Capítulo 21
ES inútil, además de poco aconsejable, intentar tenerlo todo bajo control o querer anticiparse a lo que sigue.
En aquella época aprendí que, nos guste o no, lo que la vida tiene para darnos no se detiene a escucharnos, sólo fluye.
Aprendí que un ingrediente esencial de la búsqueda consciente o inconsciente de mi propia «infelicidad» era mi manía de actuar como si pudiera determinar lo que habría de suceder, en lugar de aceptar los impredecibles cambios de la vida.
Hubo una época en que mi pelea era permanente.
Oscilaba entre el trabajo que me tomaba por hacer que todo saliera como yo quería y la energía que gastaba tratando de determinar con precisión en qué había fallado para que pasara lo que pasó. Lo hacía sin darme cuenta de que cuando luchamos contra lo que es, por ser como es, interrumpimos el libre fluir de los acontecimientos y evitamos que la situación pueda evolucionar hacia mejor.
Aprendí que la felicidad tiene mucho que ver con la aceptación y la infelicidad con la distancia entre las expectativas y el camino que toma la vida.
Aprendí que la vida nunca responde a todos nuestros deseos ni se ajusta a corresponderse con nuestros méritos.
Aprendí que la realidad nos golpea a cada momento mostrándonos que nada se puede atesorar, pero también nos acaricia cuando comprobamos que siempre podemos comenzar una vez más, con lo nuevo que la vida nos trae.
Por eso es preciso aceptar que pasó lo que pasó y soltar «lo viejo».
La felicidad tiene que ver con admitir sin excepciones que no podemos cambiar el pasado, aunque ciertamente podemos cambiar la forma en que interpretamos eso que pasó.
Me acuerdo de aquel ejercicio que alguna vez me recomendó mi terapeuta. Consistía en hacer una pequeña lista de los hechos que no aceptaba de mi vida. Yo había anotado cosas del estilo: «Mi madre debería haber sido más demostrativa» y «mi padre debería haber respetado más nuestros gustos y preferencias».
Después debía intentar desprender de cada hecho la etiqueta de «desgracia» y encontrarle a cada situación alguna consecuencia positiva. Diría hoy: «Gracias a que mi madre no era demostrativa, yo pude dejar antes la casa de mis padres».
En aquel entonces no fue para nada sencillo. Me había contado tantas veces la historia de mis infortunios que me costaba renunciar a ella como justificante de mis dificultades.
La última parte del ejercicio era, con todo ese material, escribir una «autobiografía positiva».
Podríamos construir una lista de todas nuestras habilidades, recursos y aprendizajes, y descubrir, si nos atrevemos, cómo cada uno de ellos es consecuencia y resultado de las heridas, lastimaduras, frustraciones, desengaños y rasguños de cada época de nuestra vida.
Recordando el concepto, a veces invito a mis pacientes a que cuando la vida despliega sus naturales zancadillas (darle un golpe al coche, estar en un atasco que nos haga llegar tarde, hacer una inversión que resulte un pésimo negocio), se atrevan a relatarme el hecho desagradable añadiendo la frase:
Para aprender a... o
Para darme cuenta de que...
Suena trivial, y posiblemente lo sea, pero el ejercicio puede ayudarnos a salir de la no aceptación y del papel de víctimas.
Como Estela había comprendido, las parejas duraderas se basan en apoyarse en los aspectos positivos del otro aceptándolos de buen grado íntegramente, acomodándonos constructivamente a aquellos aspectos que menos nos gustan.
Parece algo obvio o elemental, pero la no aceptación de la forma de ser del otro, aunque no se verbalice, es fuente eterna de conflictos. Aunque aceptar que el otro es quien es no signifique que nos guste o que estemos de acuerdo; significa reconocer que así son las cosas y resistir la tentación de tratar de cambiar al otro o imponer nuestro criterio.
Toda esa cadena de pensamientos no iba a ser inútil. En cuanto Estela dejó el consultorio, Sonia me pasó una llamada.
Era Roberto.
—Hola, cielo —me dijo.
¿«Cielo»? Nunca me había llamado «cielo».
—Qué bonita sorpresa... ¿Cómo estás?
—Muy bien. Muy pero muy bien. Esto es alucinante.
—Qué bien... ¿Has hecho las fotos que esperabas?
—Algunas... Por eso te llamo.
No quería adivinar por dónde iba lo que seguía...
—Me ha costado mucho tomar esta decisión, porque te echo muchísimo de menos... Pero voy a tener que prolongar un poco el viaje...
—¿?
—Serán solamente cinco o seis semanas... Por favor, no te enfades... Compréndelo, quizá sea mi única oportunidad...
—¿?
—Hola, Irene, ¿me escuchas?
—Sí, claro. Entiendo... Dices que «tienes» que hacerlo... ¿Por qué «tienes» que hacerlo?
El teléfono hizo un ruido extraño. Roberto no contestó a mi pregunta. Quizá no la escuchó, quizá no quiso responderla.
En medio del ruido de la línea escuché que me decía:
—Te escucho muy mal... Estoy en la montaña... Te llamo mañana o pasado, cuando encuentre un teléfono... Te quiero mucho... Por favor, no te enfades... Te mando mil besos...
Y luego la comunicación terminó.
No me enfadé. Pero la tristeza impidió que disfrutara siquiera de uno de los mil besos que Roberto me había mandado.
