Capítulo 19

POR más que vivamos planificando y pretendiendo controlarnos a nosotros mismos y a nuestro entorno, nada suele suceder como esperamos. Este hecho es tan verificable en la realidad que se parece más a una verdad de Perogrullo que a un pensamiento ni siquiera parecido al intelectual. Y sin embargo, yo, a mi edad, actúo, vivo y siento como si las cosas no fueran así.

Mi relación con Roberto no sólo creció con los meses, sino que se agigantó. Patricio y Renata, al principio algo medrosos, bajaron después las vallas de protección y se aproximaron a él sin prejuicios ni temores. Las afinidades entre los tres no se hicieron esperar y en verdad me sorprendieron. Aquel hombre de mediana edad, sin hijos por decisión propia (según decía para no someter a nadie a su desarraigo permanente), se reveló como un compañero inmejorable, un sabio consejero y una especie de tío amigable y compinche, pero siempre atento a los límites.

Así las cosas, la aceptación de la relación por parte de Luis vino a cerrar un cuadro que me parecía simplemente perfecto.

Como era de esperar, no fue necesario que me sentara con él a hablarle de mi nueva relación. Patricio y Renata se encargaron, cuando estuvieron convencidos de que la relación prosperaba, de darle a su padre pelos y señales. Luis es un caballero y un excelente padre, así que no sólo les dijo que se alegraba por mí, sino que les pidió que trataran de ayudarme para que también yo pudiera manejar mejor aquella situación nueva y disfrutarla mucho.

El año se fue, inexorable e inmejorable.

Vivíamos en esa pareja ideal que yo tanto soñaba. Habitábamos durante la mayor parte del día mundos diferentes, pero los dos sabíamos que había muchos minutos que nos dedicábamos aunque no estuviéramos juntos. Y mucho deseo que aprendimos a postergar hasta la noche. Cenábamos casi cada día y dormíamos juntos los fines de semana, en algún rinconcito de la costa o en su casa o en un hotel de la ciudad (mi casa parecía haber sido excluida por mí de la lista de lugares posibles donde dormir juntos).

Una noche, después de hacer el amor mejor que nunca, me senté en la cama y, como tantas otras veces había hecho, le di un beso y me levanté para irme. Éste no era un motivo de conflicto; Roberto y yo habíamos hablado de que había días en los que yo tenía que amanecer en mi cama, para no complicar mi vida. Pero esa noche, Roberto me tomó la mano y me dijo:

—No quiero que te vayas...

—Roberto... ya sabes que mañana es viernes, que viene Adriana, que he quedado en acompañar a Patricio a su entrenamiento... No me lo hagas más difícil, hoy no, por favor...

—No es hoy, Irene. No quiero que te vayas nunca más.

La verdad es que no alcanzaba a entender el sentido de esa frase. ¿Era un cumplido? Hermoso por cierto. ¿Era una expresión de deseo, de lo que a los dos nos gustaría que fuera posible? ¿Era la ilógica pretensión de que se prolongara infinitamente el maravilloso encuentro de cuerpos y almas que habíamos tenido?

Mi cara debió de ser muy explícita.

—Lo que quiero decir es que me parece que podríamos ya levantar la veda y que pueda quedarme a dormir en tu casa en días como hoy...

«No. No. No...», pensé. ¿Cómo podía hacerme esto? Yo era madre de dos hijos a los cuales adoraba, no podía permitirme el lujo de...

—Si algún día vamos a vivir juntos definitivamente, por algún lugar habría que empezar. No me digas que no, Irene —agregó, adivinando mis pensamientos.

—Me parece que me he vuelto loca —le dije a Sonia en cuanto entré en el consultorio y ella apenas me había dado los buenos días—, anoche decidimos que ya no queremos dormir separados.

—¿Perdón...?

—Sí. A medida que pasan los meses, cada vez nos cuesta más la frustración de que yo me vista en su casa y me vaya a la mía. Está claro que no podría todavía tomar la decisión de convivir, pero quizá sí pueda abrirle la puerta de mi casa sin que los niños se enfaden.

—Bueno... yo me casé con mi segundo marido al mes de conocerlo y hemos vivido hasta ahora veintipico de años bastante buenos...

