Capítulo 16

CUANDO llegué al consultorio, ya me esperaba Estela, que a pesar de la diferencia de edad que tenía con Patricio, no había estado tan lejos de sus vivencias, aunque gracias a su terapia había avanzado bastante.

Al menos, ya no se negaba al amor. Hacía poco más de un mes que había comenzado una relación de pareja, desbaratando los mil y un mecanismos que la frenaban para enamorarse, y atravesaba ahora la etapa del fin del enamoramiento y del inseguro nacimiento del amor. Estela, como todos, trabajaba duramente para realizar el tránsito con éxito y mi tarea consistía en ayudarla a lograrlo.

—Ya sé que el mundo idílico en que vivíamos no puede durar para siempre, no soy tonta. Pero tengo miedo. Ahora veo detalles en Daniel que antes pasaba por alto, y aunque todavía no me doy cuenta de si a él le sucede lo mismo, si no le pasa, le va a pasar.

—¿Qué parte de ese mundo es el que no puede durar para siempre? —le pregunté.

—El enamoramiento, la locura sublime de vivir el uno para el otro, la etapa de deslumbramiento ciego. Y me preocupa también que haya sido tan breve. Yo me acuerdo que, de joven, estas sensaciones me duraban meses y meses. Ahora hace seis semanas que salimos y ya siento que empieza a esfumarse la magia. La desilusión es cada vez más rápida.

—Creo que podrías tomártela constructivamente, ¿no te parece?

—¿Constructivamente? Con algo que desaparece no se puede construir —replicó Estela.

—Puede ser la puerta al amor.

—No te entiendo... Lo que percibo en Daniel me desilusiona, lo mismo que con mi ex. Yo sé que es otra cosa, que no es lo mismo, que es otra relación y que lo que veo son solamente detalles sin importancia, pero los detalles se van sumando, y no me gusta. Por ejemplo, me doy cuenta de que no tenemos los mismos gustos en casi nada, ni en cine, ni en música, ni en libros, ni siquiera en el tipo de comida. Yo adoro el aire libre, la gimnasia y los deportes, y él es súper sedentario. Cuando para mí el día acaba de empezar, para él ya está terminando...

—Pero la «des-ilusión» es una gran cosa —aduje, haciendo caso omiso de la lista de diferencias que Estela tenía con Daniel—. Cuando nos deshacemos de la ilusión, es decir de la idea de lo que es el otro, comienza la real posibilidad de que el amor suceda, porque el amor sólo se da entre dos personas de carne y hueso y no entre dos ilusiones. ¿Te acuerdas del libro que proponía la necesidad de aprender a «amarse con los ojos abiertos»?

—Sí, pero... ¿y si no me gusta lo que veo?

—¿Por qué podría «no gustarte»?

—¡Porque es tan diferente! —Explicó Estela—. Últimamente me parece que somos como el agua y el aceite; me cuesta aceptarlo, pero no hay caso. Para mí el amor tiene que ser natural, un fluir perfecto, como dos piezas de un rompecabezas que encajan exactamente.

—¿Alguna vez viviste algo así?

—Yo, no. Pero me lo imagino...

—¿No será una idealización tuya del amor?

—¿Quieres decir que la perfección no existe?

—No sé si existe o no, pero sí sé que el amor, en general, da trabajo, porque no se construye de ilusiones o de sometimientos. Sólo es posible entre dos seres libres, únicos y por lo tanto diferentes. Poder albergar las diferencias es una de las cualidades del amor. Porque si el otro aceptara parecerse al papel que yo le he adjudicado, a la larga terminaría dejándolo, porque nadie puede estar en pareja con una marioneta. Sería como enamorarse frente a un espejo, pero peor. Las diferencias y la confrontación son mucho más necesarias de lo que te parece.

—Pero son duras...

—Por supuesto, entregarse al amor implica trabajo y riesgo, porque el amor pleno sólo se da entre dos personas plenas, abiertas.

