Capítulo 8

COMO correspondía a un libro con escasas palabras, la presentación se parecía más a una breve exposición de fotografías que a la tradicional enumeración de las virtudes del texto o del autor por parte de sus allegados, reconocidos o no. Esta vez, muy creativamente, algunas páginas seleccionadas hablaban por sí mismas, convertidas en magníficas gigantografías. Si el título Plano inclinado había llamado mi atención, lo que vi me asombró aún más. Decenas de escaleras aparecían fotografiadas desde todos los ángulos y perspectivas; las había de todo tipo: modernas, antiguas, de piedra, de vidrio, sin fin, de caracol, de pintor, enclavadas en montañas, de ultratumba, quebradas, gastadas, relucientes, de altillos, de sótanos, de madera, de metal, de bomberos, de minas, con gente, con pies, vacías, abandonadas, llenas de brazos, sólo con rostros...

La muestra impresionaba no sólo por la omnipresencia de ese elemento a través de la historia de la humanidad, algo que a la mayoría nos suele pasar inadvertido, sino por las infinitas connotaciones que el fotógrafo, Roberto Andrade, había logrado darle. Símbolo de búsqueda, de ascensión y de descenso, de crueldad, de salvación, de misterio, de huida y de encierro, las imágenes contaban mínimas historias en sí mismas y una extensa narración a construir. Presa de la fascinación que siempre me produce el talento, pensaba que desde aquellos incontables peldaños se podía subir, bajar, escapar, volver, girar en el mismo sitio, llegar muy alto y después, como en la vida, no ir a ninguna parte.

Recorrí al menos cinco veces la muestra, deteniéndome en cada una de las fotografías que, como en estado de gracia, lograba interpelarme en lo más profundo. Las escaleras, con sus subidas y descensos inesperados, iban acompasando mis pensamientos, meciendo algo adormecido dentro de mí.

Aquellas imágenes eran más que simples fotografías, tenían una potencia casi perturbadora...

Y de pronto, después de pasar a su lado sin verla, me topé con la inmensa fotografía de la escalinata de la Facultad de Derecho de la ciudad de Buenos Aires.

Era un mural enorme, que mostraba en todo su esplendor intimidante aquella escalera de piedra que tantas veces había subido en mi primera juventud, cuando recién salida del instituto estaba dispuesta (o resignada) a seguir la tradición familiar.

No me lo reprocho, después de todo, ése era el camino «lógico». El despacho, los clientes, el apellido, todo estaba dispuesto primero para Silvana, luego para mí y después para mis primos, incluido un registro de escribanía que tendría disponible cuando me licenciara, si decidía dedicarme a la notaría. Podría jurar que estudiaba con tesón y sin embargo los resultados no lo reflejaban. No había manera, no conseguía que el derecho lograra siquiera interesarme. Seguramente para mitigar mi disgusto ingresé paralelamente en Filosofía y Letras. Con un poco de recelo, mi familia renunció a boicotearme tan sólo porque declaré que me interesaba la filosofía del derecho y aseguré que aquello me permitiría tener una perspectiva mejor del rol que me tocaría asumir al licenciarme.

En Argentina no había cupos y cualquiera podía presentarse a los exámenes que le permitieran ingresar en las carreras que deseara y yo, aprovechándome de esa posibilidad, después de aprobar mi segundo examen de ingreso, me apunté en materias que correspondían a tres carreras: Filosofía, Historia del Arte y Psicología. Tres enfoques que me fascinaban por igual.

Durante los siguientes cuatro años mantuve esa «esquizofrenia estudiantil» viajando de una universidad a otra, dedicándole, paradójicamente, más horas a lo que menos me interesaba y menos horas a lo que realmente me gustaba. Creo que lo pude soportar solamente porque estaba convencida de que aprobar las cada vez más tediosas materias de derecho era la única manera de no tener que enfrentarme con la crítica o con la franca oposición familiar.

Una tarde en clase de Psicología Laboral, la docente citó aquella frase de Barry Stevens: «Aquel que trabaja en lo que no quiere siempre se siente mal pagado». Por alguna razón que no tardaría en desvelarse, sentí como nunca que esa sentencia podía aplicárseme a la perfección. Para mí, estudiar derecho era un trabajo forzado y por supuesto el rédito era siempre poco. Rehice para mí misma la frase de Stevens, que después tantas veces usé en mi consultorio: «Para el que hace lo que no le gusta, los resultados nunca serán completamente satisfactorios».