—Sí, Sonia, pero eso sólo demuestra que siempre has sido tan irracional como yo, por algo nos llevamos tan bien. Sin embargo, una cosa es con menos de treinta y con niños pequeños, y otra con dos hijos adolescentes...

—Y pasados los cuarenta —añadió, solamente para no dejármelo pasar.

Nos reímos juntas.

—Sí... pasados los cuarenta. Pero cómo negarme. No estoy en edad para levantarme de madrugada y salir a la calle para irme a mi casa.

—Podríais dormir en tu casa y que él sea el que se vaya, antes de que todos se despierten, si es eso lo que te preocupa...

—No, Sonia. Creo que no son sólo los chicos. Soy yo. Es un tema de lealtades y asociaciones. Creo que simplemente me costaría mucho estar en esa cama con otro hombre que no fuera Luis. Seguramente es una tontería, pero eso es lo que me pasa.

—Yo entiendo perfectamente lo que me dices. Imagínate si te hubieras llevado a casa a cada uno de tus amantes de este tiempo...

—Pero, Sonia, esto es diferente. Estamos hablando de una relación con futuro. Roberto no quiere que Buenos Aires sea una estación más de su vida nómada. Ya bastante ha tenido con sus viajes. Yo creo que lo que dice es cierto y que busca asentarse de una vez...

—¿Para siempre?

La pregunta de Sonia encendió una luz roja en mi mente, que traté en vano de descartar de inmediato.

Pero esta vez yo no dudaba de su amor ni del mío, era otra cosa, mucho más difícil de predecir.

Roberto tenía deseos ciertos de aquietar su vida, de dejar de una vez de ser un aventurero en busca de imágenes alrededor del globo y sentir la pertenencia. Lo que hasta ahora había sido el sentido de su vida había girado ciento ochenta grados al conocerme. Siempre decía que los chicos y yo le habíamos demostrado que echar raíces podía ser algo gratificante y que sus proyectos laborales bien podían afincarse en un país, una ciudad, una casa.

En los días que siguieron la necesidad de estar juntos y de no posponer lo que queríamos se fue imponiendo. Hablamos mucho sobre cómo seguir, conversamos en profundidad sobre dónde podríamos vivir llegado el momento.

Evaluamos con seriedad los pros y los contras de mudarnos a una casa nueva o vivir todos en casa de los niños, como habíamos empezado a llamarla.

Era evidente que continuar en la casa familiar tenía sus ventajas evidentes: no habría agotadora búsqueda de vivienda, ni ventas de inmuebles adorados, ni mudanza general, todo con su lógico estrés; asimismo las rutinas de los chicos continuarían como hasta ahora, las mías también y, por su parte, Roberto era un hombre súper amoldable, acostumbrado a los cambios, que no tenía reparos en mudarse con nosotros. Pero también suponía un obstáculo que sabíamos que aparecería en algún momento: la presencia virtual de Luis, que había vivido en la casa, había sido mi marido y que era obviamente el padre de los niños. Una cosa era una noche o dos y otra, todo el tiempo y en todo lugar.

Lo más inquietante era que el casi ingenuo «¿para siempre?» de Sonia chirriaba en mis oídos, al menos en dos sentidos. ¿Había decidido Roberto afincarse para siempre? ¿Había decidido estar conmigo para siempre? ¿Sería para siempre? ¿Las dos cosas? ¿Ninguna?

Pensar en convivir con alguien, especialmente después de haber estado casado muchos años y cuando todavía duelen algunas heridas del primer intento, siempre nos arroja a un vértigo del que tratamos de salir como podemos. A mí, como a casi todos, se me hacía un nudo en la garganta no menos de quince veces al día, me quedaba sin aire por los menos siete y me temblaban las piernas el resto del tiempo. Aunque entretanto, me dejaba atrapar por el proyecto, por la adrenalina de haber encontrado el amor y por la posibilidad de que esta vez fuera «para siempre».

Y así llegó el día en que, tal como habíamos planeado, Roberto se quedó a dormir en casa por primera vez.

Para mi sorpresa y confirmando lo que él había predicho, la mañana siguiente, una mañana de domingo, fue de lo más natural. Roberto y yo desayunábamos en el jardín cuando bajaron los niños; Renata primero, Patricio después.

