Capítulo 4
NO hubo escenas ni reproches. Como dije, no son mi estilo, no me salen. En los momentos cruciales de mi vida no puedo gritar, las palabras se me quedan atascadas en la garganta. Tal vez, como me decía siempre mi terapeuta, aun en esos instantes me asalta el miedo de decir algo de lo que después no pueda más que arrepentirme. Puede que ésa sea la razón y puede que no, pero es innegable que a lo largo de toda mi vida, en los episodios más dolorosos —y éste fue uno de los peores—, sólo he sido capaz de llorar.
Esta vez mi llanto fue especialmente silencioso, sin estridencias, sin congoja, como si asistiera al entierro de un ser muy querido, cuya muerte fuera un hecho natural y previsible pero aun así doloroso.
Luis no dijo demasiado, también a él le faltaba el aire, pero tampoco hizo falta. Yo lo conocía tanto que en el fondo de sus ojos podía leer con claridad lo que estaba pasando con su alma. Su gesto y su cabeza gacha decían sin palabras sus argumentos insuficientes: no había querido, no había pensado, no supo, ni pudo medir las consecuencias...
Y yo, que podía haber preguntado en ese momento quién era ella, cuánto tiempo llevaban viéndose o cuál era la verdadera dimensión de los sentimientos que los unían, no dije nada. Solamente me acerqué y le puse una mano en el hombro para que supiera que no necesitaba decir nada, que yo sabía lo que sentía y que me daba mucha pena.
Era un sentimiento profundo que parecía abarcarlo todo. Sentía pena por nosotros, por mí misma y por los chicos...
Misteriosamente sentía también algo de pena por él. Lo quisiera él o no, tendría que cargar sobre su espalda con el peso mayor, el de la responsabilidad que tiene aquel que primero toma la decisión de romper un pacto, sabiendo a solas consigo que ni yo, ni la otra, ni la situación, lo obligamos a hacerlo.
Aquella tarde, después de decirnos cosas, todas desagradables y lastimosas, nos abrazamos y lloramos juntos largamente. Para bien o para mal, de alguna forma lo sucedido cambiaría para siempre nuestro vínculo.
Después, no recuerdo cuánto tiempo después, me recosté sin quitarme siquiera los zapatos sobre el colchón y me quedé profundamente dormida, más de agotamiento que de sueño.
Nunca me había pasado, me desperté a las tres de la tarde del día siguiente.
Llamé desde el pasillo:
—¡Luis!... ¡Luis!...
Y luego golpeé la puerta de la habitación de Patricio y de la de Renata. En cada uno de los cuartos sendas notas avisaban el programa de domingo que los tendría ausentes hasta la noche.
La casa estaba desierta, y yo también...
Por un momento tuve la fantasía de que Luis había reunido sus cosas y se había ido para siempre. Volví por el pasillo hasta su ropero y lo abrí.
No. Allí estaba todo. Incluida aquella horrible y destruida camisa azul a cuadros sin la cual, yo sabía, Luis jamás hubiera podido partir.
Paradójicamente me molestó mi sensación de alivio.
Si se hubiera ido, así, sin avisar, estoy segura de que toda mi comprensión y mi pena hubieran saltado por el aire y mi tristeza hubiera encontrado su escondite ideal detrás del enojo, de la furia y del rencor.
Pero aun sin caer en la tentación de escapar hacia esos sentimientos desagradables a los que yo misma había visto destruir a personas hasta dejarlas hechas guiñapos...
Aun conectada con los mejores deseos de resolver las cosas para que «todo termine bien», como pediría mi madre...
Aun con la certeza de que el valor que para ambos tenía la familia nos ayudaría a pasar esta crisis...
Aun así...
Me preguntaba si sería posible salvar nuestro vínculo.
No sólo «sostener el matrimonio», sino, sobre todo, reconstruir nuestra pareja.
Luis parecía creer que sí, y seguramente por eso, al volver a casa, una hora más tarde, entró en la cocina donde yo tomaba muy lentamente un té, se paró detrás de mí y puso sus dos manos en mis hombros mientras me decía:
—Irene, no quiero que nos separemos...
Hoy me doy cuenta de que yo no necesitaba más que ese gesto para decidir que valía la pena intentarlo.