Capítulo 9

SOBRELLEVAR una separación siempre, siempre es difícil. Lidiar con las propias angustias e incertidumbres, tratar de calmar las de los hijos (especialmente si son adolescentes), reconstruir una mínima rutina más o menos operativa y, en fin, hacer lo posible para no quedarse fuera del mundo enfrentándose a las dificultades al menos dignamente.

Y hoy creo, por experiencia, que cuando todo esto le sucede a una mujer de más de cuarenta años, la dificultad se vuelve una odisea.

Ahí estaba yo, haciendo lo que podía, lo mejor que podía; con Patricio más monosilábico que nunca, si es que eso era posible, encerrado con su música, conectado a Internet como un bebé a la teta, sin mucha más comunicación que un «hola-adiós» y un beso que cada vez más era mi exclusiva responsabilidad. Literalmente tenía que arrancárselo si quería recibirlo de él, porque ya quedaba claro que, a esas alturas, «besar a mamá» no le gustaba nada, pero nada de nada. Renata, en cambio, interpretaba en aquellos tiempos un rol completamente diferente y de alguna manera inesperado. Ella «se hacía la superada», la que estaba de vuelta. Con la ventaja que le daba, según su propia explicación, ser la última de su grupo en vivir la separación de sus padres, pretendía todo el tiempo hacernos creer a los demás que ella lo tenía muy claro, que nada de lo sucedido la afectaba porque después de todo «no tenía que ver con ella», y que éste era un episodio inevitable en la vida de cualquier adolescente del entorno socioeconómico al que nosotros pertenecíamos...

Por supuesto que yo me daba cuenta, más por madre que por terapeuta, de que detrás de tanta autonomía, independencia de criterio y hasta indiferencia, había mar de fondo. Un fondo del que las cosas más desagradables podían emerger en cualquier momento, y para las que debía estar preparada, además de andar con pies de plomo, para no producir la inevitable eclosión antes de tiempo.

Estaba clarísimo que no era el momento de que yo apareciera acompañada de otro hombre diciendo con una gran sonrisa: «Éste es mi amigo Fulano». Y si bien no había habido nada entre nosotros (más que aquel encuentro en la muestra de Andrade), yo, aunque desacostumbrada, podía reconocer todavía con claridad las señales de mi cuerpo: la piel erizada, una pequeña perturbación instantánea, un breve pero intenso cambio en el ritmo de las pulsaciones al pensar en el encuentro... Éstas eran siempre señales inequívocas por lo menos de una fuerte atracción.

Lo cierto es que fui posponiendo sutilmente mi reunión de trabajo con Nicolás Mendigur. Un encuentro sobre esa base, por más marco profesional que quisiera darle, haría que otra situación fuera posible. Y por lo dicho, yo no tenía ninguna intención de romper el delicado equilibrio por el que transitaba lo cotidiano.

Cuando finalmente no tuve más remedio que contestar a una de sus llamadas para concretar una fecha, no fui tan tonta como para negarme de lleno, pero utilicé ese antiguo código que todos los hombres comprenden, el de un «no» que presume un «sí». Le dije que me encantaría sentarme a charlar con él, pero que acababa de separarme y que por lo tanto no era para mí un buen momento como para encarar un nuevo compromiso. Estaba claro que yo me refería al libro que me había propuesto, pero también que en el aire quedaba flotando un «algo» más que profesional entre los dos, del que nunca hablamos pero que estaba implícito.

Por supuesto, Nicolás entendió a la perfección el doble sentido del diálogo y avaló tanto mi ambivalencia como mi necesidad de tiempo. Con el tono de voz y la claridad que sólo tiene quien sabe que lleva la partida casi ganada, se limitó a decir: «Comprendo... Lo que menos quiero es traerte problemas. Tienes mi número. Cuando tú quieras me llamas. Ojalá sea pronto...».

Yo me quedé con el teléfono en la mano, esperando el clic del corte de la comunicación, mientras pensaba en todo lo que debía hacer aprovechando este impasse que la vida me regalaba.

Lo segundo posiblemente sería recuperar mi relación con el arte y la pintura, pero lo primero era recuperarme a mí...

Debía trabajar conmigo interior y exteriormente para dar por terminada mi pareja con Luis.