—¿Y si no me gusta lo que es? —tentó de nuevo Estela.

—¿Es ésa tu verdadera preocupación?

—¿Y si no le gusto? —dijo ahora franqueándose.

—Muy bien... —le respondí festejando con sinceridad su darse cuenta—. Ése es el punto central. Para dar paso al amor es imprescindible que cada uno se conecte, se abra a sí mismo. Necesitamos estar presentes y listos para mostrarnos, sin escondernos detrás de los roles habituales que usamos. Entregarnos, confiar. Dejar de debatirnos entre el impulso de abrirnos y exponernos, y el miedo a ser dañados o desqueridos. Cuando nos abrimos al otro comienza la posibilidad de que él o ella no estén allí para nosotros. Y el primer paso es la decisión de correr ese riesgo. Ésta es la pelea secreta.

—Pero es terrible dar ese paso.

—Daniel parece haber empezado...

—No te entiendo.

—Él se está mostrando como es, aun a riesgo de que no lo aceptes, de que no lo ames. Podría elegir otro camino, no abrirse, complacerte, volverse intrigante... Cualquiera de esas actitudes podría servir para conseguir lo que quiere, es decir, ser amado. En cambio toma el camino más difícil, quizá sabiendo que es el único que puede derivar en el amor...

—¿Qué tiene de malo querer complacer al otro, si eso hace que estemos bien? Por ejemplo, cuando empezamos a salir, yo sabía, por una amiga, que a él le encantaban las pelirrojas, entonces, ¡zas!, aparecí espectacular, con esta cabellera estilo Rita Hayworth, y él está encantado...

—¿Y a ti, te gusta ese color?

Estela se quedó pensando un momento y después respondió a regañadientes:

—No me molesta... Si a él le gusta...

—A ti, ¿te gusta o no?

—Bueno, en realidad, se me complica un poco mantenerlo. No tanto por el color sino por el tipo de peinado. Yo practico natación, imagínate, el presupuesto de peluquería se me ha triplicado.

—Pero ¿te gusta?

—No —aceptó finalmente—, pero estamos en lo mismo de antes... Si me lo quito y después no es lo mismo para él, ¿qué hago?

—Estela, nadie quiere ser poseído ni ser objeto de ninguna estrategia. El amor va más allá. Como te he dicho, para llegar a él hay que mostrarse, dar ese paso ineludible. Si Daniel te va a amar, no va a ser por tu esplendorosa cabellera pelirroja. Si tú lo vas a amar no será porque él finja que adora ir al gimnasio contigo todos los días. Os vais a amar sólo si sois quienes sois y os mostráis de esa manera.

Estela se fue. Ella no estaba demasiado convencida, pero a mí me tranquilizaba darme cuenta de que, a pesar de sus resistencias, iba por buen camino. Un camino que a cualquiera le convendría recorrer, sin dudarlo, incluida yo, por supuesto.

—Te he pedido una cita en la peluquería —me dijo Sonia, cuando nos quedamos solas.

—Premeditación y alevosía —le dije, sabiendo el fin ulterior de tanto interés por mi peinado y convencida de que no me equivocaba.

Ella sonrió por lo bajo y salió del consultorio sin responderme.

Yo la seguí, sobre todo porque no me gusta que me dejen con la palabra en la boca.

—Lo has hecho a propósito —la increpé.

—Por supuesto —aceptó Sonia—. La exposición me ha parecido una excelente oportunidad para que conozcas a Diego.

Seguramente había estado aguardando esa oportunidad durante meses...

—Pero yo no quiero conocer a nadie ahora, ¿no te das cuenta? Después de lo que ha pasado con Nicolás, y por lo menos por un tiempo, no quiero volver a involucrarme con nadie.

—Ya ha pasado un tiempo... Y además conocerlo no significa involucrarte.

—No seas cínica, Sonia, por favor. Si me hablas de ese Diego todo el día... Tú y yo nos conocemos de sobra y sabes de sobra el tipo de hombre que me puede llegar a gustar.

