Capítulo i

—¿QUÉ estoy haciendo mal? Ya ha pasado bastante tiempo desde mi separación, ¿por qué sigo sola? ¿No sería hora de que encontrara una pareja?

Las preguntas de Estela quedaron flotando en el aire, sin respuesta.

En realidad, eso era lo que yo deseaba porque en ese momento de su terapia, lo importante era que empezaran a surgir en ella, por fin, interrogantes que no pudieran esconderse debajo de las usuales, vulgares y casi mentirosas respuestas automáticas.

Cientos de veces había escuchado en la consulta las «explicaciones» que las mujeres como ella, separadas y con hijos, daban y se daban durante meses o años para justificar su incómoda situación:

«Lo que pasa es que casi no salgo.»

«Lo que pasa es que estoy demasiado ocupada con mis hijos.»

«Lo que pasa es que no es fácil hacerse cargo sola de todo, educar, trabajar y encima tratar de mantener las cosas como antes.»

«Lo que pasa es que a mi edad es muy difícil encontrar una persona afín.»

«Lo que pasa es que no quiero parecer una desesperada.»

Estela ya había recitado estas excusas (algunas más de una vez), en casi todas nuestras entrevistas. Por eso yo pretendía que, esta vez, ella centrara más que nunca su atención en las preguntas que ahora repetía, casi como una queja. Yo quería que resonaran en lo más profundo de su corazón para obligarla a darse cuenta de que seguramente era una parte de sí misma la que estaba diciéndole «no» a su aparente deseo de estar nuevamente en pareja.

Aprendí como terapeuta que cuando las oportunidades no aparecen, casi siempre se debe a que hay uno o más aspectos internos que están «saboteando» el encuentro. Cuando la pareja «no se da», es la propia persona la que, de alguna forma, está poniendo frenos.

Miré el reloj y, aun sabiendo que faltaban todavía cuatro minutos, le dije a Estela que la sesión había llegado a su fin y que sería bueno que ella dedicara algún tiempo del fin de semana a reflexionar sobre sus preguntas antes de nuestra siguiente sesión.

Cuando Estela salió del consultorio, volví a mi sillón y me quedé inmóvil, mirando por la ventana sin ver. Había sido la última de una larga jornada de consultas encadenadas y estaba agotada. El color de la habitación se volvía más y más ocre. Eran casi las siete y el sol empezaba a desaparecer detrás del edificio de enfrente.

«Demasiados pacientes», me dije, aunque sabía de sobra que era yo la única responsable de ese cansancio abrumador, resultado previsible de mi hiperactividad de siempre.

«De siempre, no», me corregí.

De pequeña había sido muy diferente.

Mientras a mi hermana Silvana no le importaba restarle horas al sueño con tal de mantenerse en un movimiento permanente, yo era más selectiva. No me gustaba nada la idea de hacer mucho y de todo, yo sólo quería dedicarle tiempo a las pocas cosas que me atraían y hacerlas bien.

Aunque al principio a mis padres les había costado entender que fuéramos tan distintas, al final lo aceptaron. Si bien era cierto que nos mandaban al mismo colegio inglés de doble escolaridad, mientras mi hermana Silvana después de clase aprendía francés y alemán, nadaba, jugaba al voleibol y estudiaba piano (con un oído privilegiado según su profesora de solfeo), yo sólo me desvivía por el dibujo... Y si acepté estudiar italiano fue porque no pude resistir el acoso insistente de mi padre que al final me convenció con el argumento de que el italiano era «el idioma del arte».

Sonreí ante la verdad de Perogrullo: de pequeña todo había sido muy diferente.

Justo cuando el sol terminó de ocultarse yo me decía que la tranquilidad de mi niñez, prolongada en mi adolescencia, posiblemente habría signado el resto de mi vida si no hubiera sido porque allí se me cruzó Luis...

Para mí y para todos a mi alrededor, fue claro que el dinamismo casi «eléctrico» de aquel muchachito avasallador que me había deslumbrado desde el primer encuentro terminaría contagiándoseme, para bien y para mal. Como solía bromear mamá, él había sacado de mí la veta familiar más característica: el gusto por la vorágine.