Hacer una verdadera despedida.

El adiós definitivo que me debía y del que me había estado escabullendo, sumergiéndome hacia afuera en múltiples actividades y hacia adentro en la tentación de los reproches, en la negación del dolor y hasta en el odio ilógico que parecía invitarme a que simplemente pasara de página y recortara de mi vida la figura de Luis para tirarla a la basura.

Porque dar por finalizada una relación de pareja o un matrimonio y separarse físicamente es sólo la cara visible de un divorcio. Hacer que nuestra alma se despida de lo que fue y de lo que no fue pero podría haber sido implica mucho más y suele ser el rostro desatendido de este tema.

Como alguna vez le había dicho a Estela, mi paciente: «Si la despedida del alma no ocurre, si no consigues “soltar” a la persona de la que te separas, nada puede volver a funcionar debidamente. Podrías por supuesto acercarte a otro hombre y disfrutar de su compañía, podrías incluso enamorarte y hasta decidir construir una nueva pareja, pero por mucho que lo esperes y lo de-sees, hasta que no te despegues del vínculo anterior, difícilmente encontrará tu corazón las condiciones para abrirse al verdadero amor».

Sólo después de dos años de su ruptura matrimonial, ella había comenzado a cuestionarse su soledad. Siempre recordábamos sus sesiones de los primeros tiempos después de su separación... «Esto no da para más —decía Estela sesión tras sesión—, necesi-to rehacer mi vida, olvidarme de él, dejar de sufrir. Desde ahora, borrón y cuenta nueva. Quiero dar este paso y empezar ya mismo una vida diferente.»

Era evidente que detrás de esas palabras estaba la fantasía de que abandonar la convivencia era como una mudanza, como una fiesta de graduación o como un «re-nacimiento». En realidad en ese momento Estela sólo empezaba a escribir el que en todo caso sería el último capítulo de una importante parte de su vida.

Y esto se debe a que la distancia física es una parte importante del proceso de una separación, pero no es la única. Con frecuencia no es la más difícil y por supuesto nunca es el principio del fin. Todo comienza mucho antes y termina mucho después de la decisión de no convivir. Empieza a gestarse cuando el terreno de la pareja se vuelve árido y cuesta arriba, cuando la magia se pierde y no hay manera de recrearla. Se instala cuando los dos perciben que la relación lastima y la vida en común sólo trae complicaciones, sufrimiento o tedio. Y entonces, siempre, al darnos cuenta de que algo se ha roto, caemos en el error de creer que la separación podrá por sí misma darnos finalmente lo que tanto necesitamos.

Pero una separación no es un acto reparador y mágico, sino un camino a veces doloroso que es preciso recorrer antes, durante y después del final de un vínculo, tanto más si la relación ha sido importante para nuestro corazón y trascendente en nuestra vida.

Con demasiada frecuencia, como en el caso de Estela, sucede todo lo contrario; el minuto siguiente a una separación cohabita con todas esas dificultades y complicaciones en las que no pensábamos un minuto antes y que traen a nuestra mente la idea de que deberíamos ocuparnos de rescatar esa relación, de que es posible comenzar ya mismo, de que siempre podríamos construir una pareja distinta con la misma persona.

Es cierto que otras veces, como me había pasado a mí, la persona que se separa comienza por experimentar, al principio, una fascinante sensación de libertad y la apertura a un mundo de infinitas posibilidades antes vedadas. Pero luego, más tarde o más temprano, algo sucede y la historia de lo vivido y compartido vuelve a pesar otra vez.

Cuántas veces tuve que disimular una sonrisa frente a esos hombres y mujeres que en proceso de divorcio llegaban a mi consulta o a la de otros colegas diciendo algo parecido a «quiero que me lo quite de la cabeza», como si la ayuda consistiera en abrir el cráneo y «extirpar» la imagen, las emociones o el recuerdo de la antigua pareja para que el consultante pueda rehacer su vida. Cuántas veces me reí a solas imaginándome a mí misma vestida de cirujana, con botas, bata y mascarilla quirúrgica y en lugar de bisturí, un enorme desatascador en la mano.