—¿Y?

—¿Cómo que y...? Que yo no quiero.

—Se soluciona fácil..., No vayas.

Sonia me provocaba para torearme. Simplemente era obvio que no podía dejar de ir a la inauguración de la primera exposición colectiva de mi grupo de arte, donde además se colgarían algunas de mis pinturas.

En medio de la excitación, los nervios y la confusión propios de esa circunstancia, la misma Sonia me presentó al ya famoso amigo de su hijo, en una obvia actitud absolutamente no autorizada de celestina.

Hubiera querido resistirme, decirle un «hola» impersonal, agradecerle que hubiera venido y no volver a verlo nunca, aunque sólo fuera para que Sonia no se saliera con la suya... Pero era tarde, ya había caído en la trampa.

El tipo estaba allí, alto, elegante, culto, con un cierto aire intelectual de esos que me fascinan, sonriéndome y alabando con comentarios más que interesantes una de mis pinturas.

No vale la pena entrar en detalles y tampoco sabría cómo hacerlo, pero lo cierto es que aquella noche, que de por sí iba a ser mágica por la exposición de pintura, terminó siendo doblemente fascinante y explosiva, teniendo en cuenta toda la adrenalina que segregué en menos de dos horas. Especialmente por el trabajo que me dio sortear todos los obstáculos reales e imaginarios que se me presentaron, en realidad, por mi absoluta culpa y gracias a mi estúpida costumbre de hacerme cargo de que nadie se sienta enemistado conmigo, sobre todo mis ex.

Allí estaba yo, deslumbrada por Diego, intentando que se me notase lo menos posible, recibiendo a Luis y a los chicos con mi mejor sonrisa y tratando por todos los medios evitar que cualquiera de ellos se topara con Nicolás.

Un absurdo bochorno que me sobrepasaba aunque fuera totalmente injustificado.

¿Por qué debería temer que mi ex marido, de quien me había separado hacía casi dos años, se tropezara con el que había sido protagonista de una historia del pasado, o que ambos se dieran cuenta de que no podía desviar mi mirada «del-amigo-del-hijode-mi-amiga»?

Con razón o sin ella, terminé la noche agotada, pero con una pequeña gran satisfacción. La exposición había sido un éxito, había conseguido preservar mi privada intimidad y, para completar, uno de mis cuadros había sido vendido a un desconocido. Ésa sí que era una alegría. Las compras de las amistades siempre me huelen más a estímulo caritativo que a verdadero aprecio por la obra.

Al día siguiente, extenuada y todo, me sentí con una extraña y alegre energía, que se profundizó aún más cuando a las doce del mediodía sonó mi móvil y yo contesté porque todavía no había comenzado la consulta.

—¿Cómo estás? —la voz del otro lado del teléfono sonó clara e inconfundible, aunque por las dudas decidí no darme por enterada.

—¿Quién habla?

—Alguien a quien le prometiste un café...

—Lo siento, no te conozco —contesté, abriendo el juego en el que supuestamente no quería entrar—. Pero si has querido decir que eres el que me prometió un café ayer, te digo que me alegra que me llames... ¿Qué tal, Diego, qué te pareció la exposición?

Después de algunos minutos de conversación, Diego y yo convinimos un encuentro para esa misma tarde.

«Demasiado pronto», me dije. Apreté los dientes pensando en Sonia. Lo de ella había sido una clara intrusión, me recordaba las confabulaciones de mi madre cuando buscaba «un candidato» para mi prima Julia que «se estaba quedando soltera». Lo mío no era menos grave, no ser capaz de respetar el impasse que yo misma me había propuesto. Dicen que la carne es débil, pero el alma mucho más, por lo menos la mía.

