Capítulo 11
POSIBLEMENTE en contra del cuidado de mi físico, pero absolutamente fiel a lo que mi cuerpo me pedía por esos tiempos, decidí darme permiso durante todo un mes para despertarme cuando se abrieran mis ojos, fuera la hora que fuese.
Por ese motivo, cuando el teléfono me despertó esa mañana, miré el reloj y dejé que el contestador automático se ocupara de responder, para no asustar a quien llamara atendiéndole, pasadas las diez, con aquella voz somnolienta.
Me quedé remoloneando en la cama casi una hora más, disfrutando con picardía y en silencio de la secreta travesura que nunca me permitía, la de quedarme haciendo nada, sabiendo que alguien trataba de encontrarme.
A las once y media, después de bañarme, vestirme y tomar una enorme taza de café para espabilarme, escuché el mensaje. Una vez más era Nicolás Mendigur. Quería recordarme su interés por que nos encontráramos para charlar un rato y hablar sobre la posibilidad de que escribiera el dichoso libro.
«Charlar un rato» y «hablar sobre el libro» eran para mí al menos dos cosas bien distintas y separadas, aunque en una rápida mirada a mi interior confirmé, sin sorpresa, que ambas seguían pareciéndome apetecibles. Iba siendo hora de aceptar la invitación.
En cuanto llegué a la editorial, la secretaria de Nicolás me hizo pasar a su despacho, diciéndome que el señor Mendigur me esperaba, cosa que él se encargó de confirmar con palabras y gestos. Fue una bienvenida tan efusiva y sonriente que casi me dio vergüenza.
Me invitó a sentarme en uno de los imponentes sillones junto a la ventana y mientras se acercaba al otro me habló de sus optimistas y entusiastas planes editoriales.
Él había leído todos mis artículos —incluso los había hecho archivar cronológicamente en una carpeta que descansaba sobre la pequeña mesa entre ambos— y había diseñado el perfil del libro que le parecía más adecuado. Enseguida se apresuró a aclarar que, aunque tenía varias propuestas, cualquier iniciativa mía tendría prioridad sobre el resto. Nicolás quería que yo me sintiera dueña del proyecto todo el tiempo y que supiera que contaba con todo su apoyo y el de la editorial, porque un libro mío, dijo, era para él, a título personal, un sueño largamente acariciado.
Mi sorpresa debió transmitirse con velocidad hasta mi cara, porque enseguida Nicolás se ocupó de aclararme:
—Hace dos años diste una conferencia sobre los problemas de las parejas en la universidad, junto a otros colegas. Yo estaba entre el público, porque mi cuñado, Guillermo Garzón, marido de mi hermana, era uno de los ponentes. Te confieso que había ido medio a regañadientes, pero fíjate que debe de ser cierto que todo esfuerzo tiene su recompensa y en este caso fue escucharte.
—Bueno, muchas gracias —le dije halagada.
—No es un cumplido, te lo aseguro. Me quedé impactado contigo. Tu elocuencia, tu serenidad, tu sencillez para explicar esos conceptos para nada simples me cautivaron —y agregó—: Mientras los demás conferenciantes no hacían más que hablar con voz melosa y repetir los manidos consejos propios de los terapeutas, tú lograste con tus palabras una respuesta única. Fue fantástico, te aseguro que se produjo un quiebre real en la mayoría de los que estábamos allí...
Recordaba perfectamente aquella conferencia, aunque mi registro de aquella tarde era totalmente diferente. Me había sentido absolutamente vulnerable ante los severos discursos de quienes me acompañaban y me parecía que mis palabras habían sonado más a recetas prácticas de revista femenina que al trabajo sesudo de una profesional de la psicología. Y si bien ciertamente había sido la más aplaudida y la más interpelada al final de la exposición, esto no había logrado esfumar el malestar producido por ciertas miradas peyorativas, especialmente de los directivos de la facultad. Ni las felicitaciones de mis colegas ni las alabanzas de Guillermo, al que conocía desde mis comienzos en la carrera, habían podido convencerme de que mi ponencia había sido de las mejores.
—Desde entonces pensé mil maneras de conseguir que te convirtieras en autora de la editorial, en una de nuestras autoras...
Mi mirada inquisitiva debió perturbarle, porque se tomó medio minuto antes de continuar.
—No me mires así —me dijo sonriendo—, ya sé que podía haberme comunicado en ese momento contigo, acercarme y decirte lo que pretendíamos, pero tenía mis motivos para no hacerlo. Primero, porque no quería que te negaras de plano, ya que eso hubiera obstaculizado el camino por completo. Y segundo, porque sabiendo que habías rechazado muchas invitaciones a participar de diversas publicaciones, un libro no tenía por qué tentarte...
—¿Entonces? —pregunté temiendo la respuesta que llegó a continuación.
—Entonces... —Nicolás dudó un momento, pero luego continuó con decisión—... entonces, le propuse al director de Nueva Mirada que te llamara.
—¿?
—Él estaba más que interesado en tu trabajo, pero te había descartado por tu...
—¿Mi...?