Abordar la separación con esta mentalidad «quirúrgica» alimenta una expectativa que sólo trae desilusión. En el alma no existe el olvido. Dicho de otra manera, nada, por desagradable o doloroso que sea, se puede borrar voluntariamente ni extirpar como haríamos con un apéndice gangrenado.

Como siempre nos decía Jorge Bucay en los grupos de entrenamiento: «Uno puede amputarse una pierna para que no le recuerde los lugares que pisó, pero después de hacerlo el recuerdo vendrá, de la mano de la presencia de esa ausencia». Para él, un vínculo íntimo como el de la pareja, pensado en origen para ser eterno, muy difícilmente se termina del todo, y nunca cuando hay hijos. Yo no sé si es así, pero estoy segura de que, si uno quiere reabrirse al amor, deberá dedicar mucho tiempo y atención al proceso para lograr que la relación que terminó quede inscrita lo mejor posible en su interior.

Es casi sencillo comprenderlo en teoría, pero siempre se hace difícil ponerlo en práctica. Primero, porque para eso ambos tienen que estar de acuerdo y en general dos que se han separado creen, prejuiciosamente, que no pueden ni podrán estar de acuerdo en nada, nunca más. «Si creyera que puedo ponerme de acuerdo respecto de esto con mi mujer, nunca me habría separado», me decía irónicamente Marcelo, uno de mis pacientes. Y lo creía a pie juntillas.

Segundo, porque desde todas partes, los que se enteran de la separación se apresuran a enviar mensajes «de ayuda» («salvavidas de plomo», digo yo). Empiezan palmeando «funerariamente» la espalda del recién separado, siguen diciéndole «que hay que pasar página», que su matrimonio «ya se acabó» o que debe asumirlo de una vez y terminan instándolo a «rehacer» su vida lo antes posible...

Menudos consejos...

Lo cierto es que después de una separación —en especial si fue tormentosa— quedan guardados sentimientos que necesitan expresarse.

Primero por el dolor de sentirnos injustamente maltratados, humillados, engañados o abandonados. Después porque el en-fado reprimido (la mayoría de las veces en el intento de evitar el divorcio) nos ha dejado varados en el lugar de víctima «involuntaria» de las acciones del otro, generando paradójicamente un resentimiento que si no se resuelve se transformará en rencor. Y en última instancia porque siempre nos cuesta dejar lo que amamos y casi preferimos aborrecerlo, en la sospecha de que así se hará más fácil la partida.

Entonces, doloridos, lastimados y llenos de odio, buscamos sosiego por el camino equivocado: queremos vengarnos, hacerlo sufrir y, por supuesto, antes, después o durante, borrar a quien fue nuestra pareja del mapa de nuestra vida.

«Para mí, de ahora en adelante, no existe», decía Estela, sin advertir que el ex marido formaba parte indisoluble de su historia pasada.

«Para mí es como si hubiera muerto», me encontré afirmando yo misma un día, por teléfono, hablando con Sonia. Furiosa, infantil, ingenua. Como si no supiera que Luis era el padre de mis hijos y que lo seguiría siendo de por vida. Como si no fuera el hombre con el que había vivido, dormido, comido y, sobre todo, junto a quien había despertado cada mañana durante más de veinte años. Los silencios de Sonia siempre son, para mí, tan significativos como sus palabras. Y cuando Sonia no contestó, mi frase retumbó en mi cabeza y me di cuenta de que estaba equivocando el camino. Ciertamente, si no conseguía superar ese tipo de sentimientos me quedaría anclada al enfado y Luis, al que supuestamente quería olvidar, aparecería a cada instante, perturbándome cada vez más.

Me daba cuenta en mí de lo que tan fácilmente podía ver en los demás. Es difícil poner fin a una pareja. Es difícil despedirse. Preferimos, conscientes o no, quedar ligados, aunque sólo sea por el odio. Lo hacemos aun sabiendo y sintiendo que ese sentimiento nos enferma simbólica y efectivamente.

Muchas veces había hablado y escrito sobre la necesidad de superar estas neuróticas contradicciones. Nos separamos de alguien con quien no podemos seguir porque el fastidio que nos produce su actitud, su compañía o su mera presencia nos impide, decimos, disfrutar de la vida compartida... Y sin embargo, unas horas después nos aferramos a esos mismos sentimientos, sabiendo o intuyendo que ellos, de alguna forma, conseguirán mantenernos unidos a lo que no podemos, no sabemos o no queremos terminar de despedir.