—Buenos días, mami. Buenos días, Roberto —dijo Renata mientras nos daba un beso a cada uno—. ¿No ha llamado papá?

Una naturalidad que no podría decir si me alegró más de lo que me sorprendió o viceversa.

Con Patricio el estilo fue diferente. Apareció en pijama y sólo dijo un «buenaaas», mientras se sentaba todavía medio dormido. Su siguiente frase fue:

—¿No hay mermelada de frambuesa?

Por supuesto que ninguna relación de pareja es un lecho de rosas o más bien todas lo son, si incluimos las espinas en la metáfora. Y la primera espina no llegó por la vía de las dificultades entre nosotros, ni por el rechazo de mis hijos, ni por el fantasma de Luis; llegó trayendo al foco de atención aquella inocente pregunta de Sonia.

Yo debía haberlo sabido. Por más que lo desee fervientemente, nadie cambia su modo de vida de un día para otro.

Dos semanas después de aquella primera noche en casa, la propuesta de un nuevo libro de fotografías golpeó a las puertas de nuestro proyecto para demostrar que la vocación no es un amor que se pueda abandonar de buenas a primeras.

El proyecto suponía un viaje de dos meses por la cordillera de los Andes. Yo nunca he sido una mujer castradora y como sé lo que es amar una profesión, no dije nada. En cualquier otro momento no sólo lo hubiera alentado para que aceptara, sino que incluso hubiera enarbolado, con convicción prestada, la idea de que las esporádicas separaciones bien podrían ser una forma de crecimiento para la pareja. Si Roberto aceptaba indudablemente todo sería así, pero como en cualquier proceso de maduración, el dolor ocuparía un lugar importante y excluyente. Así que esta vez no dije nada.

Roberto decidió no perder aquella oportunidad que, según dijo, había estado esperando toda la vida.

Me avergüenza recordarlo, pero yo, infantilmente, pensé: «¿Y a mí... no me ha estado esperando toda la vida?».

Desde que llegó a su base en Bariloche, se comunicaba con nosotros diariamente. Con nosotros. Con los tres. Todo parecía estar muy en su sitio. Sin embargo, el décimo día después de su partida, comencé a notar en mí algunos síntomas desagradables: me molestaba el entusiasmo con que contaba sus anécdotas, esperaba con ansiedad casi obsesiva sus mensajes de texto o sus llamadas, y apenas podía concentrarme en el trabajo. Y lo peor, desde luego, empezó el día que me envió una foto del equipo, en la que aparecía la imagen de una colega chilena, joven, bonita y agarrada de su brazo. Creí que iba a estallar.

Mi primer impulso fue llamarlo y exigirle que regresara, recordarle su intención sedentaria de meses atrás, emplazarlo para que se decidiera, sólo tenía que elegir entre su vocación (y sus colegas) y yo.

Por suerte, supe frenar a tiempo y meditar, porque no sólo habría sido un acto de una inmadurez absoluta, sino básicamente una batalla perdida de antemano.

Decidí, entonces, profundizar en mis sentimientos antes de hacer cualquier barbaridad de la que, sin duda, iba a arrepentirme.

Mirando hacia adentro, apareció en mí un sentimiento casi olvidado.

Yo lo conocía... eran celos.

Pero no de aquellos celos habituales (aunque quizá allí estaban también, enmascarados), esos que se sienten a partir de la desconfianza en el otro o en uno mismo; no era eso. Mi sentimiento era más sutil y pude identificarlo de inmediato: eran celos de su actividad y de su compañía.

Digo que no me era desconocido porque había vivido algo muy parecido junto a Luis, casi al principio de nuestra relación.

Yo nunca tuve una gran inclinación hacia la lectura. Fui y sigo siendo lectora, pero sólo por períodos. A los pocos años de casados, Luis se reencontró, de pronto, con su amor por la lectura. Había abandonado esa pasión al final de su adolescencia y cuando reapareció, lo hizo con una fuerza inusitada. Comenzó a leer (o releer) los clásicos, continuó incursionando en los autores europeos y finalmente se interesó plenamente por la poesía. Incluso empezó a ir a talleres y grupos literarios. Esa actividad, que por supuesto no tenía nada de malo, me fue dejando, sin embargo, fuera de una parte cada vez más importante de su vida.