Terminé de darme cuenta de eso una mañana de diciembre cuando me dirigía al examen final de Derecho Procesal II. Había estudiado con vehemencia y dedicación casi exclusiva durante tres meses, estaba segura de saber la materia como para aprobarla holgadamente, pero al llegar a la entrada del imponente edificio, simplemente no pude entrar. En aquella escalinata de la Facultad de Derecho sentí que mis pies se volvían de plomo, me fue imposible subir un solo escalón. Aquella sensación fue más fuerte que toda la voluntad que pudiera poner al servicio de no defraudar a mis padres. En el camino a casa, mi corazón bombeaba con fuerza, como sabiendo que había llegado la hora de enfrentarme a la verdad y tomar el camino de lo que yo ya sabía que era la profesión de mi vida.

Cuando en casa se enteraron de mi decisión, el enojo y la desilusión de mis padres parecía no tener límites. Me decían de mil maneras: «Es una locura... Has hecho más de tres años... Falta tan poco...». Se callaban lo que de todas maneras conseguían hacerme saber: «Estamos muy defraudados... Apostábamos por ti... Mira a tu hermana...». Y agregaban con muy poca sutileza toda suerte de presiones.

Fue un momento muy duro y solitario. Y aunque hoy sé que no estaba equivocada, en aquel momento la duda monopolizaba mi pensamiento: «¿Habré hecho bien o será una locura, como todos dicen?».

Aquella escalera de piedra, ese plano inclinado que decidí no subir aquel día y que hoy aparecía agigantado frente a mis ojos, de alguna forma había transformado mi vida para siempre.

Esa cuesta inexpugnable me había obligado a replantearme los mandatos recibidos, me había ayudado a escuchar mi voz interior, me había confrontado con mis verdaderos deseos.

Y entonces me di cuenta de que las asociaciones ciertamente nunca son gratuitas y mucho menos en vano. De hecho, en aquel momento mi cuerpo me estaba diciendo cosas muy emparentadas. También entonces necesitaba decirle que no a la tiranía de lo que corresponde, negarme una vez más a subir la escalinata de lo que se debe, oponerme a seguir haciendo, pensando o diciendo solamente lo que está bien hacer, pensar y decir. Si en aquel entonces había podido superar el peso de las palabras y los condicionamientos de los mandatos familiares, ¿qué podía impedírmelo ahora?

—Irene Iturralde, ¿verdad? —la voz masculina aunque tersa me rescató de mi ensoñación. Un hombre de mediana edad, atractivo e impecablemente vestido me tendió la mano—. Encantado de conocerla personalmente, soy Nicolás Mendigur.

Aunque su imagen me era completamente desconocida, su nombre me era más que familiar. Rebobiné mis archivos con rapidez. Era obvio que él me conocía. No era un paciente. Tampoco un amigo de Luis. No parecía psicólogo ni médico. Pertenecía al mundo de las letras o de las editoriales...

¡Claro! Trabajaba en la Editorial Pacífico, la que publicaba la revista Nueva Mirada. De allí conocía su nombre y de hecho por esa conexión me habían invitado al evento. Pacífico era el sello editorial del libro que allí se presentaba.

—Encantada —le respondí—. Lo felicito por la muestra y por el libro, todo parece sumamente interesante.

—Lo es, sin duda. Andrade tiene un gran talento. Lo único que lamento es que hemos tenido que hacer la muestra sin su presencia... Como siempre, Andrade está de viaje fotografiando el mundo.

—De todos modos, sus imágenes hablan por él con elocuencia —le respondí.

—Leo habitualmente su columna —dijo cambiando bruscamente de tema, mientras me alcanzaba una copa de champán—. Realmente me parece muy interesante su posición y más que atractiva su manera de decir lo que piensa.

—Muchas gracias —respondí halagada.

—En serio —insistió con una sonrisa que por algún motivo inexplicable me erizó la piel—. Justamente por eso...

Hizo una breve pausa, en la cual no pude evitar la sensación de que lo que seguía era el verdadero motivo de haberme invitado...

—Sé que ya le han acercado nuestra propuesta para publicar con nosotros un libro que fuera una especie de antología de su pensamiento respecto de las parejas. Quiero que sepa que fue una idea mía. Estoy seguro de que será muy útil a muchos... y un éxito en ventas.

Allí estaba la confirmación de mi sospecha... Aunque mi previsión no evitó la sorpresa.

—Aún lo estoy pesando —le dije. Aunque ya tuviera bastante material, aún no me sentía preparada para un sí definitivo.

Si era sincera conmigo misma, su voz y sus gestos, su sonrisa y hasta su perfume habían logrado perturbarme.

—Me gustaría que aceptara. En serio —sugirió él—. ¿Qué le parece si nos vemos durante la semana y lo conversamos más en extenso? Creo que si le muestro nuestros planes de lanzamiento puedo convencerla para que acepte la propuesta sin dudar. ¿Tal vez podría pasar por mi oficina, digamos, el miércoles o jueves que viene?