El golpe en la puerta me devolvió al presente. Sonia entró con una carpeta en la mano.

—Discúlpame, Irene, pero volvieron a llamar de la Editorial Pacífico...

Lo dijo con un tono «paternal» que tal vez pudiera pasar inadvertido para cualquiera, pero no para mí; porque ella, que con los años había pasado de ser mi asistente a ser mi amiga más incondicional, desde la muerte de mi padre había asumido también el papel de mi más sabia consejera.

La miré con culpa. Hacía días que la editorial me pedía una respuesta. Querían que me hiciera cargo de un nuevo proyecto: un manual de asistencia sobre temas de pareja, área en la que, en mi calidad de especialista, ya me había vinculado a ellos a través de las columnas que escribía todos los meses para su revista Nueva Mirada.

Y yo dudaba; por un lado no quería agregar una actividad más a mi ya saturada agenda, pero por otro me tentaba la idea de ayudar a más gente. Era la oportunidad de llegar a un público que quizá se resistiera a una consulta con un profesional o que despreciaba la información que pudiera acercarle una revista, aun cuando fuera, como en este caso, la más prestigiosa de las publicaciones.

Sonia esperaba recostada sobre el marco de la puerta.

—Sí, este fin de semana lo decido.

—Parece que han reunido las consultas recibidas en el último mes y te las han mandado para que tengas una orientación sobre los intereses de los presuntos lectores —dijo mientras me extendía la carpeta repleta de papeles.

—Gracias, Sonia, juro que para el lunes lo resuelvo. Si el material me inspira, acepto, y si no...

—Sí... ya sé... si no... les-agradecemos-cortésmente...

Me reí con ganas. Aquélla se había vuelto una broma habitual entre nosotras. Sin motivo aparente, desde hacía un par de años me había convertido en el blanco favorito de cuanta publicación anduviera pululando por el aire. No importaba si eran revistas especializadas en psicología, esotéricas, de interés general, de temática femenina, de comidas, de vinos o dedicadas a la farándula. Todas en algún momento pensaban en una columna sobre temas de pareja y tarde o temprano cada una de ellas me ofrecía colaborar con algunos artículos. El porqué de la elección siempre quedaba en una nebulosa que ni Sonia ni yo habíamos logrado descifrar totalmente. Quizá nuestra última teoría era acertada. Decíamos que las primeras veces me habían convocado por la recomendación de algún ex paciente o colega, o por la repercusión de alguna lograda columna en NM; pero luego, y posiblemente como consecuencia de mi negativa sistemática, me había convertido en «una figurita difícil» y por eso mi colaboración era la más deseada.

Para no caer en la soberbia de despreciar las ofertas ni ignorarlas sin más, habíamos optado por recurrir a la declinación más amable y a los «corteses agradecimientos» que mi asistente siempre lograba transmitir a la perfección.

—¿Necesitas algo más? —me preguntó.

—No, gracias —contesté—, nos vemos el lunes.

Después de que Sonia se fuera, ordené los últimos papeles y me fui a casa.

Apenas abrí la puerta, sentí el placer del silencio flotando en ese encantador aroma «a limpio» que inundaba la casa los viernes cuando Adriana, como cada semana, hacía la limpieza a fondo y enceraba. Me di cuenta de que caminaba de puntillas, como para no arruinar la magia simple del momento, mientras pensaba en lo bien que me vendría una ducha antes de cenar.

La luz que entraba desde el jardín apenas amortiguaba la titilante señal del contestador automático. Cómo me hubiera gustado no ir hacia el miserable aparato y dejarlo encender y apagar su luz inútilmente. Ninguna razón especial, sólo me molestaba la sensación de que muchas de las máquinas que inventamos para servirnos terminaran esclavizándonos o casi...

Había tres mensajes.

Mi familia en pleno informando: Luis avisaba que llegaría a cenar alrededor de las diez, por una reunión de último momento; Patricio, que iba a ensayar con su banda en casa de Sergio, el baterista; y finalmente Renata, que se quedaba a dormir en casa de Pili.

Increíble, pero todo estaba en orden.

«Los astros acompañan», ironicé para mis adentros.

Tenía al menos dos horas, solamente para mí.

