Capítulo 23
LA vida siempre nos concede más de una oportunidad para darnos cuenta de todo lo que nos sucede y para crecer en ese darnos cuenta.
Al decir de Jung, el cosmos conspira para que las mismas situaciones se repitan una y otra vez, hasta que aprendamos lo que debemos aprender de ellas.
Y si bien la mayor parte de las veces el aprendizaje sólo requiere que estemos atentos para recibir cada lección, en algunas otras hace falta una activa participación del discípulo para abrir su mente al mensaje que la vida le da.
Con el libro terminado y entregado, sentí que era un buen momento para descansar y tomar distancia de lo cotidiano. Aproveché una invitación que había recibido desde Uruguay para asistir a un congreso sobre parejas, saqué mis billetes y partí.
Por suerte y por desgracia, no había demasiadas cosas nuevas que llamaran mi atención. Siempre es bueno saber que uno no está desactualizado, aunque siempre es mejor aún poder aprender algo nuevo.
Estaba conformándome con la bendición de unos días estupendos, producto de un verano un poco anticipado, cuando en el foro del tercer día el caso presentado me hizo encender todas las luces de alerta.
Se trataba de una paciente, Brenda X, que había hecho una consulta por la inminencia de su separación. El trabajo hablaba sobre las clásicas y acertadas intervenciones de la pareja de terapeutas que la habían asistido, pero no estaba allí mi foco de atención. El detonante de su crisis matrimonial había sido, también, el descubrimiento de una infidelidad. Lo mejor de la historia era la forma en la que ella descubrió que su marido tenía una amante. Al regreso de un viaje de negocios, mientras como siempre deshacía la maleta de su marido, encontró en un rincón del equipaje un par de zapatos de otra mujer. El resto de la breve historia que se relató en el ateneo no tenía ninguna sorpresa.
Sin embargo, durante su lectura, yo sentí «el golpe del insight» (como lo llama Fritz Perls) justo en la nuca, como un mazazo, aunque paradójicamente no llegaba a darme cuenta de qué era exactamente lo que me había impactado tanto.
De regreso en el hotel, me tumbé en la cama a pensar.
La pregunta apareció de inmediato: «¿Por qué estaban allí aquellos zapatos?».
Aun admitiendo que los llevara consigo porque la amante no tenía espacio en su propia maleta, ¿sería el marido tan idiota como para olvidar devolvérselos antes de llegar a su casa?
Si no fuera así, sólo cabía una explicación: él no sabía que los zapatos de su amante estaban allí. ¿Y cómo podía llevarlos sin saberlo? De una sola manera: él no los había puesto allí.
De pronto lo entendí todo. La jugada era tan maquiavélica como eficaz.
La amante, cansada de ser la otra, decide dar el gran paso, hacerle saber a la esposa que su marido tiene otra mujer. Pero es astuta, quiere lograr ese objetivo de manera que a ella no le quede duda de la veracidad del asunto. Entonces esconde sus zapatos en la maleta de él, sabiendo que es la esposa quien deshace el equipaje, para que sea ella misma quien «accidentalmente» los descubra.
Mi cabeza bullía.
En un papel escribí una falsa autorización y la firmé con un garabato ilegible.
Llamé a un taxi y me fui al Hotel Volpe. Debía confirmar lo que sospechaba.
—Buenas tardes —le dije al recepcionista con una calma y una amabilidad que no tenía.
—Muy buenas tardes, señora, ¿en qué la puedo ayudar?
—Mire, soy Irene Iturralde, la secretaria del señor Luis Gracián, cliente suyo de muchos años.
—Sí, me acuerdo perfectamente de su jefe, siempre tan amable con nosotros. De hecho, hace mucho que no lo vemos por aquí. ¿Él está bien?
—Muy bien, gracias. El motivo de mi visita es que justamente una de las últimas veces que estuvo por aquí se le dio una factura que nos ha traído más de un problema fiscal.
—No lo puedo creer. Cuánto lo siento. ¿Es debido a algún error nuestro?
—Error o cambio de política, no lo sé. El caso es que en esa ocasión, en lugar de facturarle como siempre la estancia a su nombre, lo hicieron a nombre de Luis Gracián y señora. Me pregunto si es norma de la empresa poner los nombres de los ocupantes de la habitación en la factura.
—La verdad es que creo que no. La norma es que se facture a nombre de quien paga la cuenta... Déjeme que vea, si puedo, qué es lo que pasó. ¿Cuánto hace de eso?
—Más de tres años... Si quiere ver la autorización del señor Gracián... —arriesgué.
El joven miró el papel de reojo y gentilmente dándolo por bueno dijo:
—No, por favor, señora, no es necesario.
Después de algunos minutos de teclear en el ordenador me dijo triunfal:
—Aquí está... A ver... Sí... Hace casi tres años. Según lo que aparece aquí, en un principio se había hecho una factura normal a nombre de él, pero después se anuló y se reemplazó por una a nombre de los dos.
