Prólogo
Año 72 d. C., Ldumra
Desde que abandonaran la última aldea y comenzaran el tramo final de su largo ascenso, la progresión de los nueve hombres había sido lenta. Ahora las sencillas casas de piedra eran una distante y espectral monocromía en la luz gris previa al amanecer.
No había camino, apenas un sendero los conducía adonde se dirigían, pero sabían exactamente la ruta que tenían que seguir; una ruta que los llevaría a lo alto de las montañas y terminaría en un gran valle. Todos, a excepción de uno, también sabían que estaban realizando el último viaje de su vida. Solo un hombre del grupo saldría de ese valle o querría hacerlo. Ese viaje o, para ser exactos, la razón de ese viaje, era la culminación de todo por lo que habían trabajado a lo largo de su vida adulta.
Iban bien armados, cada uno llevaba una daga y una espada, y todos excepto dos tenían también un arco y una aljaba colgados del hombro. Toda la zona, y en especial Ldumra, era una conocida guarida de bandidos y ladrones. Sus principales presas eran las caravanas cargadas que viajaban por lo que más tarde se conocería como la Ruta de la Seda, pero no tenían ningún escrúpulo en atacar a cualquier grupo de viajeros, sobre todo si creían que esas personas llevaban objetos de valor. Y los nueve hombres estaban acompañando a un tesoro que cada miembro de la escolta armada protegería con su vida. Solo cuando llegaran a su destino podrían relajarse, cuando el tesoro al fin estuviera a salvo; a salvo, esperaban, para toda la eternidad.
Dos de los hombres cabalgaban despacio en la cabecera del grupo, cada uno montado en un lanudo camello bactriano, un animal sorprendentemente bien adaptado al duro terreno. Tras ellos, dos yaks iban amarrados a un pequeño y robusto carro de madera ocupado por un hombre fusta en mano. Otros dos animales los seguían, amarrados con cortas cuerdas a la parte trasera del carro, y también seis burros, cada uno con un jinete y pesados fardos sobre sus ancas.
En la superficie de carga del carro había una pesada caja de madera de unos dos metros cuarenta de largo, metro veinte de ancho y sesenta centímetros de alto. Estaba oculta a la vista, cubierta por pieles y otras prendas amontonadas, cestos de comida y cántaros de agua y vino. Los hombres esperaban aparentar ser un grupo de simples viajeros que no transportaban nada de valor para así evitar despertar el interés de los bandidos.
Su aspecto era muy corriente y, exceptuando a uno, todos parecían, y en efecto lo eran, nativos de la zona. Tenían una piel oscura y muy arrugada por toda una vida de exposición al sol y al aire libre a gran altitud, ojos con forma mongoloide y rostros anchos y planos. Su pelo era negro y largo.
El hombre más joven era el que marcaba la diferencia y montaba uno de los burros en el centro del grupo. Con tal vez veinte años, menos de la mitad de la edad del más joven de sus compañeros, tenía la piel clara y una tez casi rubicunda. Sus ojos eran de un brillante y sorprendente azul y su pelo, oculto bajo una capucha, marrón rojizo. A pesar de no ser su nombre de pila, era conocido por sus compañeros como Sonam, cuya traducción es «el afortunado».
El sendero desde la aldea recorría aproximadamente un kilómetro y medio y después cruzaba un arroyo de montaña. La pequeña caravana se detuvo junto a la orilla y los viajeros aprovecharon la oportunidad para beber y rellenar todos sus odres de agua. Sería el último arroyo que cruzarían antes de que comenzara el tramo más escarpado del ascenso y, aunque el valle era frío y mantas de nieve cubrían las cumbres que los rodeaban, un adecuado abastecimiento de agua era esencial.
Los dos hombres subidos a los camellos no desmontaron; estaban alerta a cualquier señal de peligro que acechara tras las colinas y dentro de la maleza que bordeaba la cascada, pero no vieron nada. En unos minutos todos los miembros de la caravana estaban en sus monturas y reanudaron el viaje vadeando el arroyo y subiendo por la orilla opuesta.
El camino se volvía más accidentado según ascendían; el sendero, por llamarlo de algún modo, apenas era lo suficientemente ancho para el carro de madera y su marcha quedó reducida a poco más que un paso lento.
Era media mañana cuando vieron la primera señal de que había alguien más en la ladera. El camello que iba en cabeza trazó una curva del camino y, al avanzar un poco más, una indefinida figura vestida de gris se fundió con las rocas que tenían a unos cincuenta metros por delante.
De inmediato, Jetsun, el jinete que lideraba la comitiva, frenó a su camello y alzó la mano para detener la caravana. Miró atrás para comprobar que sus compañeros habían visto la señal y, al mismo tiempo, agarró su arco, sacó una flecha de la aljaba que llevaba a la espalda y la ajustó; estaba listo para disparar.
—¿Qué ocurre? —preguntó el hombre a lomos del segundo camello al detenerse a su lado y preparar su arco. Se llamaba Ketu y la lengua que hablaban todos era un dialecto local que, con el tiempo, acabaría conociéndose como «tibetano antiguo».
