Capítulo 14
—ERES una exagerada —dijo Sonia—, no puedes dar por terminada una relación por un poco de celulitis.
—Mira, Sonia, puedes pensar lo que quieras. No es la celulitis, por supuesto, y las dos sabemos que, hoy por hoy, se nos ofrecen más de cien tratamientos posibles. No es eso ni mi narcisismo herido, ni siquiera es mi amor propio lastimado por saberme descubierta, como si hubiera mentido sobre mi edad.
—Te has sentido ofendida porque te ha dicho lo de los hoyuelos.
—Podría jurarte que no, Sonia. Lo que me ha pasado es que me he dado cuenta de que antes no los advertía. No era la primera vez que veía mi cuerpo desnudo, ni la primera que el reflejo del sol me daba en los muslos expuestos a su presencia. Lo conozco un poco y sé que no se habría callado por cortesía. Simplemente antes no los veía. Su mirada había cambiado.
—¿Y eso es tan importante?
—Para esta relación, sí.
No quise seguir dando explicaciones. Yo sabía que ese simple episodio era una señal unívoca de que el erotismo estaba en retroceso, si es que no había desaparecido hacía tiempo.
Los ojos de la pasión lo cubren todo con un velo mágico, especialmente lo desagradable de cada uno. Durante ese período los amantes suelen ver al otro como la misma encarnación de lo perfecto. Y si la pasión da lugar al amor, este sentimiento es capaz por sí mismo de prolongar por un tiempo más ese milagro, porque el amor, a su modo, también distorsiona lo que se ve en el amado, aunque lo haga por otro camino. Muchas veces el amor intenso se ocupa, sin tener que decidirlo activamente, de mirar solamente el alma del otro y, entonces, algunos detalles externos, más terrenales, se hacen poco perceptibles.
Pero cuando sucede que la pasión erótica no se transforma en amor, entonces el fuego se consume sin dejar casi huella, y la venda se nos cae dejándolo «todo» al descubierto.
«El río caudaloso y altruista de la pasión erótica es tan intenso como breve, y cuando no desemboca en las serenas aguas del amor, se desvanece, absorbido por las resecas tierras de la indiferencia.»
Como dice Eva Pierrakos en su libro Del miedo al amor: «La pasión del Eros nos muestra los destellos del amor, pero entre el verdadero amor y el erotismo hay un puente que no siempre se atraviesa. Cuando el erotismo no cruza, termina consumiéndose a sí mismo. Sólo el amor podría mantenerlo vivo».
Claro que no se trata de un estado permanente en el sentido que solemos darle a esa palabra, porque el amor no es una posesión, quiero decir, algo sobre lo que tenemos un título de propiedad. Aunque fuera posible «poseer» a la persona amada, si pudiéramos inscribirla como una de nuestras propiedades, aun así, no tendríamos la «posesión del amor», ya que no es posible encarcelar un sentimiento.
Pensaba en estas cosas y recordaba la peligrosa visión del matrimonio que se oculta detrás de la mítica frase «hasta que la muerte nos separe».
Mi realidad de «separada» no hacía más que confirmar la falsedad de esa mentira.
La consolidación de una pareja no es un punto de llegada, sino más bien un nuevo punto de partida. Porque el amor, creo hoy, como todo lo que está vivo, nunca permanece estático. Siempre está creciendo o muriendo, y por eso necesita cuidado y alimento siempre. Sólo ese cultivo permanente, a veces en terrenos placenteros, otras, en lugares accidentados, permite atravesar el puente del presente al futuro. Un puente que si es cuidado con esmero puede quedar siempre tendido y servir para que de vez en cuando la erótica pasión que le dio origen lo cruce haciendo que nos enamoremos, por un rato, de la persona amada.
Yo jamás podría definir acabadamente el amor, pero está claro que no es algo raro ni inalcanzable.
Puedo, por supuesto, percibir su presencia en mí y en los demás, especialmente en algunas de sus manifestaciones externas: la ternura, la compasión, la tolerancia, la comprensión, la sensación profunda de conexión con el otro y la más que llamativa vivencia de estar en sintonía con el universo mismo.
Sé también que está dentro de nosotros desde los principios de nuestra vida y que, para sentirlo, es más útil dejarlo salir que pretender forzarlo. Sé que es mucho más una cuestión de encuentro que de búsqueda, es más un tiempo de descubrir que de crear, es más un asunto de sorpresa que de logro programado, es, en fin, un tema siempre ligado a los permisos y nunca relacionado con la voluntad.
Del mismo modo que podemos impedir que la pasión crezca, pero no podemos decidir que lo haga a nuestro antojo, podemos hacer muchas cosas para cortarle el paso a nuestro enamoramiento para que no se transforme en amor, pero nada podemos hacer para empujarlo a que cruce ese puente.