Yo podía entender, pero ¿comprender?
Comprender es con el corazón y mi corazón no podía acabar de asimilar la conversación.
Resonaban en mis oídos algunas palabras:
Cielo... Muy pero muy bien... Tengo que hacerlo... ¿No te enfades?
Roberto y yo éramos diferentes, muy diferentes.
Y de eso se trataba, de aceptar que Roberto y yo éramos diferentes.
Los celos eran míos, las inseguridades me pertenecían y el deseo de que estuviéramos juntos, más allá de cualquier logro profesional, también.
Suya era la decisión de quedarse, el deseo de arriesgar lo que habíamos construido, la prioridad de la pasión por su principal amor, su profesión.
Sin duda era una elección, la suya.
Ahora restaba la mía.
«¿Te compensa?», le había preguntado a Estela, y me había dicho que sí.
«¿Me compensa?», me pregunté.
Yo también me tomé un tiempo para contestar. Había mucho para evaluar.
Quince minutos después, con lágrimas en los ojos pude contestarme.
«No. No me compensa.»
Me quedé en silencio, mirando nada por la ventana, quién sabe cuánto tiempo.
Después Sonia golpeó la puerta y entró.
—Creía que te habías quedado dormida... —me dijo. Y al verme los ojos preguntó—: ¿Estás bien?
—Sí... estoy bien.
Sonia lo entendió inmediatamente, no estaba bien, pero no quería hablar de ello. Así que aceptando mi respuesta a medias me dijo:
—Tengo a Luis al teléfono. Le he dicho que no sabía si estabas con un paciente porque había bajado un momento, ¿quieres que le diga que llame después?
—No —contesté sonándome la nariz—. Pásamelo... Gracias, Sonia.
Quizá no debería, pero me gustó que fuera una llamada de Luis la que me ayudara a interrumpir tanto moco.
—Hola, Luis.
—Hola, Irene. Disculpa que te interrumpa, pero quería preguntarte si te molestaría que pase a buscar a los niños un poco más temprano. Quiero llevarlos a comer a un lugar al que sólo se puede llegar temprano... ¿Te va bien? ¿No te complico?
Iba a decirle que, últimamente, él era el único que nunca me complicaba. Hubiera sido cierto, pero preferí callármelo.
—No, no me complicas... para nada.
Luis me conocía, aún más que Sonia.
—Irene... ¿Qué pasa?
—Nada... —dije—. Nada.
No es que no quisiera contárselo, es que simplemente me pareció que no tenía derecho.
—Irene, si no quieres contármelo, está bien, pero dime que no quieres contármelo y ya está; aunque sólo sea para impedir que me dedique a rellenar lo que no dices con catástrofes imaginarias... Ya sabes tú que es una de mis especialidades.
Me hizo reír.
Como siempre... Allá lejos, cuando acabábamos de conocernos, fue él quien me enseñó a tomarme la vida con más levedad, a no hacer un problema de cada cosa.
—Me parece que lo de Roberto no funciona...
—¿No estaba fuera? ¿Ya ha vuelto?
—No, todavía no ha vuelto y me acaba de llamar para contarme que su viaje se va a prolongar un mes más de lo que teníamos previsto...
—Ahhh —dijo Luis, con auténtica pena. Él sabía lo que yo podía estar sintiendo, pero esperó con mucha cautela por si yo quería seguir hablando.
—No quiero vivir esperando a alguien que me dedique «todo el tiempo que le sobra»...
—No te enfades con él por eso, Irene. Tú me enseñaste esto. Eso te deja centrada en él, en lugar de centrarte en ti.
—Es que no es lo que él y yo habíamos acordado, Luis, me siento estafada, no tenida en cuenta, una vez más... Abandonada.
Dudé antes de la última palabra, porque la frase que me venía a la boca era «una vez más no elegida», y ese texto era tan referencial a nuestra historia que no quise.
—Creo que comprendo lo que te pasa —me dijo con mucha suavidad y contención—. En todo caso sugiero que no te apresures en la decisión. Tómate el tiempo que necesites. Hagas lo que hagas, que no sea por un impulso, por favor...
Mi último paciente tocó el timbre.
—Tu paciente... —dijo Luis al escuchar el sonido de la campanilla a través de la línea.
—Sí —dije recomponiéndome—. No hay problema con lo de los niños... Hablamos.
—Claro. Hablamos...
No se trataba de erradicar mis sentimientos, sino de trabajarlos, de observar «toda» nuestra relación y no sólo una parte, de elegir posar la mirada en otro sitio, de regresar a mi centro.
«No te apresures», me había dicho Luis, y así lo hice.
Mientras Roberto viajaba por la cordillera andina y se sumergía en la historia de nuestros pueblos originarios, yo realicé otro periplo no menos histórico y subterráneo por las profundidades de mí misma, asida ahora a la confirmación de que también en este asunto había una persona con quien podía contar, y otra vez era Luis.
Sin que yo fuera a buscarlos, los famosos versos del poema «Profecía»,[1] que siempre había despreciado por cursis, aparecieron en mi mente...
«Del que sin ser tu marido,
ni tu novio,
ni tu amante,
es el que más te ha querido...
Con eso tengo bastante.»
Así eran las cosas. Luis no era mi marido, ni mi novio, ni mi amante, pero ciertamente nadie me había querido como él me quiso... Y de eso estaba segura.
[1]Rafael de León (1908-1982).