—No sé... —volví a repetir como una autómata.

No era una actitud inteligente, sobre todo hacia un directivo de la editorial de mi revista; pero no había caso, no me venía a la mente ni una idea ni media palabra.

A falta de sonidos y en un burdo intento de que Mendigur no descartara de plano su propuesta antes de que yo pudiera contestarle, sonreí gentilmente, como para darle a entender que por lo menos me agradaba la idea, y deseando que no se notara demasiado que las dos posibilidades me habían parecido interesantes, la del libro y la de volver a verlo.

Intercambiamos algunas palabras más que no recuerdo y desapareció como había llegado, dejándome nuevamente en el éxtasis de la contemplación de la escalera de piedra de la Facultad de Derecho.

Cuando regresé a casa, eran ya las nueve.

Mis hijos no habían regresado todavía.

Con tranquilidad, preparé la cena, puse la mesa y luego fui a encender el ordenador.

Era temprano, podría sentarme a escribir un poco antes de la comida.

Creía que era suficiente lo dicho respecto del ciclo de la infidelidad y también del proceso de separación. Y aunque sabía que esa creencia quizá tuviera que ver más con mi propia vivencia que con una objetiva evaluación de lo que era suficiente decir, no iba a reprochármelo.

Era consciente de estar usando lo que me ocurría como disparador y medida: pero según yo lo veía, eso no tenía nada de malo. En general mis estados anímicos nunca eran demasiado diferentes de los de algunos lectores que llegaban a mis palabras con hechos similares desarrollándose en sus vidas. De tal modo, continuar por el mismo camino parecía lo más adecuado y tomar como tema central lo que me había pasado esa tarde, lo más sensato.

Sí. Los sueños perdidos. El rescate del adolescente que fuimos, del niño espontáneo que duerme en nosotros. Por allí debía pasar, sin duda, la respuesta a mis interrogantes de ese día, la salida de mi agenda atiborrada, el olvido de mi esencia y el impacto de la exposición y de aquella fotografía...

Escribí:

Alguna vez, especialmente cuando niños, hemos podido entrar en contacto con aquello que realmente nos gustaba. Contábamos con nuestra ingenuidad, confianza, optimismo, nuestra sensación de ser únicos, amorosos, valiosos. Pero a medida que recibimos «educación» vamos centrando nuestro esfuerzo en ser lógicos, serios, coherentes, en no hacer locuras, como una manera de acercarnos a «lo que corresponde», y solemos ir perdiendo de vista lo que realmente nos gusta, lo que realmente nos hace bien.

Es así que muchas veces obtenemos lo que supuestamente queríamos, podemos exhibir nuestros logros y, sin embargo, en lo más profundo de nuestro interior asoma cierta desazón: las metas alcanzadas no nos traen todo el bienestar interno que esperábamos. Algo se nos perdió en el camino.

Y si queremos sentirnos plenos, entonces necesitamos recuperar lo perdido, mirar hacia adentro y volver a ponernos en contacto con la sabiduría de ese niño espontáneo que sabía tener en cuenta todos sus deseos y emociones, que sabía darle cabida a sus partes más «locas», que van quedando sepultadas cuando nos empeñamos en buscar aprobación.

Desde niños buscamos la aceptación de quienes nos ro-dean. En un principio la buscamos en nuestros padres. Ellos son nuestro espejo. Nos guiamos por la imagen que nos devuelven de quienes somos. Buscamos ser aprobados. Vamos aprendiendo, sin darnos cuenta, a escrutar cada gesto, cada mirada, cada actitud, para percibir «qué está bien» y «qué está mal».

Está bien, por ejemplo, «llevarse bien con todo el mundo»; está mal, por supuesto, «enfadarse, tener un berrinche o alzar la voz». Descubrimos tempranamente «lo bueno» de reprimir nuestra ira dejando de escuchar la voz de nuestra frustración. Hemos aprendido que «lo que corresponde» es ser agradables, simpáticos, y «lo malo» es ser espontáneos cuando eso nos aleje de la cortesía y el don de gentes, es decir: siempre. Este juicio se instala en nosotros como una «verdad» y vamos perdiendo la capacidad de escuchar nuestra queja, nuestro fastidio, nuestro enojo, hasta que quizá algún día, apreciados por todos, no tengamos disponible el enojo, ni siquiera cuando nos corresponda enojarnos.

No se trata de emprender un juicio universal contra nuestros padres (ellos también son producto de la formación que recibieron y no pueden dar lo que no tienen), se trata de comenzar a cuestionar las «verdades absolutas» que nos vienen desde afuera y que nos van indicando el supuesto camino del «éxito».