El alerta, también entonces, me llegó de su propia boca.

De pronto, noté que había empezado a nombrar a una mujer con la que al parecer compartían los mismos gustos literarios. Inquieta, sin motivo aparente, comencé a preguntarle por ella, y él, sin nada que ocultar, a darme toda la información que yo pedía, como si fuera lo más natural del mundo. Ella era divorciada, escribía poesía, era unos años mayor que él y sólo los unía la pasión por la literatura. Todo estaba en regla... Y, sin embargo, yo me di cuenta de que no llevaba bien la situación. En algún lugar me molestaba que hubiera descubierto una pasión tan fuerte, y en otros, más oscuros, no toleraba que la compartiera con otra persona que no fuera yo. Creo que el hecho de que fuese otra mujer era, por lo menos al principio, sólo un matiz.

Inquieta por el fracaso del absurdo y anárquico concepto de que yo debía ser la única mujer a su lado y cubrir la totalidad de sus necesidades, fui perdiendo mi centro y empecé a agredir a Luis. Al principio con ironías, cada vez menos sutiles, cada vez más hirientes. Él me miraba extrañado mientras me juraba que su relación con aquella mujer era solamente lo que me había dicho.

—Irene, por favor, créeme que es así, puedes venir a las reuniones y conocerla. ¿Cuántas veces te he invitado a acompa-ñarme?

Era verdad. Me había invitado varias veces, pero yo siempre me negaba con un argumento que me parecía y me sigue pareciendo sólido: aquella actividad no me interesaba en absoluto.

En mi interior sabía que yo no estaba actuando bien, que en realidad no tenía argumentos para hacer semejantes planteamientos o escenas.

Estaba celosa y sabía, aunque no se lo dije, que no era por el temor al rollito que podía montarse con ella, sino por el interés que ponía en una actividad que no me incluía.

A veces me pregunto si los celos tradicionales, los comunes, los de todos los días, no son finalmente la expresión del temor a ser excluidos de una actividad de la persona amada, más que el fastidio de compartir su amor.

Con el tiempo, Luis se fue alejando de esa actividad, según él, por su propio deseo y no por mi oposición; y yo, al ver que el asunto se desdibujaba, me fui tranquilizando.

Siempre me repito que no estuvo bien y siempre me excuso diciéndome que ninguna otra cosa podía hacer; y es la verdad, mi actitud no era pensada, nada más me brotaba, ocurría.

Aprendí después que, en una relación de pareja, los celos suelen ser un compañero frecuente que causa desde pequeños a grandes problemas.

Tú, yo y los celos.

Un tercero que molesta algunas veces y provoca furia otras.

Sin embargo, también es cierto que podríamos aprender de ellos. Si tomamos los celos como el disfraz de algún maestro, podríamos recibir alguna de la información que nos traen para mejorar nuestra relación. No es fácil. El mensaje detrás del disfraz es muy distinto en cada caso y único para cada pareja. Es necesario descifrarlo si queremos volcarlo a favor de nuestra relación. Por lo menos en aquellos casos en los que ambos tienen ganas de seguir juntos, es decir, cuando todavía hay pareja y deseos de permanecer en ella.

La mejor y la más constructiva de las preguntas que el celoso puede hacerse es ¿por qué grieta se filtran los celos? Demasiadas veces el que cela está tan ocupado en tratar de descubrir si sus sospechas se confirman que no ve más que el comportamiento del otro dejando de buscar lo más importante: ¿por qué fisura de mi estructura, en qué hueco de esta pareja se ha instalado esta idea?

En toda pareja hay huecos, es normal. La relación no puede llenar todas las necesidades de ambos. Siempre habrá algo que el otro necesite buscar fuera y eso no tiene por qué ser anormal ni preocupante. Somos limitados, no podemos serlo todo para el otro y esto, muchas veces, despierta nuestras propias inseguridades. Aparece el temor de que encuentre a alguien más adecuado, más completo o más satisfactorio que nosotros.

De ahí a la sospecha de que lo ha encontrado hay sólo un paso, nada más que un gesto, apenas una palabra.

Y entonces, como si eso fuera la solución, comenzamos a necesitar, a pedir y a exigir que el otro no nos quite la mirada de encima, que nos demuestre «que lo somos todo en su vida». No es suficiente con ser lo más importante; ciegos de celos, queremos, además, ser «lo único que importa».