—Fama de difícil, digamos... Pero yo lo animé e incluso le llegué a ofrecer la ayuda de mi cuñado, que te conocía y que tal vez hubiese podido mediar...
—Lo que no hizo falta.
—Exactamente, porque milagrosamente...
—Respondí que sí —cerré la frase.
—Sí. Por suerte. En cuanto comencé a leer lo que escribías, supe que no me había equivocado. «Aquí hay una autora, me dije y lo repetí en el consejo de dirección, pero habrá que esperar un poco antes de acercarle la propuesta de un libro...»
A esas alturas yo no sabía si estaba ante un hombre fuera de lo común o ante un obsesivo capaz de planificar durante meses o años una estrategia para conseguir lo que deseaba, en todos sus detalles.
«Al menos es brillante», pensé, mientras lo observaba. Tenía los ojos de color almendra, una mirada límpida y una melena ondulada que pasaba unos milímetros el cuello de la camisa. Cuando se ponía serio parecía un hombre común de unos cuarenta años, de los que una podía encontrar casi en cualquier esquina; pero cuando sonreía su rostro cobraba un encanto y un aire juveniles que lo hacían tan especial como atractivo.
Su actitud seductora me inquietó una vez más. No iba a ser tan tonta como para engañarme. Como él mismo dijo, le había impactado mi ponencia y ésa había sido la razón para que se fijara en mí; pero así como nuestro encuentro en aquella exposición de fotografía me había dejado la sensación de que alguna lucecita se había encendido en ambos, esta conversación no hacía otra cosa que confirmarlo.
El entusiasmo se le veía en la cara, en la sonrisa, en los tonos de voz que ni siquiera se tomaba el trabajo de disimular.
«Como los niños», me dije.
«Es que es un niño, Irene», me advertí.
Mientras yo trataba de descalificarlo, él ya había transformado en su discurso el libro todavía no escrito en una colección de exitosos bestsellers.
—Tú sólo dedícate a escribir y el resto déjalo de mi cuenta —concluyó.
—Bueno, me has convencido —acoté, dejando de lado mi conmoción.
—Por supuesto, Irene —dijo, mientras con mucha naturalidad ponía su mano sobre la mía—, no debes tener dudas, la semana que viene firmamos el contrato...
Creo que mi único interés era que no se notara mi perturbación. Me comportaba a mitad de camino entre una adolescente que asiste a su primera cita con un hombre y una veterana mujer casada que vive asustada y culpable su primera aventura extramarital.
De nuestra charla posterior, que se prolongó por lo menos unos quince minutos, poco y nada podría decir. Yo estaba mucho más pendiente de nuestros dedos entrelazándose mientras ambos pretendíamos hacer ver que el contacto no existía. Después supe que a él le había pasado lo mismo. Ambos actuábamos midiendo cada movimiento, como si temiéramos que el hechizo se rompiera.
Hechizo y temor.
Ésas eran las dos palabras que mejor resumían mi experiencia con Nicolás.
A pesar de todo, aquella tarde en su oficina no quedamos en nada que no fuera un vulgar aunque cálido «te llamo». Un lugar común que en general implica aún menos que un silencio.
Me fui con la sensación de que los dos estábamos demasiado emocionados como para obrar con mínima racionalidad, así que me permití pensar que en los próximos días llamaría.
No tuve que esperar demasiado para desvelar la incógnita, porque al día siguiente, nuevamente como un niño que no tiene nada que esconder, me llamó al consultorio a mediodía para invitarme a cenar, y yo acepté, desde aquellos dos lugares, sabiendo que, como colegiala o adúltera, de todas formas iba a meterme en camisa de once varas.
Mientras almorzábamos, le conté a Sonia el encuentro.
—Por un lado, creo que estoy un poco loca —le confesé—, pero la adrenalina es más fuerte...
—¿Loca por quedar para cenar con un hombre que te gusta? —inquirió mi amiga, con un dejo de sorna.
—No, loca porque me gusta demasiado... Y porque no sé si hago bien al mezclar el trabajo con las relaciones personales... Y porque es más joven que yo... Y por los niños...
—¿Y qué tienen que ver los niños en este entuerto?
—Ya bastante les cuesta la separación como para que ahora les llueva que su mamá aparezca de repente con un novio, no sé qué van a decir... Y después está Luis, que seguro que va a poner el grito en el cielo, porque...
—Parece que en vez de tener una cita te vayas a casar —me interrumpió Sonia—. ¿Por qué no vas paso a paso en vez de hacer un mundo por una simple comida?
Tenía razón, en menos de un día me había construido un sinnúmero de obstáculos para una relación que ni siquiera existía.
Supongo que no me quería dar permiso ni para intentarlo. Poco me faltaba para aducir que mis suegros no iban a poder superar que me uniera a otro hombre que no fuera su hijo y que mi madre se moriría de tristeza al ver que su hija «ya» tenía otro novio.
En fin, Sonia tenía absoluta razón, como siempre. Debía dejar de dar vueltas a la cabeza, controlar menos e improvisar más. Después de todo, como ella misma había dicho, no era más que una cena con un hombre que me atraía.