Un desprevenido podría pensar que no es mucho, pero ciertamente es bastante más de lo que, en general, una mujer como yo puede esperar a esta altura de su vida, con un marido portador cotidiano de variadas e infinitas demandas personales o sociales, y con dos hijos adolescentes de diecinueve y diecisiete años, llenos de amigos y problemáticas típicas o no tanto, coexistiendo con una actividad profesional intensa y exitosa.

En este contexto el trabajo de ser hija de una madre viuda (incapaz de valerse del todo por sí misma a pesar de haber pasado más de diez años desde el fallecimiento de su esposo, mi padre) y nuera de suegros separados (lo que multiplica por dos los encuentros y festejos de la familia política) es apenas un matiz si se lo compara con la indelegable responsabilidad de ser «la mujer de la casa», a cargo de la salud, higiene y alimentación de todos sus habitantes, incluidos dos gatos y un hámster (único recuerdo de la primera desilusión amorosa de la hija adolescente).

Sí... Dos horas de soledad y silencio eran casi, casi, un fin de semana largo. Decidí sumergirme en el agua de un maravilloso baño de sales, de esas que tenía guardadas en el armario del cuarto de baño desde hacía por lo menos tres años. De paso por la cocina descarté de plano la copa de vino que hubiera deseado, porque no había comido desde la mañana y no quería perderme nada del programa que tenía en mente hasta la cena. Me conformé con un vaso de zumo y me llevé la carpeta con los mails de las consultas para ver si leyendo el material terminaba de encontrarle al proyecto un lugar en mi mente.

La Editorial Pacífico tenía el suficiente prestigio y éxito como para tentarme. Tenía seriedad, un director y colaboradores de excelente nivel. En cinco años, su revista NM se había convertido en la publicación más importante en español de temas psicológicos dirigidos al gran público. Como ninguna otra, la propuesta era un verdadero halago, ya que esta vez se me había contactado debido no sólo a mi trayectoria y experiencia, sino también (estaba segura) a causa del feedback recibido por las columnas ya publicadas. Para hacer más atractiva la propuesta había quedado claro que en estas circunstancias yo tendría absoluta libertad para elegir los temas que más me interesaban y su línea.

Busqué el frasquito de las sales, lo destapé y olí el contenido, también para confirmar que no estuvieran viejas o rancias. ¿Se pudrirán las sales? Tiré un puñado generoso de los grumos turquesa y me metí en el agua tibia.

La temperatura estaba perfecta y las sales olían realmente bien.

«Tendría que haber puesto música», pensé, pero resistí la tentación de arruinar el momento buscando la excelencia.

«Un libro sobre los asuntos que unen y separan a las parejas», pensé. Sonaba indudablemente interesante. «Si aceptara —me dije—, debería comenzar por las cosas que son primeras, como decía Aristóteles. Empezar por la magia de los primeros encuentros, seguir por el amor, el noviazgo, la sexualidad. Continuar quizá con el proyecto en común de la convivencia, y llegar por último a las crisis del matrimonio y los problemas que aparecen con el crecimiento y la partida de los hijos...». Posiblemente sería una buena idea comenzar por ordenar las cartas recibidas en algunos de esos grandes grupos de temas.

Animada por un espíritu organizador, tomé la carpeta y empecé a leer los mensajes. Poco duró mi intención de agrupar las consultas por temas. Para mi sorpresa, todos y cada uno de los mensajes, sin excepción (y los revisé tres veces para convencerme), no hacían más que preguntas sobre las crisis de la pareja y sus múltiples motivos. No era una cuestión de franja etaria, las diferentes edades de los remitentes se ponían en evidencia apenas se empezaba a leer sus preguntas. Unos hablaban de su primer y turbulento enamoramiento, otros de cómo encarar sus repetidos desencuentros de pareja frente a la inquisidora mirada de sus nietos adolescentes.

Los problemas abarcaban los temas más disímiles: desde los celos hasta la indiferencia; desde la insatisfacción sexual hasta la rutina, sin olvidarse de la violencia psicológica y de la otra, pasando por los choques de carácter y, sin duda, la infidelidad.