Me acordé de un paciente, que en una sesión de grupo hablando sobre esto me dijo:
—Tú hablas como si en el amor fuera fácil, para cualquiera de nosotros, construir un edificio entero, protegido y amurallado que diga que no, pero imposible levantar una minúscula pared donde colgar un cartel que diga que sí. Según tu planteamiento, somos casi sumisos espectadores de lo que a nuestro corazón le pasa...
—No es solamente observar lo que nos sucede —contesté— y, de hecho, estoy segura de que con eso sólo no basta. El amor requiere, en cuanto nace, el permiso de cada uno para no morir antes de florecer.
Y sigo pensando que es así.
Nuestra activa conspiración contra el amor, aunque sea una conspiración involuntaria, es lo que en general no lo deja fluir en nosotros.
No nos atrevemos a dejar de lado nuestro ego para no correr el riesgo de quedar vulnerables ante el otro. Y entonces nos ocupamos de dinamitar cada una de esas paredes cuando apenas comienzan a levantarse, aunque en el fondo está claro para todos que si no nos arriesgamos, nunca podremos saber si el encuentro de almas ocurre, es decir, si el verdadero amor aparece.
Y era evidente que ésa era la decisión que muy por debajo de mi nivel de conciencia yo había tomado desde mi separación, la misma que había tomado, conscientemente, en aquel encuentro con Pedro, cuando todavía estaba casada con Luis.
En ese momento me había parecido desleal la simple posibilidad de darme la oportunidad de abrirme a otra persona.
¿Y Luis...? ¿A él no le había parecido desleal?
También él estaba casado conmigo cuando apareció la «pseudo señora Gracián».
Quizá no.
Los hombres en ese punto sostienen algunos principios diferentes. Si le preguntara ahora, él seguiría sosteniendo, aunque continuara con la otra, aunque conviviera con ella, que en ese momento era un asunto «sin importancia». Y si le diera tiempo, sospecho que hasta me acusaría a mí de haberle empujado a hacer de aquello algo más trascendente. ¡El muy... cretino!
Quizá no. Quizá Luis se dio cuenta de la estafa que implicaba, pero había privilegiado otras cosas.
O puede que, haciendo gala de la tan flexible moral sexual masculina, pensara que como yo no me enteraría, no había des-lealtad...
Allí estaba otra vez pensando en Luis. ¿Por qué no aceptar que, fuera cual fuera la razón, lo sucedido había sucedido? ¿Cuál era la acusación que me hacía yo a mí misma? Debía de haberla, para que empezara a enfadarme con Luis.
Supongo que me reprochaba mis descuidos.
Me pareció desagradable que me tranquilizara este pensamiento, pero confieso que me alivió pensar que posiblemente era de mí de quien se sentía abandonado.
Como mi amiga Úrsula bromeaba parafraseando el decir de los místicos: «Cuando el marido está preparado... aparece la amante».
Sin embargo, por mucho que deseemos amar, si no pasamos el puente hacia amor, el Eros indefectiblemente se va. Por mucho que intentemos que la experiencia erótica no se extinga, por mucho que busquemos la receta, copiemos las formas y ensayemos los métodos para transformarla, cuanto más tratamos de forzar el amor, más se aleja.
Cualquier relación necesita tiempo para que podamos reconocer nuestra disposición y la del otro, para atrevernos a cruzar ese límite, para entregarse, conocerse y dejarse conocer. Tiempo, sobre todo, para aprender a lidiar con las diferencias (menores y de las otras) que indefectiblemente surgirán. Porque estar en pareja implica no sólo la capacidad de albergar la dulzura del amor, sino también la capacidad de enfrentar juntos las tormentas que desata la personalidad de cada uno.
Cuando estamos comenzando una relación, si esa capacidad mutua no existe, el puente hacia el amor se aleja cada vez más. Y como no lo atravesemos, cuando el erotismo, obedeciendo a su naturaleza, se consuma, la relación terminará.
Pero como yo sabía, cuando las ansias de amar quedan dentro de nosotros sin manifestarse, nuestro corazón y nuestro cuerpo empezarán a buscar a la persona que nos acompañe en el cruce hacia el amor.
Y eso, lo sabía, era algo que más tarde o más temprano iba a sucederme.
Yo no podía abrirme ni entregarme a Nicolás y se hacía cada vez más evidente que la pasión no tardaría en diluirse sin transformarse.
Lo de los «hoyuelos» fue la primera llamada de atención, que mi mente entrenada percibió con rapidez. Pero luego se fueron sumando más detalles, o en verdad más distancias, como si cada uno, independientemente, fuera abandonando la búsqueda de conexión con el otro.
Y entonces fueron apareciendo las minúsculas acusaciones mutuas, los «micro reproches», como yo los llamo, y las mini revanchas, síntomas de la falta de motivación de estar juntos.