Al principio comenzamos a salir como amigos, a conocernos. Nuestra relación no tuvo la misma vertiginosidad que había vivido con Nicolás. Diego parecía querer ir despacio, con cautela, como tanteando el terreno. A mí me gustaba aquel ritmo en ese momento de mi vida, en el que mi cabeza y mi realidad compartían cierta dosis de caos.

Pero como siempre digo, lo bueno no dura para siempre. En un par de meses él mismo fue imprimiendo una velocidad y un vuelo a la relación que contradecía su propio discurso.

Por una parte, me aseguraba que no quería comprometerse, que sentía temor, que quería ir muy despacio. Por otra, me llamaba todos los días, pasábamos los fines de semana juntos e incluso nos encontrábamos dos o tres veces entre semana.

Como para demostrar sus contradicciones, un lunes, después de un fin de semana fantástico (al que ambos coincidimos en llamar «ese» fin de semana), me dijo que estaba un poco liado y que no me preocupara si no me llamaba durante unos días. Amagué con preguntar si pasaba algo y fue evidente que la pregunta le fastidió. He aprendido, como terapeuta, que insistir en preguntar lo que no te quieren contestar es una manera de conseguir que te mientan, así que no pregunté más. Desapareció durante ocho días, con la salvedad de una llamada el jueves para decir que el fin de semana iba a estar fuera de la ciudad por asuntos de trabajo y que llamaría el martes.

—¿Va todo bien? —le pregunté sin aclarar si le preguntaba por él o por nosotros.

—Sí —me dijo—, no te preocupes.

Y yo entendí que estaba contestando a ambas cuestiones en un solo sí.

Tal como había anticipado, el martes me llamó. Nos vimos un rato para tomar un café y quedamos para el viernes. No me contó nada sobre su semana ausente y no le pregunté. Y el reencuentro (así lo sentí) fue realmente hermoso.

La segunda vez que pasó lo mismo, dos meses después, entendí o creí entender que ésta era su manera de hacer las cosas. No se alejaba porque estuviera mal conmigo ni con la relación, tomaba distancia como una necesidad personal, como si precisara salir por un momento de la profundidad de lo que pasaba entre nosotros.

«Los hombres frente a una relación intensa suelen alejarse —me decía— sobre todo en situaciones donde los sentimientos crecen con rapidez.» Creo que no toleran tanta intensidad y necesitan retirarse, se dividen entre un fuerte deseo de estar cerca de la pareja y el de estar solos.

Lo entendía, pero de todas maneras esa suerte de danza de idas y venidas me mareaba bastante. Yo trataba de serenarme y reflexionar al respecto, para no caer presa de la ansiedad y el sobresalto que siempre me provocaba el alejamiento repentino de la persona que me acompañaba, aunque fuera esporádico. Sentía en el cuerpo algo similar a la inercia de una frenada repentina.

Un día, releyendo teoría, me topé con esa idea tan fuerte que tantas veces había utilizado en la consulta: «Tu pareja es como un maestro que está contigo para enseñarte lo que te falta aprender».

Y pensé que Diego estaba en mi vida para que yo aprendiera a vivir sin estar pendiente, a no recibir una llamada que esperaba y no torturarme pensando que había hecho algo mal.

En sus ausencias (las «borradas», como él las llamaba jugando con «burradas»), me refugiaba en la pintura, en la escritura de los artículos de la revista y en el proyecto del libro. Hasta empecé a disfrutar de ese tiempo «robado» a mi relación de pareja, sin explicaciones, sin permisos, sin condiciones.

Diego confirmaba cada letra de lo que los libros anticipan: por más que todo sea maravilloso, el hombre va a sentir la necesidad de apartarse periódicamente. John Gray lo llama la conducta de la banda elástica. Tensar la relación alejándose lo más posible, para después poder acercarse más.

Obviamente, si una mujer es capaz de aceptar ese alejamiento, el regreso se facilita. Es un momento muy difícil, porque aunque la mujer sea inteligente y sepa que «debe dar lugar al hombre para que se distancie porque si el amor lo llama, él va a volver con más ganas», siempre aparecerá el fantasma del abandono.

