así.

—Y por supuesto que alguno me dejó... Y sufrí bastante... —dejé flotando las palabras, porque al ver cómo los ojos se le ponían vidriosos, empecé a intuir hacia dónde se encaminaba la conversación.

—Pero tú, ¿estabas enamorada? ¿Realmente enamorada?

«¡Atención!», me dije.

«¡Cuidado con lo que dices!», me advertí de inmediato.

La palabra «enamorada» en boca de mi hijo era un dato que no se me podía escapar.

En diez segundos me hice la composición de lugar que cualquier padre atento también habría esbozado:

Un hijo adolescente enamorado que acaba de ser abandonado por la que considera la mujer de su vida.

Debía andar con pies de plomo. Intentar ponerme en su lugar o, mejor aún, en mi lugar de aquellos años. Debía responderle con franqueza sobre mi historia, con el recuerdo de lo que había sido para mí aquella decepción, la primera.

—Por supuesto que estaba enamorada, o por lo menos eso pensaba... Y lloré durante días enteros hasta mojar todos los pañuelos de la casa.

Una sonrisa se dibujó en su cara, mezclada con las lágrimas que asomaban ahora claramente, mientras a mí se me hacía un nudo en la garganta y otro en el corazón, al verlo tan crecido como para sentirse enamorado y tan vulnerable como para llorar por lo que no fue.

Ahora correspondía que pudiera respetar sus emociones sin minimizarlas, pero sin desconocer lo que la vida me había enseñado.

Me contó que había comenzado su relación hacía veinte días y que ella, Lucía, de repente, lo había dejado sin darle explicaciones. Me contó que desde hacía dos días lloraba todo el tiempo, no podía dormir, estaba desesperado. Se daba cuenta, me dijo, de que había perdido a la que «sin ninguna duda» era la mujer de su vida. ¿Qué había hecho mal?

Yo sabía que le estaba sucediendo lo mismo que a todos nos había pasado alguna vez, sobre todo en la primera relación de pareja. Patricio se había enamorado del amor. Pero no lo dije, hubiera sido como restarle importancia a su sufrimiento.

En el consultorio escucho historias parecidas a la de Patricio constantemente, y no siempre en boca de adolescentes como él.

A veces uno tiene tantas ansias de amar que se empuja a imaginar en el otro lo que sea necesario para poder enamorarse. Tengamos éxito o no en la conquista, poco tiempo después, cuando descubrimos a la persona real, caemos en la cuenta de que nos hemos enamorado de la propia fantasía, que llega a caballo de nuestra urgencia de ser amados.

Son, en realidad, amores de ficción, amores inventados, vínculos imaginarios entre quien no soy y quien no eres, que nos mantienen en vilo muy brevemente, porque no tienen siquiera la energía de la pasión, sino tan sólo la de nuestra propia necesidad de creer que está sucediendo.

Pero, desde luego, no es tarea sencilla mostrar lo que se ve con tanta claridad desde afuera, en especial cuando quien padece está en carne viva y es nuestro hijo.

Fui despacio, muy poco a poco. Patricio sufría porque se le había caído su propia ilusión, aun antes de tener tiempo de saber realmente con quién estaba.

El dolor del amor de verdad es mucho más duro y más difícil de superar, pero no cabía explicarlo. Sólo me acerqué para abrazarlo y dejar que moqueara a gusto.

Cuando se serenó un poco, le dije con sinceridad:

—Te entiendo, Pato, a mí me pasó algo parecido con Brian, mi primer novio. Una tarde le llamé por teléfono y el muy cretino le pidió a su hermano que me dijera que no se iba a poner y que habíamos terminado.

—¿Sin ninguna explicación?

—Ninguna. Como Lucía.

—¿Y qué hiciste?

—Lo mismo que tú estás haciendo: llorar... Que es lo mejor que se puede hacer.

—¿Cómo me ha podido hacer esto? Te juro que no me voy a enamorar nunca más.

—Eso no es algo que puedas decidir ahora... Te cuento algo... A los tres meses me volví a enamorar como una loca y de alguien que verdaderamente me quería mucho y me lo hacía notar.

—¿Y a Brian lo odiabas? —tentó.

—No. Ni siquiera eso, Pato. Te confieso que ahora que te lo cuento, me duele la tripa, pero no es por el desamor sino por mi orgullo herido. ¿Cómo pudo dejarme...?

—¿A los tres meses... te volviste a enamorar? —Patricio abrió los ojos enormes, como si la mera posibilidad le despertara una íntima esperanza.

—Mira, Pato, te lo digo más como mujer y terapeuta que como madre. En el inicio de toda relación amorosa hay un período muy pasional donde se mezcla mucho lo que imaginamos, lo que proyectamos y lo que esa persona es realmente. El enamoramiento es más una relación nuestra con nosotros mismos que con el otro, aunque elegimos a determinada persona para adjudicarle ese ideal. No hay que reprocharse ni lamentarlo, es una especie de ensayo antes del gran debut.

—No te entiendo. ¿Dices que yo salía conmigo y no con Lucía? —dijo Patricio rebelándose un poco ante mi metáfora musical.