Seguramente hubo muchas otras razones para que nuestra pareja no prosperara, pero al final, el abandono de la búsqueda de conexión terminó con lo que quedaba de erotismo y con el deseo de mantenerlo vivo.
El alma humana es infinita, necesitamos abrirnos a ella, es decir, a la vida, para seguir descubriendo qué hay de nuevo dentro de uno, que más hay que descubrir en el otro. Cuando dejamos de explorar a nuestro compañero o compañera, por desinterés, por distracción o porque damos por sentado que ya lo conocemos, todo se extingue.
Ni siquiera pusimos un punto final con fecha y hora precisas.
Me sentí irreconocible.
Yo, que en otra circunstancia me hubiera sentado a conversar largamente, hasta revisar cada momento de la historia compartida, supuestamente para que cada uno se hiciera cargo de sus errores, esta vez dejé languidecer el vínculo sin esas ansiedades desmedidas que tanto espantan a los hombres.
Poco a poco fui sabiéndome sola de Nicolás. Una vivencia muy distinta de la que había experimentado al separarme de Luis. Aquí no había ni rastro de desesperación. Por supuesto, no eran circunstancias comparables, ni en el tiempo, ni en el nivel de compromiso. Pero incluso salvando esas distancias, yo me sentía diferente; una tranquilidad desconocida me permitía dejar fluir mis sentimientos y encontrarme con los de Nicolás, con mucha naturalidad, sin presiones.
En efecto, no tuvimos una despedida, y Nicolás me lo agradeció profundamente.
Estaba alegre y sorprendido de que, por una vez, según él, una mujer con la que se terminaba un vínculo no lo sometiese a un juicio sumario donde repartir culpas y ser llenado de reproches y lecciones de «qué es lo que debería haber hecho», «en qué momento» y «de qué manera».
No quise entender ni interpretar aquella, su última frase:
—Eres tan genial y tan diferente... Esta actitud tuya, tan madura, me hace pensar que quizá debiéramos darnos otra oportunidad... Porque...
No lo dejé ni terminar. Le mentí diciéndole que ya lo hablaríamos. Yo no estaba dispuesta a retomar lo que en pocas semanas terminaría y no tan serenamente como esta vez. No estaba deprimida ni desesperada y ese «aquí y ahora» era el mejor momento para salir.
No me equivoqué; con el pasar de los días me fui sintiendo cada vez mejor, no sé si feliz, pero tranquila.
Una tarde, recuerdo que era domingo, yo estaba en casa escribiendo para el libro, recopilando artículos de la revista y ampliando los temas. Allí me di cuenta de que hacía más de un mes que no veía a Nicolás. Habíamos continuado mandándonos mails respecto al libro. En realidad lo habíamos pactado así desde el comienzo: los mails eran de trabajo; las llamadas y los mensajes de texto, personales.
Debía escribir sobre todo lo que me había estado pasando, sobre el amor, sobre la pasión y sobre el miedo a comenzar una nueva relación. Me di cuenta de que la asociación con lo que habíamos vivido Nicolás y yo sería inevitable. Nadie se daría cuenta excepto él, claro... ¿Le parecería mal?, ¿se sentiría tocado?...
«Será su problema», pensé. Y empecé a escribir.
Eros y riesgo
El erotismo tiene múltiples formas, desde el ímpetu juvenil hasta la capacidad de goce de la madurez. Sin que esto impida, claro está, que exista goce en la juventud e ímpetu en la madurez. Las manifestaciones del erotismo son infinitas y personales, aunque sería más que importante no confundirlas con la mera exaltación violenta de los sentidos, ni con el puro hedonismo al que nos inducen muchas recetas contemporáneas.
Me parece que respecto del amor, por ejemplo, se siembra una peligrosa confusión, sobre todo en los más jóvenes (aunque no sólo en ellos), cuando al no sentir en sus parejas lo que se pregona socialmente que se siente cuando se ama a alguien, pierden la capacidad de palpar los sutiles signos del sentimiento y terminan refugiándose en la cárcel voluntaria más visitada en nuestra época: el aislamiento.
Lo cierto es que sin importar cuán sociables aparentemos ser, muchas veces, por dentro permanecemos recluidos y en actitud de defensa, en general por miedo a las emociones. Cuando la atracción erótica o su equivalente más platónico, el enamoramiento, aparecen, se rompe por un momento ese aislamiento y nos depositamos en la corriente de algunas de nuestras emociones largamente contenidas.
Es ingenuo pretender quedarse allí y peligroso apostar por que todo permanecerá así para siempre, pero es igual de dañino, sin embargo, que por temor a «perder el control» no nos permitamos zambullirnos en la pasión que nuestro corazón y nuestro cuerpo nos proponen.
