Capítulo 6
HABÍAN pasado más de seis meses desde el día de la catástrofe. Unas buenas vacaciones, algunas escapadas de fin de semana como para reencontrarnos, incluso el regreso a Bariloche, donde nos habíamos conocido en una noche mágica de la Fiesta de la Nieve. Pero nada funcionaba para mí. A pesar de las apariencias, nada era igual.
En casa, aunque nos levantábamos como siempre, compartíamos las mismas cosas y hasta hacíamos el amor con más frecuencia, yo sentía que algo se había roto dentro de mí. Recuerdo que alguna de esas noches le dije a Luis que aunque quería, no conseguía reconstruir el espacio en el que él y yo habíamos sido «nosotros». Allí, en ese sitio profundo y quizá involuntario, ahora solamente había quedado espacio para él y para mí. Era la señal de que, a pesar de mis esfuerzos, la herida no terminaba de cerrarse. No es que me sorprendiera la brutal vivencia de estar de duelo, porque después de todo, aunque nadie había muerto, se había terminado una ilusión y estaba viviendo el fracaso de un proyecto al cual había dedicado gran parte de mi vida; me inquietaba en todo caso una sensación de desasosiego que yo nunca había sentido y que se iba extendiendo peligrosamente. Me daba cuenta de que yo, siempre tan segura y decidida, iba perdiendo la confianza en mí misma.
Cientos de interrogantes me invadían a cualquier hora y en cualquier lugar. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Cómo sucedió? ¿Dónde quedó lo que había entre Luis y yo, la confianza, el respeto, el cuidado mutuo, el amor? ¿Quién era yo para él si había podido llegar allí sin aviso y después de tanta historia en común? ¿Lo nuestro no representaba nada para Luis? ¿Y dónde estaba yo, que no lo vi venir?
Lo peor era repensar mi lugar en el mundo después de lo sucedido.
Era difícil afirmarme en ese tremedal.
Por momentos, pero sólo por momentos, me sostenía la conciencia de que esos sentimientos y cuestionamientos eran «normales».
Y quizá porque todo era normal, me pasó lo que normalmente se podía esperar. La desconfianza y el escepticismo nihilista desembocaron, como era lógico, en una actitud casi paranoide.
Me sentía amenazada por todo y por todos, y mis viejas inseguridades volvieron a aparecer recurrentes, con singular intensidad. Si no era posible confiar en la persona a la que estaba más unida, ¿en quién podía confiar? De golpe el mundo se fue convirtiendo en un lugar hostil, donde todas las relaciones me parecían pura hipocresía y donde la verdad parecía vivir demasiado lejos de las apariencias.
Recuerdo que por aquella época me sorprendía pensando o diciendo a otros algo que nunca había enunciado antes: «Si uno mira profundamente, muy profundamente a otro, no necesariamente encontrará algo idéntico a lo que veía en la superficie... Y lo peor es que, si sigue mirando, con seguridad encontrará, aunque sea un poco, de todo lo contrario de lo que esa persona aparenta».
—¿Nunca vas a perdonarme? —me dijo una noche Luis.
—¿Qué cosa? —pregunté, sin ironías.
—No me machaques —dijo él—. ¿Nunca me perdonarás haber estado con otra mujer?
—Creo que eso pasará —le dije sintiendo que debía ser sincera—, pero lo que no sé si podré perdonarte es haberme empujado hasta este lugar en el que hoy estoy.
Luis me conocía bien y supo perfectamente lo que me pasaba. Desde el más grande pero no desde el mejor de sus amores, Luis estuvo desde ese día más pendiente de mí que nunca, tratando de complacerme y halagarme cuanto le era posible...
Pero no lo consiguió.
«¿Tengo que quedarme o me tengo que ir?», me preguntaba a mí misma cada mañana en cuanto abría los ojos y cada noche antes de cerrarlos.
Tampoco fue suficiente darme cuenta de que prefería no saber nada, de que pagaría por olvidarlo todo, de que (así llegué a pensarlo) daría una parte de mi vida si con eso consiguiera que nunca hubiera pasado.
Intentaba vanamente recuperar el pasado, jerarquizar lo mejor de nuestra historia juntos y hacer que esos recuerdos desplazaran a los más recientes. Era imposible, la herida estaba abierta y en carne viva, y quizá por eso cada recuerdo hermoso, en lugar de ser un bálsamo, actuaba como un dedo en una llaga y me provocaba un dolor aún mayor...
«A veces es posible recuperar un vínculo y otras no», sentencié para mis adentros. Cada vez que en la consulta alguien me decía que no era capaz de comprender que la respuesta a un mísero episodio indujera a una consecuencia tan estrepitosa, yo solía hacer notar que cuando un cristal se ha resquebrajado, no es el último pequeño golpe el que en verdad lo rompe. Del mismo modo mi pareja con Luis tenía más de una grieta anterior al affaire.
Aunque ante él no lo admitiera, su aventura no había sido más que el pequeño golpe que denuncia que el cristal ya estaba dañado. Con o sin infidelidad no podríamos haber seguido de aquella manera demasiado tiempo. A los dos nos habían atrapado la rutina, el tedio, la frustración, el aburrimiento...