Y cómo me atraía.
La cena se extendió hasta las cuatro de la mañana, cuando los camareros, corteses pero decididos, comenzaron a levantar las sillas y a apagar algunas luces. Hablamos de todo, de nuestras vidas, nuestras historias de amor, nuestros gustos. Y cuando no tuvimos más remedio que darnos por aludidos respecto de la hora, Nicolás me acompañó hasta la puerta de casa y se despidió con un beso que habíamos aguardado toda la noche.
Lo que siguió se puede definir como una explosión de los sentidos: una atracción irresistible, un volver a saberme deseada y un encontrar en mí un cuerpo que si alguna vez había conocido tenía absolutamente olvidado.
Hasta donde tenía registro, nunca, ni en los momentos más plenos de mi juventud más ardiente, había sentido tanto placer ni tanta libertad. En la cama nuestro encuentro fue simplemente mágico. Era como si cada uno supiera exactamente la manera de complacer al otro y a la vez disfrutara inmensamente haciéndolo.
Quien no ha experimentado nunca la exaltación interna que produce el puro erotismo no sabe lo que significa sentirse por un momento arrastrado por esa corriente de sensaciones placenteras que circulan por nuestro cuerpo.
Una catarata de estímulos que desde afuera hacia adentro nos arroba el alma, y que de adentro hacia afuera nos puede hacer pasar de la pasividad y el tedio a la elevación suprema del ánimo, en un instante.
Y es que la pasión del erotismo, en alguna de sus manifestaciones, se parece bastante al amor, tanto que algunos la han llegado a llamar «el amor desamorado», dado que nos conecta como aquél con las ganas de dar sin egoísmos y con las ansias de entrega... Aunque en esencia no es amor, muchísimas veces es su semilla y el primer paso en el camino hacia él. Un comienzo que casi siempre tiene una energía capaz de arrancar el alma y de llevarla caminando en el aire desde el abatimiento hasta la urgencia de la unión con el otro...
Por allí andábamos con Nicolás, presos de esas vehementes emociones, de carcajadas sin más sentido que el hecho de estar juntos, de encuentros sin otro proyecto que el de fundir nuestros cuerpos, abrazarnos y sabernos cerca.
A mí, la fuerza erótica me había atrapado como jamás hubiera imaginado. Aquel hombre representaba para mí, en ese momento, la sexualidad perdida, mi cuerpo recobrado, ausente y escondido por tanto tiempo bajo el ropaje de una madre. Y por eso también quise añadirle valores que quizá no tenía, el del abrazo protector largamente esperado, la caricia tierna más añorada y la presencia que me permitiera alejar el insoportable fantasma de la infinita soledad.
Ese fantasma que me acosaba desde esos territorios interiores desde donde indefectiblemente me criticaba, me enjuiciaba y me convertía en mi propio verdugo.
Gracias a Nicolás, o mejor dicho a darme el permiso de abrirme a la relación con él, era yo capaz, finalmente, de llenar el vacío que en un principio había querido esconder llenándome de actividades. Podría por fin enfrentarme con ese miedo insoportable en el que había caído desde la separación y vivir la vida con la intensidad que me merecía.
Eso era lo que yo pensaba.
Pero nada es tan sencillo como parece, al menos para mí.
Mi peor enemigo me esperaba paciente a la vuelta de la siguiente esquina de mi existencia.
Mi odiada compañera inseparable, su majestad la culpa.
Después de la separación, mi nivel de autoexigencia con relación al trabajo fue creciendo y cada semana mi situación se volvía más angustiante...
En algún sentido, siempre me parecía que mis esfuerzos no bastaban. Sentía, por ejemplo, que mis hijos eran, ante todo, mi responsabilidad y que antes que ninguna otra cosa debía ocuparme de ponerlos a salvo de cualquier necesidad. Si bien lo que yo ganaba era suficiente y Luis siempre cumplía con sus obligaciones económicas, cada vez que pensaba en parar y tomarme un recreo se desataba una intensa disputa en mi interior. «¿Por qué voy a tomarme estos días cuando en realidad debería estar en la consulta? ¿Es tan necesario parar? ¿No significará esto que no tengo la suficiente fuerza para velar por el futuro de mi fa-milia?»
El resultado obvio y previsible era que aunque finalmente me tomara los días para escaparme con una amiga o con mi hermana a la playa, no conseguía disfrutar del más mínimo descanso.
Si esto era así antes de Nicolás, cuando escuché su propuesta de hacer una escapada de una semana a la costa, la ambivalencia se volvió enfermiza.
Desde el principio, la idea me encantó. No sólo pasar unos días con él, sino también despejarme, caminar largamente por la costa, pintar allí, frente al mar, entre los riscos... Me parecía el mejor de los proyectos, incluso para profundizar en nuestra relación. Ya no sólo compartiríamos una noche de amor y sexo, sino que podríamos encontrarnos en cierta intimidad que sólo podría conducir a poder acercarnos más.
La euforia y la certeza duraron apenas unas horas.
Enseguida, mi viscosa «amiga» empezó a susurrarme al oído:
—¿Estás loca?