—No —aclaré—. Digo que te has salido con tu ideal de mujer, con esa chica que quisiste ver en ella, aunque no lo fuera. Quizá lo peor de lo que te pasa es que la relación ha durado tan poco que no ha habido tiempo de contrastarla con la Lucía real. Me duele decirlo, pero es bastante probable que, por el momento, lo único que no coincida con tu imagen idealizada sea que ella te haya dejado.

—Pero yo la amo... —Patricio dudó otra vez—. Y también la odio... Esto me va a volver loco...

«¡Cuidado!», me dije otra vez.

—Por supuesto que eso es lo que sientes, y no hay que asustarse. Mira, tiene nombre y todo, se llama sentimiento ambivalente... Una buena manera de aprender algo de todo esto sería empezar por preguntarte cómo es ella realmente y si la conoces tanto como para juzgarla.

Patricio se quedó callado por un momento, como si necesitara responderme y responderse la pregunta con sinceridad.

—Bueno, no sé —me contestó, pero los ojos se le iluminaron mientras la describía para sí—, lo único que te puedo decir es que cuando estaba con ella me sentía tan feliz...

—Como en un sueño —dije.

—Exactamente.

—Como si ella fuera la mujer de tus sueños... —tenté con un poco más de audacia.

—Sí —reconoció después de unos segundos—. Ahora te la enseño.

Y sin esperar respuesta trepó a su cuarto.

Mientras aguardaba me serví un café. Poco más podía decirle al menos en aquel momento. Esas relaciones tan cortas no permiten demasiada exploración. Dan ilusiones, crean expectativas, nos ponen exultantes y luego nos lanzan al sufrimiento sin escalas y sin saber realmente si amamos o estamos enamorados, o lo estuvimos, o qué. La ruptura no le había dado tiempo a Patricio de dar el salto cualitativo que supone amar al otro sin proyectar en él. «El verdadero encuentro con el otro es muy difícil», me dije, pensando en Patricio... y en mí... y en Welwood:

«El amor es sobre todo inseguro, porque las relaciones íntimas no son seguras y ésa es su naturaleza. Nos descubren, nos exponen, nos colocan frente a frente con la vida, con el poder y con el misterio de estar en contacto con algo muy diferente de nosotros: otra persona.»

Patricio volvió con media docena de fotos de Lucía.

Eran fotos de la jovencita posando seductoramente frente a una cámara web.

—Mira, mamá, ¿no es hermosa?

La mocosa parecía realmente guapa.

—Mira, mamá, mira su mirada... y su sonrisa. Ella es así, dulce y sexy, todo a la vez...

—¿Y no tienes fotos del día en que dejasteis de salir?

—Noooo... ¿Cómo se te ocurre?

—Pero te acuerdas... ¿Ese día también estaba tan bonita?

—¡Ah, no! Ese día parecía otra. No quisiera tener esas fotos... Tenía un gesto tan duro en la cara... Te juro que no era la Lucía que yo conocía.

—Pero era la misma.

—No estoy seguro, mamá. Me dijo cosas tan absurdas... Que yo no era como ella había pensado, que se aburría conmigo, que a mí lo único que me importaba era la música... —alzó la voz ofuscado, como si discutiera con Lucía—. Si me conoció en uno de los recitales del grupo, ¿qué esperaba? ¿Que me enloqueciera el deporte?

—Ella esperaba que fueras como te había imaginado, y cuando se empezó a dar cuenta de que eras distinto, tomó la decisión de dejarte, enfadada porque no eras como ella te inventó. A ti te pasó algo semejante: cuando dijo algo que no cuadraba con tus ilusiones, en un tono que no se correspondía con tu imagen de ella, pudiste ver su gesto adusto y escuchar sus palabras más duras, que no se ajustaban a lo que tú querías que ella fuera. No pudiste dejarla porque ya lo había hecho ella... y te conformaste con odiarla por lo que hacía.

—Pero... ¿Y si no me vuelvo a enamorar nunca más, mamá?

Se me arrugó el corazón...

—Te doy mi palabra, hijo, de que eso no va a pasar. Especialmente si aprendes de este dolor, dejándolo estar el tiempo que necesite, sin asustarte y sin exagerar... ¿Sabes quién era Rabindranath Tagore?

—Un poeta hindú, ¿no?

—Sí. Escribe Tagore: «Si todas las noches lloras porque el sol no está, las lágrimas te impedirán siempre disfrutar de las estrellas».

Patricio apoyó la cabeza contra mi pecho y se abrazó a mí, con fuerza, por unos largos minutos. Después recogió las fotos, me besó en la mejilla, susurró un «gracias» y empezó a subir hacia su cuarto.

En mitad de la escalera, se giró y volvió a la sala.

Otra vez me abrazó, pero esta vez me dijo:

—¡Mamá... eres genial!

Luego subió los escalones de dos en dos y desapareció por el pasillo que daba a su habitación.

Me quedé mirándolo. Emocionada, conmovida, paralizada.

Por primera vez desde que me había separado de Luis sentí con toda certeza que todo lo que había pasado en mi matrimonio, por doloroso que fuera, había valido la pena.