Capítulo 3

CUANDO terminé de guardar las cosas de la compra era casi la una. La casa parecía ordenada, pero era sólo desde una mirada superficial; en lo profundo yo seguía sin saber dónde poner las cosas y, sobre todo, sin saber dónde ponerme yo.

No me quedaba mucho tiempo para definir mis siguientes pasos. Por más que el almuerzo de Luis y sus amigos se extendiera, volvería antes de las cuatro, para hacer su religiosa siesta de los sábados. La absurda idea de pretender aparentar que no sabía nada era imposible de llevar a la práctica, primero porque siempre fui una pésima simuladora y segundo porque hubiera sido como ir en contra de todo lo que creo y hago como mujer, como profesional de la salud y como terapeuta de parejas. Por otro lado, las escenas y los melodramas nunca fueron nuestro estilo y no se correspondían ni un poco con la historia compartida durante los veintitrés años que llevábamos de matrimonio.

En más de dos décadas, muchas cosas nos habían pasado, mucho había cambiado cada uno de los dos y mucho, muchísimo, nuestro vínculo. No era la primera crisis en nuestra pareja, pero era la primera traición, por lo menos la primera de la que yo me enteraba, la primera que saltaba de la fantasía a la acción.

La infidelidad siempre representa una tentación, yo podía entenderlo, yo misma la había sentido alguna vez.

Todavía lo recordaba aunque había sucedido muchos años antes. Él se llamaba Pedro y nos habíamos vinculado intercambiando algunos comentarios acerca de temas de la profesión, en un congreso en Asunción del Paraguay.

Nunca me gustaron demasiado los congresos. Los esquivaba siempre sutil o brutalmente, a veces hasta usando a Luis como argumento. La invitación del Paraguay me llegó en medio de una de nuestras crisis más serias. Pensé que debía tomar un poco de distancia para volver a la pareja desde un lugar mejor. Y tenía razón al pensarlo, porque una vez en Asunción me di cuenta cabal de lo desbordada y perdida que me sentía.

Pedro era agradable, apuesto sin exageraciones, gentil y sumamente servicial. Me di cuenta enseguida de que su atractivo principal estaba en su cadenciosa manera de hablar y en la despampanante sencillez de su discurso. Creo recordar que dijo que se acercó a mí porque no pudo evitar la tentación de invitarme a un café. Lo usual y repetido, «el no ya lo tengo, luego, ¿por qué no intentarlo?» (una frase que, dicho sea de paso, siempre me pareció de lo más estúpida).

Y yo acepté la invitación porque me convencí diciéndome que el encuentro no sería más que eso, dos personas conversando, sentadas en un café y que eso no tenía nada de malo, y porque hacía mucho que nadie se sentía tentado a invitarme a tomar café, y porque quería secretamente plantar una queja en el laberinto en el que se iba transformando mi relación con Luis y seguramente también por la no menos importante razón de disfrutar un rato del halago vanidoso y femenino de sentirse deseada.

Era como una travesura adolescente y yo quería disfrutar de ella, pero me encontré sintiendo algo más que el escozor de una pequeña regresión consciente. Sentí el alivio de quien se escabulle por un rato de la celda lujosa y confortable en la que está preso y que con el tiempo parece estar quedándole chica. No me importaba demasiado si el aire fresco duraba poco o menos, me importaba poder sentir esa brisa en mi cara, aunque fuera un momento.

Cumpliendo con corrección su papel, él trataba de seducirme, de acercarse y de insinuarse sin ser grosero ni mostrarse ansioso. Teníamos cuestiones profesionales en común que a él le interesaba debatir conmigo, había leído algunos de mis artículos y había escuchado hablar de mí, pero sobre todo, como después me dijo, yo le gustaba y quería decírmelo. Hablamos, disentimos y nos reímos, y todo eso fue, para mí, una experiencia casi contradictoria. Un encuentro distendido y sin urgencias; por un lado sin mayores pretensiones, por otro, movilizador y memorable.

Cuando nos despedimos, Pedro propuso un nuevo encuentro. ¿Por qué no ir a bailar? ¿O a un cine o a cenar a la luz de la luna...?