Tendría que hablar de eso en algún lugar del libro. El tema era importante y la situación demasiado frecuente.
Esa noche, mientras esperaba que Luis llegara, escribí:
¿Amor mío, tú me aburres o yo me aburro?
Cuando el tiempo pasa, la rutina va tejiendo su telaraña por encima de ciertas parejas y, como sucede en cada rincón olvidado de la casa, si no se quita, la telaraña se acumula, cada vez es más intrincada, cada vez es más densa, cada vez percude más las paredes.
Cuando dos que conviven comienzan a aburrirse, inevitablemente tienden a echar la culpa de su hastío al otro. «Eres un aburrido», dicen. O: «Ya no eres como cuando te conocí», aseguran; y sin embargo con poco que uno lo razone no puede más que darse cuenta de que nadie, salvo quizá uno mismo, puede ser artífice del propio aburrimiento. Nadie, salvo cada uno, puede hacer nada para salir del agobio.
Sometidos a las ansias de progreso, la búsqueda del éxito o la vorágine cotidiana, no nos detenemos demasiado a prestar atención a lo que está sucediendo mientras tanto en la realidad interior de cada quien. Todo ocurre como si en el camino hacia las metas que nos hemos propuesto no hubiera otro remedio que ir perdiendo de vista el alma; y si eso sucede, la vida se vuelve gris y eso termina incluyendo nuestra vida en pareja.
Estamos saturados de proyectos y objetivos que la sociedad elitista o nuestro propio ego nos imponen. Nos queremos convencer de que deberíamos estar contentos ya que, por fin, estamos cerca o hemos conseguido hacer lo que siempre quisimos hacer. Y lo peor es que a veces conseguimos convencernos, y entonces nuestra vida más fresca, divertida y creativa queda postergada, y la cambiamos por el esfuerzo para llegar a cumplir las «loables metas» que no se sabe muy bien quién eligió para nosotros.
Así, las metas se cumplen, pero no nos proporcionan la felicidad que esperábamos. Los logros materiales llegan, pero el aburrimiento aparece igual.
De esta combinación letal sale la falsa conclusión: si tenemos todo para ser felices y no lo somos, lo que no funciona está en otro lado, debe de ser la pareja, sin darnos cuenta de que lo aburrido es la rutinaria vida que llevamos.
No es un asunto fácil.
Cumplir con logros económicos, avanzar laboralmente o escalar en la posición social da cierta satisfacción, pero ese bienestar es superficial.
Es necesario indagar qué nos pasa en lo más profundo de nuestro interior, contestar honestamente si respetamos nuestras necesidades, si somos fieles a nosotros mismos y si «hemos vendido» o no nuestra capacidad de disfrutar de la vida a cambio de una pequeña porción de confort.
Seguramente nos da mucho miedo salir de la coraza protectora de la estructura que hemos creado y que nos ha llevado tanto tiempo y esfuerzo conseguir, especialmente si, de hacerlo, nada nos garantiza un futuro mejor.
Recuperar la libertad, la frescura y la creatividad es la puerta, y pasar por ella requiere, como todo lo que vale, el pago de un precio. El peaje en este caso es la decisión de correr el riesgo y dejar por momentos lo seguro, y atrevernos a vivir cada vez más como queremos.
No fue fácil tomar la decisión de pagar el peaje y mucho menos atreverme a abrir la puerta.
Al principio, Luis no estuvo de acuerdo.
Tenía la certeza de que podíamos lograr salir adelante, después de todo yo era el amor de su vida; y además:
«¿Acaso lo habíamos hecho tan mal los últimos seis meses? ¿No habíamos estado bien y hasta contentos durante las vacaciones?»
«¿Por qué no era capaz de advertir y valorar sus cambios? ¿O es que no había notado lo mucho que se había estado ocupando de mí y de la casa? ¿No había habido incluso más romanticismo en los últimos meses que en los pasados diez años?»
«¿Por qué ahora que todo iba volviendo a la normalidad yo me empecinaba en retroceder?»
Normalidad... Allí estaba el quid de la cuestión.
Era esa «normalidad» la que justamente nos había llevado hasta el precipicio y luego nos había empujado al abismo.
No. Yo no quería volver a la normalidad.
Intenté explicárselo, pero no parecía haber manera de convencerlo. Dolorosamente, la conversación giró hacia el peor de los lugares posibles. Después de tres horas de charla, súplicas y reproches, me puse de pie y traje mi carpeta con las consultas de la revista.
—Quiero leerte una carta que mandó una mujer a la revista en la que escribo. Escucha:
Creo que, en el fondo, mi marido y yo hemos ido perdiendo el auténtico interés que alguna vez sentimos el uno por el otro. Poco a poco todo ha ido perdiendo el viejo sabor. Respecto de los sentimientos, estoy segura de que lo quiero y pienso que también él me tiene cariño, pero nada más. Y no es suficiente. Éste no es el mundo con el que soñé. Me he dado cuenta de que quiero vivir de otra manera. Correcto o no, pretendo para mi vida otras emociones y esto me preocupa...