—¿Está seguro? —pregunté—. Es muy raro que el señor Gracián hiciera algo así, sabiendo que después tendría problemas para presentarla como gasto de la empresa...
—Le comprendo, señora, pero le aseguro que es imposible que nosotros hiciéramos una rectificación de factura sin una petición del huésped... Quizá no lo pidió él sino su señora —me dijo por último, confirmándolo todo—. ¿Quiere que anulemos esa factura y le hagamos otra sólo a nombre de su jefe?
—No. Muchas gracias —le dije, tendiéndole la mano—. Es un poco tarde para corregir el error. Solamente queríamos saber qué había pasado exactamente. Ha sido usted muy amable.
Me di media vuelta y entré en la puerta giratoria como para irme, pero sin detenerme, completé el giro y volví a entrar. No sé por qué lo hice, pero me planté frente a él y casi le grité:
—Sepa usted, joven, que la única señora de Gracián que existe soy yo. ¡Buenas tardes!
A veces cuando pienso en lo que debió sentir aquel pobre joven que tan amablemente me había atendido, me siento un poco culpable, pero, como he dicho, tengo mis limitaciones y creo que si no hacía lo que hice me estallaba la tripa.
Tan culpable y perturbado debió de sentirse el pobre muchacho, que antes de que yo llegara de regreso a Buenos Aires, ya había llamado a Luis para contarle el episodio.
Lo intuí apenas llegar a casa porque tenía tres llamadas de Luis y lo confirmé cuando, al hablar con él, me contó que le habían llamado doce veces desde el hotel de Montevideo para localizarlo.
Nada a lo largo de la vida permanece constante. Poco o mucho, cada uno de nosotros va cambiando en sus pensamientos, en sus gustos, en sus comportamientos. Del mismo modo, el mundo al que nos enfrentamos se transforma día a día. Lo que aprendimos ayer quizá no sirva, tal cual, para hoy, porque hoy otras cosas suceden e incluso las mismas cosas pasan de forma diferente. Este cambio constante es lo que transforma la vida en una apasionante y sorprendente novedad continua y cotidiana.
La pareja es parte de la vida y está sujeta a los mismos cambios para los que no siempre estamos preparados, y por lo tanto es inevitable que las crisis de pareja ocurran. Algo nuevo sucede o viene sucediendo, se rompe el equilibrio al que se había llegado y no es posible conseguir un nuevo equilibrio. Entonces se produce la crisis. Es algo normal y natural, es parte de la vida de pareja. Si queremos que la pareja perdure, no se trata de evitar los «desequilibrios», sino de aprender a resolverlos.
Detrás de cualquier crisis hay un desbalance, el centro se ha desplazado, los miembros de la pareja ya no se perciben el uno al otro en igualdad de condiciones, «como antes».
Necesitamos dar y recibir, especialmente en la convivencia, especialmente en la pareja, especialmente si queremos seguir creciendo al lado del otro.
Cuando este equilibrio se rompe sobreviene la crisis. Para que haya verdadera intimidad en una atmósfera relajada, ambos individuos necesitan tanto sentir que dan algo de sí, como saber que lo reciben.
La «mutua alimentación» no siempre puede mantenerse equilibrada. Hay muchas circunstancias que inclinan la balanza a lo largo de la vida de la pareja: la pérdida o la sobrecarga de actividades en el trabajo, el desarrollo profesional desigual, el desvío de atención, la enfermedad de alguno de los dos, los hijos, los parientes, los viajes de trabajo, la rutina, la competencia.
Afortunadamente, Luis no llamaba para recriminarme la invasión de su privacidad, aunque derecho no le faltaba.
Me llamaba porque él, que siempre es un señor, pensaba que debía disculparse.
—La verdad es que te llamo para pedirte por favor que me perdones. No por la infidelidad, de eso podemos seguir hablando cuando tú quieras. Quiero que me perdones por no haberme dado cuenta de con quién estaba, por no haber previsto lo que podía pasar y sobre todo por no haber sabido evitarte aquel mal rato que no te merecías y que por supuesto nada tenía que ver con nuestra historia compartida... De verdad, Irene. Perdóname. No supe hacer las cosas como debía, me descuidé.
—No voy a hacer leña de esto, Luis, pero sólo por el amor que te tengo y sin ningún interés quiero que me digas la verdad. Supongo que ya no tienes más relación con ella, ¿verdad?
—En absoluto, Irene. De hecho, aquella relación no tenía ninguna importancia. Como te dije en su momento, ella no significaba nada para mí.
—Debí pensarlo antes... Tendría que haberme dado cuenta de que había sido ella...
—No —me interrumpió—. Tú no. Yo debí cuidarme, para así cuidarte. Era mi responsabilidad... Lo lamento y mucho. Soy yo el que ahora te hago una pregunta, ¿hay algo que pueda hacer para compensarte ese mal trago, Irene?
Cuando era encantador, Luis era el más encantador. Y yo, en ese momento, no quise dejar pasar ese halago brutal para mi dañado ego.