Todas mis pacientes preguntan frente a este planteamiento: «¿Qué pasa si el amor no lo llama a volver?».

La respuesta es fácil de encontrar y muy difícil de soportar: «Si el amor no lo llama a volver, es mejor que no vuelva».

Creo que si no fuera terapeuta disfrutaría de poder quejarme junto con mis congéneres, en la cola del supermercado, de lo verdaderamente extraños que son los hombres. Especialmente porque en Diego las rarezas incomprensibles de su condición masculina estaban potenciadas hasta el infinito. Por un lado, esa absurda necesidad de demostrar constantemente su autonomía, cuando nadie se la cuestionaba ni pretendía otra cosa. Por otro, la absurda conducta insensata de quedarse babeando junto a la mujer que les gusta, siempre que la relación no les importe, pero tomar distancia inmediatamente si perciben que el vínculo los conmueve, no sea cosa de perderse en ella... Aunque después vuelvan arrepentidos.

Y encima, el peso de esa descomunal autoexigencia que les impone su enfermiza necesidad de saber con certeza que son capaces de satisfacer a su mujer incomparablemente, a toda hora y en cada oportunidad. La perturbación es tan grande, que he visto cientos de veces a otros tantos hombres alejarse de una relación porque sospechan (sólo sospechan) que no llegan a satisfacerla a ese nivel. Todo sucede como si para el varón fuera más soportable sufrir la soledad que cargar con la culpa que le genera sentirse sexualmente insuficiente.

Hay que estar preparada para estos movimientos de los hombres.

Por supuesto que existe la dolorosa posibilidad de que la semilla del amor no haya germinado, pero no es posible saberlo de antemano. Si la semilla del amor existe, el hombre vuelve. La clave es esperar con amor, con el corazón y los ojos abiertos, sin enjuiciamientos (porque no se trata de mala voluntad); necesitan irse para recomponerse, para encontrarse consigo mismos y atreverse a sentir. Y si lo que sienten no basta, o el retorno se demora hasta el infinito, es preciso saber cuidarse y retirarse con amor y sin resentimientos.

Fue en alguno de esos fines de semana sin él, cuando me decidí a escribir sobre los inicios de una relación. Esta vez, en lugar de volcar mis experiencias utilizándolas culposamente para escribir un artículo, invertiría el proceso. Escribiría sobre el tema como forma de ayudarme en mi propia claridad.

Sábado por la mañana, sin los niños.

Sin quitarme el pijama, me puse un albornoz de paño y un par de calcetines que adoro, suaves y mullidos. Bajé a la cocina, saqué de un tarro cuatro magdalenas caseras que me había mandado la tía Berta, puse a hacer café mientras me comía una de las pastas, llené una jarra y, con el café ya hecho, me dejé llevar por la tentación de mimarme. Puse dos magdalenas más en el plato y después, arrastrando los pies, me apoltroné en el sillón del escritorio.

Encendí el ordenador y escribí:

El inicio de una nueva relación Contacto y retirada

Cuando se establece una nueva relación donde parece que el amor asoma y el contacto se hace intenso, el entusiasmo se apodera de nosotros, nos sentimos creativos, inspirados, parece como si el otro sacara lo mejor de nosotros. La vida misma toma un nuevo color, como si el otro lograra inspirarnos. En realidad, lo que nos inspira es sentirnos llenos de amor, especialmente del propio y no tanto del que el otro nos da. Cuando llegamos a tocar nuestra fuente de amor, nos sentimos felices, se nos abre el corazón y la vida es otra. Es una cualidad nuestra. Es cierto que el otro tiene la posibilidad de pulsar en un lugar especial y hacernos despertar esa parte dormida, pero no debemos olvidar que, dormida o no, esa parte era y es nuestra.

Al iniciar una relación se abre un nuevo camino.