Ahí fue cuando me di cuenta de que yo no estaba preparada para seguir adelante. Mi cabeza se imponía a mi cuerpo haciéndole saber que era necesario primero tener clara mi situación conyugal, buscar y encontrar nuevas respuestas a mis viejos problemas matrimoniales.

No continuar con aquella historia no fue una decisión obligada por algún mandato familiar ni por alguna hipócrita moralidad pacata. Sabía que podía hacerlo, sabía que hasta en el caso de avanzar, todo podría quedar en la sombra, pero preferí enfocarme en mí misma y en lo que le estaba pasando a mi pareja...

Ahora, confirmaba que estuvo bien.

Ahora, que Luis no había hecho lo mismo.

Quizá no había querido, tal vez no había podido. Me di cuenta de que ya no importaba.

Casi me sorprendió registrar que tampoco estaba demasiado interesada en descubrir con quién había estado, ni por qué. El tema en todo caso éramos nosotros y si en efecto nos acercábamos al final de nuestra pareja o no. Pensé que tal vez estaba negando el proceso interno. Que quizá debería estar más enojada, furiosa o con ganas de golpearlo.

Pero no. Lo único que me invadía era la sensación de estar en medio de una tormenta de sentimientos que me costaba ordenar: en un instante, la tristeza amenazaba con hacerme saltar las lágrimas, y en el siguiente la pena salteaba el esperado enojo y se transformaba en un profundo temor a mi futuro, el de los niños y hasta el de él.

Fui al baño a lavarme la cara a ver si me despejaba y, allí, ante el espejo, recuerdo que me miré con un gesto tierno aunque firme, como para darme ánimos.

Cuando una infidelidad sorprende, defrauda y decepciona al que la descubre, el precio que se paga es, en general, bastante alto: la pérdida de la pareja, la rotura de la familia (al menos tal cual era), el resquebrajamiento de una estructura que podría haberse salvado si él y ella hubiesen trabajado para subsanar las «grietas» que tenía el vínculo.

Por supuesto que después, lamentablemente después, uno asume lo obvio, que un hecho semejante siempre nos instruye acerca de las carencias que ya tenía la pareja. Y en muchos casos, dolorosamente, el darse cuenta llega tarde.

Con la ventaja de mi profesión, quizá yo pudiera hacer lo que aconsejaba a otros y nadie podía. Quizá nosotros sí pudiéramos aprender de lo sucedido y volcarlo a favor de la recomposición de la relación. No se me escapaba que para hacerlo posible era indispensable reconstruir la confianza y el compromiso, y que eso era muy difícil. El impacto psicológico de un hecho como el que me tocaba vivir no era un asunto menor.

Lo había visto y acompañado tantas veces. Tanto el herido como el «infiel» intentan endilgarse mutuamente toda la responsabilidad de lo sucedido.

Uno dice: «Anduviste con otra (o con otro)... No intentes culparme a mí de eso».

El compañero responde: «Por supuesto que es tu culpa. Tú no estabas para mí, tu ausencia (o tu abandono, o tu silencio, o tu desamor) me llevó a esto».

Llegados a este punto, es fácil diagnosticar cómo cada uno tiene siempre su propia versión del conflicto, muy parcial y simplificada, que «demuestra» la poca responsabilidad propia y la gran culpabilidad del otro. Es fácil predecir que mientras no se acomode la descripción del problema a la percepción de ambos, ellos sólo podrán dedicar su energía a resistir en la propia posición cavando más y más hondo en la trinchera de su subjetiva interpretación de los hechos.

Por esa senda andábamos Luis y yo.

¿Cómo lograr lo que todos los libros sobre vínculos matrimoniales enseñan? Darse cuenta de que la pareja es una sociedad en la que ambos terminan teniendo siempre responsabilidades compartidas y que esto es así en todos los casos.

¿Cómo comprender y aceptar que aunque ambos nunca sean igual o equivalentemente responsables de lo que sucede, perder el tiempo en medio del conflicto, tratando de determinar qué porcentaje de responsabilidad le cabe a cada uno, es siempre una tarea estéril?