Luego, la sociedad en su conjunto nos sigue instruyendo acerca de «verdades» y «caminos» para llegar a la felicidad.

No nos damos cuenta de que estamos totalmente condicionados por ideas de «lo que debe ser» y a las que damos categoría de verdad. Se trata de imposiciones que fueron desplazando a aquellas sensaciones y necesidades originales de aquel niño espontáneo que las encapsuló, las congeló por «malas» o «locas» y hoy estamos pagando el precio, porque aún siguen siendo auténticas necesidades insatisfechas. Hay voces, síntomas, sensaciones corporales que pugnan por expresarse, pero no tenemos entrenamiento para escucharlos, o quizá nos dé miedo hacerlo.

Es muy bonito escuchar este planteamiento, pero ¿cómo rescatar nuestras auténticas necesidades insatisfechas? ¿Cómo escuchar esa voz interna? ¿Cómo dar lugar a las sensaciones?

En nuestro interior anidan dos voces. Por un lado, la de lo aprendido, la de «los deberías», la del razonamiento y la lógica y, por otro lado, la voz de las sensaciones, la que surge de nuestras entrañas, que se expresa sutil, pero contundentemente, en especial a través del cuerpo: un nudo en el estómago, en el pecho o en la garganta, tensión en la espalda, opresión, ahogo... Es habitual escuchar en el consultorio a personas «exitosas» que dicen: «He logrado todo lo que quería, sin embargo no soy feliz». Esto que parece un lugar común se convierte en dolor cuando a cada cual le toca experimentarlo en carne propia.

Es difícil, y a veces doloroso o costoso, escuchar esa voz sutil, por eso la acallamos. No tenemos una educación que valide las sensaciones, porque no siempre disponemos de una explicación para lo que sentimos; y si no existe explicación lógica, entonces no nos permitimos sentir lo que sentimos. Estamos tan entrenados en no sentir que cuando, por ejemplo, le pregunto a un paciente qué está sintiendo en el momento, me contesta: «Normal, nada». Es un lenguaje desconocido, cuesta muchísimo conectar aunque sólo sea con la elemental sensación de una pierna apoyada sobre la otra. Es curioso que, en el recientemente trágico tsunami del sudeste asiático, no hubiera animales muertos. Justamente su instinto, sus sensaciones, los alejaron del peligro. Por eso se hace necesario reaprender lo que alguna vez fue natural, lo que como niños hacíamos espontáneamente: percibir el lenguaje de las sensaciones en nuestro cuerpo.

Y entonces recordé aquel ejercicio que mi terapeuta me proponía y que yo vivía postergando.

Se trataba de evocar la época de los tebeos y los dibujos animados.

¿Quién era en aquel momento nuestro héroe favorito, el personaje que más admirábamos?

Entrando de su mano en el recuerdo de ese niño o niña que fuimos, en aquel entonces ¿cuáles eran nuestras mejores cualidades? ¿Qué cosas apreciábamos exageradamente y cuáles no nos interesaban en absoluto? ¿Qué actividad nos hacía más felices?

Es evidente que uno conserva aún hoy cierta cuota de placer postergado, aferrado a lo que lo gratificaba entonces y que hoy permanece oculto, o mejor dicho, escondido.

No necesité hacer el ejercicio que me proponía. Lo que había escrito al pensar en mi niñez y adolescencia había sido catarsis suficiente.

Salí del procesador de texto y me sumergí de inmediato en Internet en busca de talleres de dibujo y pintura. Navegando, encontré uno que se ofrecía en el instituto fundado por mi primera maestra de pintura, convertida desde entonces en una reconocida artista y una buscada docente. ¿Daría las clases ella misma todavía?

Estaba anotando los números para llamarla al día siguiente, cuando un beep me avisó de que había entrado un correo electrónico.

Era de la editorial, así que, un poco extrañada, lo abrí de inmediato. En general se comunicaban conmigo a través del buzón que abría Sonia, pero, en fin, tal vez hubiera algún cambio para la entrega de la columna.

No era así. Las iniciales «NM» delante de Pacífico no correspondían a Nueva Mirada como supuse, sino a Nicolás Mendigur, que me pedía disculpas por haber averiguado mi dirección de correo, pero se atrevía a escribirme para insistir en que considerara su propuesta y nos encontráramos para charlar sobre ella.

En el espacio virtual, sin su presencia perturbadora, la decisión de aceptar su invitación hubiera sido fácil, pero creo que preferí correr el riesgo y, si todo salía como yo pensaba, regalarme el placer de su insistencia.

Hice clic en «Responder» y contesté:

Nicolás, tal como te dije, estoy un poco liada con algunas cosas, pero te prometo que en cuanto las termine de arreglar nos veremos. Gracias por todo.