Sin embargo, la marcha tiene vaivenes, avances y retiradas que siguen el movimiento de las dudas y prevenciones que la historia ha ido depositando en el corazón de cada uno.

No siempre sabemos aceptar esos vaivenes, pretendemos infantilmente un andar sin sobresaltos ni retrocesos. Sin embargo, muy malo sería para nuestro futuro conseguirlo. La prosperidad de una relación depende de la manera en que encaremos esos movimientos de acercamiento y distancia, de encuentro y desencuentro, de contacto y retirada, sobre todo porque es imposible pretender que no se produzcan.

Generalizando, quizá demasiado, se podría decir que la mujer, en especial al comienzo de una relación, necesita desplegar sus mejores cualidades femeninas, la receptividad, la espera, la contención; sobre todo porque el hombre, en su actitud «masculina», necesita resolver, proveer y dar a través del hacer, lo cual sería imposible con una mujer que no supiera recibir.

En la consulta se ven muchas parejas cuyo problema principal es que la mujer no puede contenerse y tiende a comunicar todos sus sentimientos e inquietudes, en especial cuando no se siente bien. El hombre a su lado suele sentirse incómodo, no por falta de comprensión, sino porque piensa que debe hacer algo al respecto, y si no consigue producir el cambio que espera en el estado de ánimo de su mujer, se siente inútil o culpable, y todo se complica.

Afortunadamente se aprende de la convivencia, porque con el tiempo el hombre permite que aflore su parte femenina, vulnerable y contenedora, que escucha y espera, sin verse obligado a dar soluciones; y la mujer da lugar a su parte masculina, exhibiendo su independencia y su capacidad de acción.

También es difícil, al principio, aprender a convivir con los espacios privados del otro. En cualquier momento alguno de los dos puede necesitar un poco de distancia para saber que no se ha perdido en el otro, una actitud más frecuente en el hombre, pero no exclusiva de él. En general, las mujeres nos sentimos cómodas en un mar de emociones, mientras que los hombres sienten que «naufragan» en cada tormenta.

Si se toma ese retiro momentáneo como un abandono, lo que aparece es el reclamo, el reproche y la pelea, producto no de su actitud, sino de nuestro miedo previo a no ser queridos o no ser elegidos.

Sin darnos cuenta, pretendemos convertirnos en el centro de su atención sin contemplar siquiera que somos los recién llegados al mundo del otro: un mundo previo lleno de trabajo, de amigos, de hábitos y de costumbres que no desaparecen porque hayamos aparecido.

Claro está que existe la posibilidad de que una relación no prospere, que esté sucediendo otra cosa que el nacimiento de una nueva relación. Por eso, así como necesitamos desprendernos del miedo, también es preciso saber cuidarnos y para ello podemos tomar cada alejamiento como una oportunidad para ver qué nos sucede y darnos un espacio para reflexionar sobre la manera en que se está dando la relación. En esa soledad podemos ejercitar nuestra confianza, liberarnos de la necesidad de confirmación constante, para observar libremente quién es uno, quién es el otro, y desde allí elegir.

Si el amor anda rondando, el que ha necesitado la distancia volverá por su propia «decisión», con la serenidad de haber obtenido lo que necesitaba, saber que es por su «voluntad» que está allí. Sólo entonces abrirá la compuerta a su corazón que le pide otra vez intimidad e intensidad.

A medida que la relación crece, las retiradas disminuyen y es posible permanecer con confianza en la intimidad, aunque no está de más concederse, de mutuo acuerdo, espacios a los cuales «retirarse». La existencia de estos «espacios», lejos de debilitar la relación, se transforma, en las buenas parejas, en un factor que contribuye a su buena salud.

«Un mutuo acuerdo.» «La buena salud.»

Esas palabras resonaban en mí cuando apagué el ordenador.

Miré el plato vacío frente a mí y pensé:

—Debo llegar a un acuerdo con mi tía Berta para conseguir que no me mande más magdalenas, son realmente una perdición...