Dicen que «donde la cabeza manda, el corazón sufre» y, ciertamente, en esta época pagamos cara la tiranía de la mente. El temor a perder la cabeza y el miedo al amor se presentan de la mano de cierta necesidad de orden para «demostrarnos» la inconveniencia de comprometernos con la vida afectiva. Entonces nos retiramos y bloqueamos el puente que conduce al amor, y lo erótico y lo pasional, aunque nos los permitamos, se extinguen rápidamente. Entonces decimos lo que hemos aprendido a decir: que ésa no era la persona que buscábamos.
Lo peor es que cuando la fuerza de la pasión rompa nuevamente el aislamiento y nos acerque a otra persona, si no hemos resuelto esta tendencia y enfrentado estos temores, volveremos a repetir la historia. De tanto recorrer el mismo camino, sin siquiera enterarnos si de alguna de esas historias podría haber nacido el amor, llegará el momento en que concluyamos que la pasión, como invitación al amor, es una búsqueda infructuosa y terminaremos alejándola también de nosotros.
Pasión y sentimiento. Recomendaciones
1. Necesitamos ser conscientes de que la fuerza erótica, el enamoramiento y el amor, en principio, se parecen, especialmente cuando hablamos de encuentros sinceros, en los que, en verdad, algo le sucede a cada uno. Es fácil confundirse sobre todo porque la pasión desde el comienzo muestra los destellos del amor al que dará lugar.
2. La única manera de averiguar si ese pasaje sucederá es dándole tiempo a la relación, permitiendo que se desarrolle. Al principio la atracción es muy grande y el enamoramiento borra las diferencias. Con el tiempo esas asincronías aparecen y con ellas se rompe la burbuja en la que estaba encerrada esa «relación ideal». Ése es paradójicamente el primer momento en el que es posible comenzar a trabajar en la construcción de una relación trascendente.
3. Hay que dar lugar al conocimiento mutuo. Promover un conocimiento real, verdadero y profundo, a la vez que observamos lo que nos sucede en el proceso de conocer más y más a la otra persona. Es bastante frecuente sentir en algún momento una pequeña decepción, atada al final de la idealización del enamoramiento. Pero no debe asustarnos ni desanimarnos. No es bueno para el vínculo decidir no seguir conociendo al otro en profundidad, por miedo a que todo se deshaga.
4. Observar este miedo y todos los miedos, los propios y los del otro. Porque el miedo es enemigo del amor y el mayor obstáculo para llegar a él. El amor traspasa todas nuestras defensas. Sin haber escuchado a Zinker todos sabemos que, como él dice, «la magia del amor consiste en que quien te ama sabe qué podría hacer para dañarte gravemente, pero nunca lo hace». Pero si confiamos en su magia, nos dejamos ser sin cuidarnos, dejando a un lado la coraza de la personalidad, que nos protege (para eso fue construida), pero que es una traba para el fluir de los mejores sentimientos.
5. Una vez traspasados los miedos básicos, el temor a fundirse, a ser absorbidos, a quedar asfixiados y a ser dañados por el otro, tendremos que enfrentarnos al apego a la persona amada, la idea de que no puedo vivir sin esa persona, el temor a su abandono. Especialmente porque anclados al miedo de la pérdida podemos terminar asfixiando al otro hasta lograr el efecto contrario al deseado o agobiarlo tratando de encontrar y pedir permanentemente la prueba que demuestre lo mucho que nos quiere.
6. Es necesario aprender a dejar atrás las expectativas y los prejuicios y suplantarlos por el interés, el genuino interés en el otro, como persona y no sólo como pareja mía. Solemos creer que nos quiere cuando el otro cumple con nuestras expectativas, es decir, cuando se comporta de la manera en que necesitamos, pero eso no suele ser la única ni la mejor evidencia de que el amor está presente. Es imprescindible hacerse lugar para escuchar y crear el clima para ser escuchado. Solamente así podremos dar lo que verdaderamente al otro le apetece y no sólo lo que a nosotros nos gustaría recibir y viceversa.
7. Aceptemos que hombres y mujeres somos diferentes a la hora de expresar nuestros sentimientos. Una mujer puede sentirse muy cómoda poniendo en palabras lo que siente, aunque es muy común que un hombre sienta que hacer explícitas sus emociones lo deja en una situación expuesta o de debilidad. Por eso no es raro que la mujer hable de lo que siente y el hombre elija otro «idioma» para expresar su amor, por ejemplo, tratando de ser solícito, útil, protector. La relación sólo puede prosperar si ambos descubren juntos la manera particular que cada uno tiene de expresar el amor. Sin esta condición no hay comunicación posible, y sin comunicar el amor, no hay vínculo trascendente...
Yo no sabía si Nicolás se iba a enfadar, pero cuando terminé de escribir me percaté de lo molesta que yo misma estaba conmigo...
No importaba cuáles ni cuántas excusas me diera, yo no me había permitido ni siquiera intentarlo.