—Pues sí —dije contundente.
—Dime.
—Podrías invitarme a cenar a aquel restaurante junto al río que tanto me gusta, aquel restaurante del pescadito frito. ¿Te acuerdas?
—Claro que me acuerdo. Nunca he vuelto en estos años. ¿Estará allí todavía...? ¿Se seguirá comiendo tan bien?
Podía ser mi imaginación, pero me pareció que Luis estaba tratando de indagar si yo había ido a aquel, «nuestro lugar», sin su compañía...
—No lo sé —dije sin mentirle—. ¿Quieres que llame y en caso afirmativo haga una reserva?
—¿Quieres que lo haga yo?
Con que así veníamos...
—Bueno, muchas gracias... Y luego me llamas... Que no sea el jueves —añadí—, porque tengo grupo, ya sabes, y termino bastante tarde.
—Muy bien, te llamo más tarde y te digo algo.
—Un beso —dije.
Hacía mucho que no le mandaba besos a nadie por teléfono.
En general, la infidelidad no es, por sí misma, la causante de las crisis, sino el ostensible resultado de un desequilibrio previo, aunque claro está que indudablemente lo agrava, porque suma dolor sobre el dolor.
En las crisis de pareja, y sobre todo al principio, siempre hay uno de los dos integrantes que queda en una mejor situación que el otro y es de lo más previsible que el futuro dependa del manejo que ambos consigan hacer de ese desequilibrio.
El futuro de la relación depende en muchos casos de que el más herido pueda recibir un trato amoroso, respetuoso e igualitario de parte del otro y de la renuncia de ambos a escuchar solamente la voz de su propio orgullo herido.
Sortear las situaciones de crisis es un arte en que el amor tiene mucho que ver. Siempre necesitamos mantener a raya nuestro orgullo para no lastimar. Ya hiere suficiente la situación de crisis misma.
Cuando el que queda más debilitado siente que no puede resolver su situación y tampoco tolerarla, muchas veces comienza a trabajar todo el tiempo en reconquistar un poco del poder perdido. Para ello, los más débiles pueden tomar decisiones (y casi siempre lo hacen) que con toda certeza conducirán a una nueva crisis, más profunda y más dañina que la que los dejó en ese estado. Y es que la capacidad de dañar a quien los ha dañado es vivida como una mínima reconquista de la potencia perdida.
Después de todo, la autodependencia y el autoapoyo son especialmente necesarios cuando el amor no está a nuestro lado, porque cuando podemos refugiarnos en el amor nada impide que nos recostemos en él, y hasta es lógico que lo hagamos. Nuestro trabajo nos devolverá la fuerza para seguir en camino, si no usamos la energía en la revancha, si no dejamos que el rencor nos intoxique.
En las parejas más sanas, que también entran en crisis de vez en cuando, el que queda «arriba» usa su posición menos agobiada para ayudar a que se levante el que ha quedado «abajo», en lugar de abusar voluntaria o involuntariamente de su lugar de poder.
Aprendí de mi divorcio muchas cosas; la primera, la fuerza destructiva y la estupidez del orgullo mal resuelto.
Aprendí que, en medio de una crisis, cuando los desencuentros se multiplican, no es la hora de distanciarse sino de acercarse, dialogar y abocarse a ahondar en lo que sucede en el fondo, en lugar de quedarse sólo en lo anecdótico de la situación.
Aprendí que hay que renunciar a compadecerse de uno mismo alrededor de lo que «el otro me está haciendo» y encontrar qué es lo que uno siente, qué le duele y dónde, en toda esta situación, para luego expresarlo humildemente, más allá de quién tenga la razón. La competencia por tener razón aleja del contacto íntimo y de la posibilidad de ver juntos los dolores de cada uno.
Aprendí que las heridas, los desencuentros y las crisis son ciertamente dolorosas, pero que es completamente imposible evitarlas si hablamos de una relación comprometida.
Aprendí finalmente que la sanación verdadera de las heridas recibidas no se consigue con los alejamientos ni con los silencios, ya que éstos sólo congelan y ahondan las crisis. Si se animan a seguir en contacto, cada uno debe ocupar humildemente la posición que le toca dentro de la crisis, pero también debe ponerse por un momento imaginariamente en el lugar del otro para estar seguro de comprender su punto de vista y poder ayudar. Ayudar no es imponer el propio criterio, sino atender lo que el otro necesita, y si esa ayuda se da sinceramente, debe ser recibida con humildad. A lo largo de la vida de una pareja, a cada uno le tocará alternativamente ayudar y ser ayudado. Cuando esas actitudes fluyen honestamente, las crisis se superan con mayor facilidad. No estoy diciendo que sea sencillo, sino que se puede lograr.
Durante años había trabajado ayudando a mis pacientes en esta tarea. Ahora me daba cuenta de que al mismo tiempo estaba construyendo mi propio aprendizaje, capacitándome para enfrentarme a lo que seguía.