Todos sabían del amor, o al menos eso creían, lo habían sentido y disfrutado, pero no tenían ni idea de cómo mantenerlo, cómo evitar el sufrimiento o cómo adaptarse a los cambios que el paso del tiempo acarreaba.

«El paso del tiempo», pensé, mientras me observaba los dedos de la mano izquierda que ya mostraban las arrugas correspondientes a casi una hora de inmersión espumosa.

Puse la carpeta a un lado y terminé de ducharme con el impulso de la decisión tomada. Aceptaría la invitación, pero no me dejaría tentar por las urgencias de los lectores. Comenzaría por el principio, como debía. Después de todo, si las crisis aparecían, su origen estaba en el vínculo, en la pareja, en cómo se la elegía y de qué modo se llegaba a ella.

«Sí», me dije, ahora de viva voz, mientras me envolvía en la bata y salía como un bólido directo hacia el escritorio. Me acababa de acordar de que unos meses atrás había escrito una columna que nunca llegó a publicarse, justamente sobre el tema de las elecciones de pareja.

Encendí mi ordenador y busqué en «Mis Documentos» la carpeta llamada «Artículos No Publicados». Al abrirse la ventana, el mouse se detuvo casi automáticamente en el archivo «Elegir pareja». Hice doble clic en él y lo leí:

No hay mapas para ir al encuentro del amor trascendente, pero es indispensable que el otro despierte en nosotros cierto tipo de incondicionalidad.

Este toque incondicional del amor se manifiesta en la sensación de un encuentro de almas, en la atracción, en las ganas de estar juntos... No se puede explicar, es ese bienestar, esa alegría del corazón que se siente por el solo hecho de que el otro esté cerca.

Cuando esa llama arde en nuestro corazón, parece que estuviéramos en las nubes... Pero, claro, no somos puro corazón y no siempre podemos estar en las nubes, también vivimos en forma terrenal, tenemos necesidades, gustos, cautelas y preocupaciones que influyen en la relación. Dicho de otra forma, necesitamos también que el otro encaje en nuestras preferencias. Llamo a esto el aspecto condicional del amor, y resulta difícil y pernicioso ignorarlo por completo. Porque como anuncia el Talmud desde hace más de dos mil años: un pájaro y un pez pueden enamorarse y hasta casarse, pero ¿dónde harían el nido?

Estos dos aspectos del amor, la incondicionalidad con la que se encuentran las almas y la condicionalidad que imponen los gustos y las preferencias de ambos, deben seguir presentes y ser al menos compatibles para que la pareja trascienda.

Al elegir una pareja, en primer lugar, tenemos que dejar que el corazón, el alma, nos guíe y después que la cabeza acompañe, porque a menos que se trate de un pez y un pájaro, siempre es posible llegar a encontrar un terreno en común en nuestros gustos. Podemos acomodar nuestras condiciones, pero no es posible «fabricar» lo incondicional; el encuentro de almas sucede o no sucede.

No es posible establecer proporciones de uno y otro encuentro. Varía de pareja en pareja y, de hecho, es normal que cambien con el tiempo. Por ejemplo, la primera etapa, la del noviazgo, es un terreno propicio para que se desarrolle el encuentro incondicional, pero después, al casarnos y construir un proyecto, formamos un hogar, tenemos hijos, y hacemos planes para el futuro personal y profesional, individual y compartido. Es entonces cuando crecen los aspectos más condicionados del amor: disfrutamos de la sensación de estar remando juntos en el mismo barco y en igual dirección.

Muchas parejas caen en el error de descuidar en estas etapas el cultivo del amor incondicional que habita en cada uno, olvidando los tan importantes espacios donde se disfruta de «hacer nada juntos», especialmente una vez establecidos y conviviendo, cuando el proyecto en el mundo externo no necesita tanto de nuestra atención.

No es casual que aparezcan muchísimas crisis de pareja, como la mayoría de los pacientes denuncian: «Justo cuando lo teníamos todo y podíamos empezar a disfrutarlo». Durante estas crisis todo parece bonito y ordenado, pero si no hay encuentro de almas la vida en pareja se puede volver un gran vacío y la rutina terminará abarcándolo todo.