Y no es así.

Nunca es así. Por lo menos en las relaciones adultas y sanas.

«No puedo vivir sin ti», cuando no es una metáfora, es siempre la expresión de una grave patología vincular que los terapeutas llamamos co-dependencia.

¿Hasta dónde y en qué medida debería uno buscar lo que necesita lejos del otro, si se quiere construir una pareja sana? Obviamente no hay un patrón confirmado para dar como respuesta, pero es obvio que, si pretendemos que nada sea buscado fuera, algo anda mal, y si todo o casi todo se busca afuera, también algo anda mal.

Siempre habrá alguien que pueda cubrir mejor que nosotros aquellos aspectos que tenemos menos desarrollados o que muy poco nos interesan, pero de ninguna manera esto quiere decir por fuerza que perderemos por ello el amor del otro. Una propuesta que, en general, acercaba a mis pacientes consistía en estar atentos a los celos, pero no para hacer un escándalo ante el otro, sino para tomarlos como señal de aquellas partes que nos quedan por descubrir o que hemos descuidado en nuestra relación de pareja.

Por un momento, me olvidé de Roberto, de Luis y de mi propia situación, y recordé el caso de Érica y Germán.

Al llegar a la consulta, ella estaba todavía muy afectada por la infidelidad de su marido. Se querían mucho y, sin embargo, los dos tenían conciencia de que Germán había ido a buscar afuera algo que no encontraba en la pareja.

Los casos de infidelidad son particularmente delicados, a veces muestran algunas fisuras reparables y otras evidencian que ya no existe pareja.

En este caso, el episodio transgresor había sido dos años antes, pero a pesar del tiempo transcurrido y de que él no daba motivos, ella había quedado muy susceptible y las escenas de celos eran moneda corriente.

Trabajamos los tres para ver cuál era el mensaje que se ocultaba detrás de lo que había sucedido y descubrimos que Érica, poco a poco, se había dejado absorber por su trabajo, una tarea de mucha acción donde debía tomar decisiones siempre urgentes y siempre impostergables. Como consecuencia inmediata en la convivencia, la ternura que siempre había tenido había ido desapareciendo junto con el opacamiento de sus aspectos más femeninos. Germán, detrás de una aparente aceptación, producto de comprender que ése era el trabajo de su mujer, estaba atravesado por un sentimiento de abandono que, como vimos después, reflotaba su dura historia infantil.

Las circunstancias le llevaron a encontrar a una mujer que acarició sus viejas heridas y se produjo lo que él llamaba «el traspié». Germán mismo dejó la relación extramarital antes de que Érica lo descubriera, pero igualmente ella finalmente se enteró y estuvieron a punto de separarse.

A medida que la terapia fue transcurriendo, ella pudo ver que los celos le señalaban cómo había descuidado la pareja y dado lugar a esa infidelidad. Cuando tuvo esa plena conciencia de la parte que le tocaba, pudo bajar su enfado y comenzar la verdadera reconciliación.

Por otro lado, trabajé con Germán la posibilidad de decir lo que sentía y expresarlo con emoción y compromiso dentro de la pareja, ya que eso les daría la oportunidad de remediarlo de una manera mucho menos peligrosa que la de hacer temblar a toda su familia.

En este caso fue posible tomar el mensaje que llevaba implícito la situación y finalmente fortificar la relación. En otros, cuando la vanidad o el orgullo meten su baza, solamente nos quedamos con nuestro sentirnos mal, engañados o estafados, y la relación comienza a verse afectada. Empezamos a vigilar a nuestra pareja porque creemos que sólo se trata de lo que ella hace, sin darnos cuenta de que el mayor alimento de nuestros celos son nuestras carencias e inseguridades. Partimos de la idea de que «si me quisiera, sólo tendría ojos para mí», para concluir que «si sus ojos no son únicamente para mí debe de ser porque yo no valgo suficiente para él o para ella», y de ahí un pasito muy pequeño hacia un pensamiento autodestructivo: «Yo no valgo. Si yo fuera él, elegiría a otra».