Cerré la carpeta y seguí hablándole en un tono totalmente diferente del que traía nuestra discusión.
—Así me siento, Luis. Igual que ella. Y por supuesto que sé que no es tu culpa. Lo que me sucede no tiene que ver con que te hayas enredado con otra o con otras.
—No hubo otras —se apresuró a aclarar Luis.
—Es que no importa eso, no me entiendes...
—Claro que importa —dijo por fin—, porque no es justo. Si la situación hubiera sido al revés, yo habría actuado de otra manera.
—La situación no hubiera podido ser la inversa —le aclaré.
—¿Por qué no? Tú misma me contaste hace algunos años lo que te ocurrió con aquel colega tuyo... el del congreso, ¿cómo se llamaba?
—Pedro —contesté.
—Ése.
—No es lo mismo compartir un café que una cama —le aclaré.
—Claro que es lo mismo —dijo Luis, quizá con exceso de vehemencia—. Porque aunque fuera cierto que no hubo más que un café, en la cabeza de ambos estaba rondando una de esas aventurillas que pululan por los pasillos de todos los congresos... Y de hecho, en aquel momento, yo fui mucho más comprensivo y amoroso contigo de lo que ahora tú eres conmigo...
Sabía que no debía caer en la trampa de su comentario de «aunque fuera cierto...», pero dudé sobre si tenía que explicarle por qué no era lo mismo mi fantasía que su acción, que la prueba era que yo lo había compartido con él en lugar de querer ocultarlo, que más allá de todo lo que pudiera pasarme yo había apostado por no poner en riesgo lo que todavía teníamos...
Decidí que ya no tenía ningún sentido esa polémica.
—La razón de separarnos no pasa por que me hayas puesto cuernos —le dije—. Eso me ha dolido, es verdad, pero no es la razón. Pretendo terminar esta pareja porque estoy segura de que no quiero más esa «normalidad» en la que vivíamos y a la que terminaríamos volviendo en un par de meses. Me niego. No quiero estar al lado de alguien sólo para compartir un fracaso eterno y, si quieres creerme, pienso que tampoco tú te mereces un futuro tan pobre. Y tú harás lo que quieras, pero yo prefiero correr el riesgo de disfrutar o padecer, aunque sea en soledad, la vida que yo elija para mí.
—No se puede pedir que, después de tantos años de matrimonio, todo sea como el primer día... —esgrimió Luis, como último argumento.
Allí estaba la principal diferencia entre nosotros. Luis estaba empeñado en creer y quería convencerme de que lo que habíamos construido era lo mejor que se podía pretender a través de los años, «que todo lo desgastan»; yo mientras seguía creyendo que otro tipo de elecciones y vivencias eran todavía posibles. Sentía que era factible y lícito darme una nueva posibilidad de ser completamente feliz o por lo menos de disfrutar genuinamente lo que me quedara de vida, en vez de sentarme serenamente a esperar que llegara, manso, el último de mis días.
—Quizá nos merecemos un nuevo intento —dijo en un tono casi imperceptible. Su voz sonaba cansada y sin convicción.
Y es que a pesar de lo que estaba diciendo, seguramente él también se daba cuenta de que nuestra historia matrimonial llegaba a su fin... No bastaría con las buenas intenciones de ambos para cambiar lo que seguía.
Estaba claro que todo estaba claro....
Y, sin embargo, durante semanas seguimos dándole vueltas al asunto, de cara a decidir la mejor manera, el mejor momento, las mejores palabras para anunciar la decisión a nuestros hijos. Ambos estábamos seguros de que debíamos obrar con toda la sensatez, delicadeza y tacto que fuera posible. No había ninguna urgencia que nos pidiera prisa. Con todo hablado, los dos podíamos esperar el mejor momento.
Finalmente, una mañana, como quien no quiere la cosa, Renata, la más frontal de la familia, decidió no permitirnos más titubeos:
—¿Y? ¿Al final, cuándo os separáis? —preguntó mientras untaba una tostada con mantequilla y sorbía su leche de soja, con aire distraído.
Patricio intentó levantarse resoplando, pero Luis lo detuvo. Evidentemente había llegado el momento de hablar. Nuestros hijos percibían mucho más de lo que nosotros podíamos ocultar.
Esa noche blanqueamos la situación y explicamos a los chicos que en algún momento no demasiado lejano, su padre y yo dejaríamos de vivir juntos. Creíamos que eso era mejor para nosotros dos y por ello lo mejor para todos.
Luis confesó que había alquilado un apartamento cerca de la casa y los invitó a conocerlo aquella semana. Les dijimos, y era la verdad, que su padre y yo no estábamos peleados, pero habíamos decidido vivir en casas distintas. También era nuestra decisión, y así se lo dijimos, que ellos dos se quedaran a vivir conmigo, aunque como en nuestra familia no había ni habría nunca horarios ni días de visita establecidos, queríamos que se sintieran libres de ir y venir a casa de su padre cada vez que quisieran.
Cuando Luis y yo terminamos de hablar, Patricio, quizá sólo en plan de decir por decir algo, preguntó:
—¿Y en tu apartamento, papá, podemos poner un televisor de plasma de los grandes?