Antes de que sucediera, hubiera sido diferente...

Quizá si Luis y yo hubiéramos podido hablar más entre nosotros...

Debíamos habernos preguntado qué estaba sucediendo en la relación. ¿Qué le estaba pasando a cada uno? ¿Qué es lo que no estaba funcionando? ¿Qué teníamos que aprender de nuestra frustración para no quedarnos en la acusación y el enjuiciamiento? No era fácil, ni en una relación como la nuestra ni en ninguna otra. Es todo un desafío poder expresar lo que le pasa a cada uno sin acusar al otro, sin defenderse. Para lograrlo haría falta dejar de lado, aunque fuera por un momento, la historia actual que cada uno de los dos se contaba para justificar su inocencia y atreverse a abrir el corazón, primero cada uno frente a sí mismo, luego uno frente al otro.

¿Qué estuvo sucediendo con mis necesidades emocionales más primarias?, ¿me sentía valorada?, ¿me sentía segura?, ¿podía conectarme emocionalmente conmigo y con Luis?, ¿era capaz de manejarme en forma independiente?, ¿me podía expresar en libertad?, ¿me divertía en esta relación?, ¿cómo convivía con las limitaciones que la estructura familiar me imponía en la vida real?

Yo me daba cuenta de que detrás de cada una de las preguntas que se me aparecían, se escondía una herida antigua. Algo que arrastraba desde mucho antes y que ahora depositaba en Luis declarándolo injustamente el máximo, si no el único, responsable de mi dolor.

Con toda seguridad, lo mismo le pasaba a mi marido. De hecho, cada vez que no se sentía valorado o reconocido en nuestra relación me acusaba de despreciarlo o de no quererlo demasiado, cuando en realidad, si miraba con honestidad en su interior, hubiera encontrado su propia dificultad para reconocerse como una persona de valor. Pero Luis no hacía esa búsqueda hacia adentro, él se limitaba a esperar constantemente que fuera yo, con mis dichos y mis acciones, la que despejara las dudas que él mismo tenía sobre su verdadero valor.

De poco habían servido las infinitas veces que le reclamé que se tomara el trabajo de reconocerse desde lo más profundo como lo que era, una persona llena de méritos.

«Si pudieras saber lo valioso que eres, no necesitarías estar corriendo detrás de mí, buscando que yo compense tus carencias.»

Yo pensaba que Luis no quería creerme; ahora, me daba cuenta de que en realidad había encontrado otro camino; simplemente recibir de otra persona ese reconocimiento incondicional que yo le negaba.

Junto a nuestras heridas, esas que acarreamos desde hace tanto tiempo, llevamos siempre nuestra necesidad de sanar. Es por eso que cuando un tercero aparece y nos damos el permiso de dejar de lado los condicionamientos (los viejos y los recientes), cuando nos concedemos la libertad de relajarnos y disfrutar sin más de lo que sucede, surge también la ilusión de haberse sanado de todos esos dolores y la lógica tentación de atribuirle a él o a ella el poder mágico de la cura.

El trabajo que mi pareja tenía por delante era volver a lo que siempre dijimos que sería nuestro sino, poder identificar las necesidades insatisfechas de cada uno, para poder ayudarnos mutuamente en el camino de sanarnos, de crecer, de desarrollarnos como personas, de hacer crecer juntos nuestro vínculo.

Como siempre decíamos bromeando con seriedad: «Deseo y necesito de tu ayuda y de tu consejo, para poder hacer lo que a mí me apetece».

Si los dos miembros de una pareja se sienten seguros, queridos, independientes, conectados, libres y relajados, es difícil el desencuentro. Y sin desencuentro la infidelidad no tiene espacio, porque no tiene sentido.

«Indudablemente, éste es el camino que hay que seguir», me dije justo en el momento que oía las llaves en la puerta.

Me quedé quieta, en silencio.

Escuché los pasos de Luis que subían la escalera y caminaban hasta nuestra habitación. A los pies de la cama, como para que no pudiera pasarla por alto, yo había dejado la factura del Hotel Volpe.