Ahora, enfrentada yo misma a ese dilema, me encontraba preguntándome si era posible hacer lo que era necesario hacer. ¿Cómo podía despedirme de alguien que hasta hacía nada parecía omnipresente en mi vida?

Me gustara o no, lo sucedido estaba dentro de mí y el rastro dejado por Luis en mi vida también. Sólo cabía aceptarlo. Porque si algo me diferenciaba de Estela y de tantos otros pacientes era mi certeza de que, aunque fuera posible borrar una parte de mi vida, ésa o cualquier otra, elegiría no hacerlo. El vacío que dejaría el eslabón faltante, el hueco, el agujero, sería siempre un obstáculo para conseguir la paz interior que define para mí la verdadera felicidad. Nadie puede sentirse «pleno» si se sabe incompleto.

Necesitaba, pues, aceptar nuestra historia, la mía y la de Luis, aceptarla sin pelearme con ella.

Aunque eso le pareciera a otros una especie de resignación.

Aunque eso pudiera ser injustamente interpretado por mi más soberbia mirada como un gesto de debilidad.

Se trataba de reconocer lo inevitable: asumir lo sucedido, simplemente porque así había ocurrido. Podía no gustarme y de ninguna manera querría repetirlo, pero cualquier otro camino me llevaría, sin lugar a dudas, hacia una batalla perdida, la de luchar contra el pasado, gastando energía en el inútil trabajo de querer cambiar lo pasado.

Era estúpido embarcarse voluntariamente en una tarea como la de Sísifo, llevando hasta la cima la pesada piedra que, por designio de los dioses, irremediable e indefectiblemente rodaría hacia abajo, cuando pareciera que hemos conseguido llegar arriba...

Pero saber que algo es estúpido no es suficiente para conjurar nuestra estupidez, y mis argumentos más evolucionados no conseguían frenar mi tendencia a pretender negar algunos hechos o a querer borrar algunos recuerdos. Día a día, me descubría embarcada en el absurdo intento de torcer el pasado para terminar así con el dolor asociado a ese allí y a aquel entonces.

Está claro que la negación tiene su inteligencia interna. No en vano es para muchos el mecanismo de defensa preferido de nuestros aspectos neuróticos. Cuando lo ponemos en marcha y cerramos los ojos a la realidad o al recuerdo, en un principio y aunque sea momentáneamente, conseguimos un pequeño alivio; aunque sea aparente, aunque sepamos, sin querer saberlo, que el precio a pagar después será infinitamente más caro.

Negando que, de hecho, yo estaba separada de Luis y que por lo tanto ya no había razón que le diera sentido a seguir con mis reproches o reclamos, una noche, mirando la televisión sin ver, empezó a parecerme muy importante determinar quién tenía razón, quién había actuado mal, quién era el responsable de todo lo sucedido (y no quería saber nada de responsabilidades compartidas). Era como si pensara que entablar una lucha vindicativa y establecer que yo estaba del lado de los buenos o de los justos serviría de algo.

En el fondo uno sabe que aunque lograra que un tribunal universal declarara su inocencia y la total culpabilidad de los demás, eso no evitaría la tristeza, eso no borraría el dolor de la pérdida. Está claro que el juicio de la razón casi nunca es un instrumento eficaz en cuestiones del corazón.

Todavía hoy me sorprende tanto como me indigna la morbosidad de ciertos reporteros de televisión, cuando ponen a los familiares de la víctima de un asesinato frente a las cámaras preguntándoles a bocajarro qué querrían que le pasara al asesino.

Lo más importante en el proceso de un duelo es aprender a enfrentarse con la ausencia de aquello que no está, es tolerar la impotencia frente a lo que se quebró, es hacerse fuerte para soportar la conciencia de todo lo que no pudo ser; ésta es la esencia del dolor que subyace a una pérdida y más allá de cualquier comprensible y necesaria catarsis, no se puede aliviar reclamando justicia, ni se puede sanar consiguiendo condena.