—Un hombre —respondió bruscamente Jetsun—. En las rocas, a la izquierda.
Los dos otearon la senda que serpenteaba frente a ellos por la ladera de la montaña. Si esa figura era un bandido, sus compañeros y él no habían elegido un lugar especialmente bueno para una emboscada. La caravana, exceptuando obviamente el carro, que no podía salir del camino, no tenía problemas para moverse hacia la derecha y alejarse de la ladera plagada de rocas, dando así a los jinetes espacio para maniobrar y disparar sus flechas.
—No es el lugar que yo habría elegido para perpetrar un ataque —murmuró Ketu.
Como en respuesta a su comentario, una figura con una capa gris apareció a cierta distancia del camino, y tras él se pudo ver un puñado de cabras moviéndose de forma irregular por el accidentado y rocoso terreno en dirección a una pequeña zona llana salpicada de hierba.
Los dos suspiraron aliviados.
—¿Es ese el hombre al que has visto?
Jetsun asintió.
—Creo que sí. Al menos, se parece a él.
Al cabo de unos minutos la caravana reanudó su lenta pero constante marcha por el sendero y el terreno cada vez más abrupto. Rocas y árboles caídos bloqueaban con frecuencia su ruta y en varias ocasiones tres o cuatro de ellos tuvieron que desmontar para arrastrar y apartar los obstáculos y dejar espacio suficiente para que el carro continuara su camino.
Justo después de que el sol llegara a su punto más alto en el cielo, Jetsun ordenó que la caravana se detuviera sobre una pequeña planicie que ofrecía una buena visibilidad en todas las direcciones. Desmontaron y se agruparon alrededor del carro donde tenían guardados sus suministros. Masticaron pedazos de pan ácimo y tiras de carne seca que acompañaron con agua; no tocarían el vino hasta haber llegado a su destino.
En menos de quince minutos ya habían retomado la marcha, y aproximadamente media hora después, los bandidos los atacaron.
Tomaron otra curva y vieron el tronco de un árbol que bloqueaba por completo el camino. En sí mismo no era motivo de preocupación, ya habían tenido que apartar unos cuantos, pero cuando frenaron sus monturas, el silencio de las montañas quedó roto por el grito de una repentina orden y por una descarga de flechas procedente de las rocas a su izquierda.
La mayoría erraron, pero dos alcanzaron a Jetsun directamente en el pecho y lo lanzaron hacia atrás sobre su montura. Se resintió por el doble impacto, pero no cayó.
A su lado, Ketu rápidamente cargó una flecha y disparó a uno de los asaltantes a los que ahora podían ver con claridad. Un grupo de aproximadamente una docena de bandidos ataviados con capas grises y marrones se encontraba entre las rocas a la izquierda de la zona de la emboscada, todos armados con arcos, flechas y jabalinas.
Detrás de los dos hombres a camello desmontó el resto del grupo y avanzó en tropel con gritos desafiantes. Emplearon los cuerpos de sus animales para cubrirse, se descolgaron los arcos y dispararon a los bandidos. La excepción fue el hombre de ojos azules, al que uno de sus compañeros rápidamente arrastró detrás del carro tirado por los yaks.
—¡Sonam, agáchate! —chistó el hombre agarrando su arco y sacando una flecha de la aljaba.
En segundos el aire volvió a llenarse de flechas; los proyectiles martilleaban contra las rocas y se incrustaban con un ruido sordo en los laterales de madera del carro. El conductor, que no tenía arco, saltó del vehículo y se agachó para protegerse mientras sus compañeros luchaban por sus vidas.
Tres de los bandidos cayeron gritando y tambaleándose hacia las rocas con los cuerpos atravesados por las flechas certeras de los viajeros.
El carretero de pronto gritó de dolor cuando una saeta se hundió en su muslo. Cayó hacia atrás, con ambas manos aferradas a la herida, y los otros dos hombres lo arrastraron detrás del carro buscando desesperadamente cobijo de la lluvia de proyectiles que seguían silbando por la ladera.
Uno de los burros cayó muerto al instante por el impacto de tres flechas casi simultáneas y el camello de Jetsun bramó de dolor cuando una lanza rozó su costado. Dos de los viajeros cayeron al suelo. Uno, con el cuello atravesado por una flecha cuyo filo resplandecía rojo bajo la débil luz del sol; el otro, perforado por dos saetas.
Entonces se oyó otro grito y, por un instante, la descarga de flechas disminuyó mientras los bandidos contemplaban la escena que tenían ante ellos.
Los dos hombres montados en los camellos seguían sobre las bestias, pero de cada uno de ellos brotaban puñados de flechas con las puntas hincadas en sus pechos y estómagos. Aun así, ninguno parecía afectado por ello y seguían apuntando sus arcos y disparando flechas sin molestia aparente.