Toda relación auténticamente apoyada en el amor está impregnada de libertad. Por lo tanto, limitados como somos, debemos admitir con coraje que siempre estamos expuestos a que el amor se extravíe y que no es posible ni deseable guardarlo en una caja fuerte. A veces sentimos la maravillosa experiencia de fundirnos en el otro, como me venía sucediendo en la maravillosa intensidad de la experiencia sexual con Roberto, pero era estúpido e inútil pretender que ese estado fuera permanente. Pasado ese instante, cada uno debía volver a estar en su propia piel y sentirse bien y seguro en ella.

El amor, que es hijo de la libertad, nace con el riesgo de su pérdida.

En cada momento nos estamos reeligiendo y eso es parte de lo que lo hace emocionante. Pero también es el cultivo para que este hermoso juego se convierta en un suplicio. Cuando por alguna razón transitamos tiempos en los que nos sentimos especialmente inseguros o carenciados, el miedo al abandono se vuelve omnipresente y no nos deja en paz. Entonces comenzamos a ver el peligro en todos lados: una mirada por la ventana, una llamada imprevista o un retraso de algunos minutos pueden ser interpretados por un alma asustada e insegura como el primer signo de un abandono inminente. Nos volvemos posesivos y vigilantes, porque nos damos cuenta de que en efecto somos potencialmente «abandonables», y en el intento de conjurar nuestros miedos terminamos siempre hartando al otro hasta alejarlo de nosotros.

Y allí estaba yo, tratando de serenar mi furia, de ver cuáles eran mis carencias y qué podía hacer para contener mi alma y trabajar sobre mis inseguridades.

Demasiados pensamientos para un hecho aparentemente sin importancia. Tenía que buscar la forma de ordenar mi cabeza. Empezar por formularme las preguntas que siempre proponía a mis pacientes celosos.

¿Qué obtiene Roberto de esa actividad que no puede encontrar a mi lado o en lo que hacemos juntos?

¿Qué podría yo hacer o qué aspectos de nuestra relación había menospreciado o descuidado?

¿Soy capaz de aceptar que Roberto encuentre situaciones de intenso placer fuera de esta pareja y que no me incluyan?

¿Qué le pasa a mi seguridad?

¿Puedo aceptar que no soy todo para Roberto y que nunca lo seré?

A diferencia de otras veces, estas preguntas, lejos de traerme paz, me produjeron más inquietud.

Me arrancaron de los celos, pero me conectaron con la tristeza.

Estaba claro que yo no podía serlo todo para Roberto, de la misma manera que no quería que él lo fuera todo para mí. Lo que no estaba claro era que tuviera ganas de que él se ocupara de hacérmelo saber tan explícitamente.

Estaba dispuesta a aceptar que toda relación se nutre de espacios propios y compartidos, pero no esa sensación de que todos los tiempos propios debían ser compartidos y los espacios compartidos eran totalmente ajenos.

Estaba dispuesta a aceptar que no sería lo único importante de su vida, pero pretendía no ser excluida de ninguno de sus espacios. Nada había en la mía más importante que mis hijos y un día había decidido incluirlo en ese vínculo.

Pero también descubrí que además de los celos por la colega de la foto, acrecentados por la distancia y la ausencia, mi reacción me enseñaba que en gran medida yo aceptaba que Roberto amara la fotografía, como yo adoraba mi profesión, pero era evidente que no aceptaba tanto que se fuera con ella durante dos meses. A pesar de su explicitada decisión de dejar de viajar, él disfrutaba de los viajes tanto como yo de estar en familia, y así como yo me hubiera negado rotundamente a abandonar cualquiera de mis pasiones, de la misma forma tenía que comprender que él no lo hiciera.

«Es sólo una excepción —me dije—, no algo que vaya a suceder cada semana. Se irá, sí, de vez en cuando, pero siempre volverá, no hay abandono...»

Todo eso me decía, tratando de frenar mi impulso de dar por finalizada la más comprometida de mis apuestas. Y hubiera funcionado. De no ser porque un pensamiento se me cruzó sin buscarlo.

Casi los mismos argumentos no habían sido suficientes para evitar que una infidelidad detonara el final de mi matrimonio con Luis, con quien había compartido más de veinte años de mi vida... ¿Por qué razón iban a resultar hoy suficientes argumentos para apostar por una relación?