Terminé de leer y me levanté para servirme esa copa de vino que había postergado. Había escrito aquel artículo varios meses atrás. Juraría que en aquel momento no sentía que podía mirarme en el espejo de esa última frase. Sí, a veces la vida matrimonial podía transformarse en un extenso vacío, una larga rutina como la que me rodeaba, llena de repetidas escenas como la que en pocos minutos tendría lugar en casa.

Luis llegaría cansado y, mientras yo sirviera la cena, la televisión de fondo nos contaría las noticias, los accidentes y las tragedias del mundo. Todo igual que casi cada noche en los últimos años, sucediéndose bajo nuestro silencio o nuestros minúsculos comentarios de color, que ahora mismo no sé si eran o no peores que ese no decir, que tanto decía a gritos de un profundo desinterés.

Era cierto, hacía tiempo que no me entusiasmaba conversar con Luis. Si lo veía desde afuera, pensaría, como todos, que la nuestra era una pareja «atípicamente bien avenida». Era evidente que en nuestro matrimonio cada uno actuaba su parte con solvencia. Muy adulto. Muy correcto. Muy civilizado. Mi vida se iba pareciendo a un círculo que se cerraba sobre cada una de aquellas tediosas noches, como si una soga me rodeara el cuello y poco a poco me fuera dejando sin aire.

A esa misma hora... cada día... sentía invariablemente que el mundo me aplastaba.

Lo peor era mi certeza de que a la mañana siguiente, la historia volvería a repetirse aunque con mucho menos dramatismo. Otro decorado, otra luz, otras palabras. La radio en lugar del televisor, el desayuno en vez de la cena, y en el fondo el mismo argumento.

Luis bajaba, ya vestido y los dos nos sentábamos frente al café y el zumo de naranja. Hablábamos lo necesario y nos despedíamos, ocho minutos después, con un beso desapasionado (de esos que la gente da por compromiso, diciéndose que total, en algunas horas, otra vez, se van a volver a encontrar).

Aunque no lo reconocía, hoy sé que ese beso me provocaba una tristeza tan profunda que yo cargaba con ella el resto del día. Con el tiempo aprendí que si corría o nadaba más o menos rápido, conseguía dejar atrás el tono gris de mi existencia a media mañana.

Mi «fin de semana largo» había llegado a su fin y había que emprender el doloroso camino de vuelta al creciente aburrimiento de lo cotidiano.

Ahora que los chicos se iban volviendo más independientes, la cena nos encontraba casi siempre a solas, como ese viernes en el que «para variar» todo fue como siempre. Luis llegó a las diez y media, comimos sin demasiadas palabras, algunas sobre los chicos, pocas sobre los impuestos y unas más, finalmente, sobre la posibilidad de escribir el libro (su comentario fue que si yo quería hacerlo, estaba bien).

No hubo café. Luis se fue a dormir temprano, no sólo porque estaba muy cansado, sino porque a la mañana siguiente tenía un partido de golf. En cuanto él subió, yo ordené la mesa, limpié la vajilla y me encerré de nuevo en el escritorio.

Busqué la carpeta de los lectores y la copa de vino que allí había quedado. Abrí al azar el mensaje de una mujer de cuarenta y seis años que escribía esta consulta que ahora parece una premonición:

Creo que, en el fondo, mi marido y yo hemos ido perdiendo el auténtico interés que alguna vez sentimos el uno por el otro. Poco a poco todo ha ido perdiendo el viejo sabor. Respecto de los sentimientos, estoy segura de que lo quiero y pienso que también él me tiene cariño, pero nada más. Y lo malo es que para mí no es suficiente. Éste no es el mundo con el que soñé. Me he dado cuenta de que quiero vivir de otra manera. Correcto o no, pretendo para mi vida otras emociones y esto me preocupa. ¿Hay algo que pueda hacer?

Cerré la carpeta y un par de lágrimas resbalaron por mi cara. Claro que esa noche, el amago de llanto no era más que una manera de descargarme, una forma de expresar lo que sentía, un poco empujada, supongo, por los efectos del vino. Las palabras de esa desconocida nada tuvieron que ver con lo que sucedió al día siguiente. O tal vez sí. Quizá por algún extraño sincronismo llegaron a mí justo en ese momento, para ir preparando un camino.