La imagen no resultó nada sorprendente para los viajeros, pero claramente estaba inquietando a los bandidos que consideraban que ambos deberían estar muertos o, al menos, malheridos. Los apuntaron gritándose los unos a los otros con incredulidad, pero al instante dejaron de atacar y, sin más, salieron huyendo y desaparecieron entre el montón de rocas que cubría la ladera situada tras ellos.
Durante unos segundos ninguno de los que estaban en el sendero se movió. Se quedaron mirando el terreno, asegurándose de que sus atacantes se habían marchado de verdad y que no estaban reagrupándose para lanzar otro embate.
Detrás del carro, Sonam y su compañero se levantaron con cautela y miraron a su alrededor antes de girarse para ayudar en todo lo posible al carretero herido.
Jetsun prorrumpió unas órdenes tajantes. Dos de sus hombres desenvainaron sus espadas y corrieron al otro lado del sendero, desde donde se había lanzado el ataque y se podía oír un leve gimoteo proveniente de uno de los bandidos heridos. Al momento, el quejido se elevó a un grito, hasta que se oyó el sonido de un golpe y el ruido cesó por completo. Segundos después, los hombres de Jetsun reaparecieron; uno de ellos iba limpiando la hoja de su arma.
Al mismo tiempo, otros dos se movieron para comprobar el estado de sus compañeros caídos, aunque de inmediato quedó claro que estaban muertos. Rápidamente, se les despojó de sus armas y cinturones y los llevaron al otro lado del sendero. No había tiempo para enterrarlos, pero Jetsun ordenó que los dos cadáveres fueran tendidos y cubiertos de rocas para intentar protegerlos de buitres y otros carroñeros.
Y solo entonces, cuando estuvo seguro de que el ataque había terminado, Jetsun hizo a su camello arrodillarse sobre el pedregoso camino y desmontó. Tras él, Ketu hizo lo mismo.
—Ha funcionado, amigo mío —dijo acercándose al otro hombre con torpes movimientos.
—Ha funcionado —respondió Jetsun y, con dificultad, se sacó por la cabeza la capa, cuya parte delantera estaba clavada a su pecho por las flechas. Bajo ella, y fijadas con unas anchas tiras de cuero sobre sus hombros, llevaba dos gruesas planchas de madera que le cubrían el pecho y la espalda, una rudimentaria forma de armadura.
Jetsun colocó la madera sobre el suelo y sacó las flechas una a una antes de volver a ponerse las tablas y la capa.
Se giró para mirar la herida de su camello, pero era poco más que una rozadura. La lanza había alcanzado al animal de forma oblicua y eso le había dejado un corte poco profundo en la piel. Un burro estaba muerto, atravesado por tres flechas, y otros dos tenían heridas sin importancia.
Jetsun se acercó al carro tirado por los yaks y miró a los tres hombres que iban en él, uno herido y los otros dos atendiéndolo.
Sonam se levantó cuando se acercó y Jetsun se inclinó ante él.
—¿No estás herido, mi señor? —preguntó poniéndose derecho otra vez.
Sonam asintió.
—No, pero Akar está sangrando mucho por el muslo. Creo que la flecha le ha atravesado varios vasos sanguíneos.
Jetsun asintió, agarró al hombre más joven por los hombros y se agachó para mirar al herido.
Akar alzó la mirada cuando Jetsun se arrodilló a su lado. Estaba temblando por la conmoción, y la sangre le brotaba de ambos lados del muslo; la flecha le había atravesado la pierna y aún seguía ahí.
Jetsun miró el rostro de pánico del hombre al que conocía hacía décadas y sacudió la cabeza. Sabía que esa herida podía hacer peligrar su vida simplemente por la pérdida de sangre, pero eso no era todo. Se conocía que los bandidos untaban la punta de sus flechas con veneno o excremento y, aun en el caso de que la herida no fuera letal por sí sola, existía una gran probabilidad de que se infectara en los siguientes días y matara a la víctima más lentamente, aunque con igual eficacia.
Akar miró a Jetsun y su cara reflejó que era consciente de la realidad de la situación. Asintió lentamente, levantó la mano derecha y le agarró el brazo.
—Que sea rápido, amigo mío —dijo. Se recostó sobre el pedregoso suelo y cerró los ojos.
Jetsun asintió a su vez y sacó una pequeña daga de la vaina que llevaba en el cinturón. Rápidamente la hundió en el pecho de Akar, directa al corazón. El hombre tendido en el suelo se estremeció y al instante se quedó quieto; sus rasgos fueron relajándose a medida que el dolor lo abandonaba por última vez.
Aproximadamente media hora después, la pequeña caravana, ahora con tres hombres menos, reanudó el viaje. Durante el resto del trayecto ni vieron ni se toparon con nadie más y finalmente, justo tras la puesta de sol, llegaron a su destino en lo alto del valle.
Jetsun ordenó que se encendieran las antorchas y envió a dos de sus hombres al interior para registrar la estructura a fondo y asegurarse de que nadie más se había refugiado allí aunque, a esa altitud, era poco probable. Al cabo de unos minutos salieron para informar de que el lugar estaba exactamente igual que el año anterior, cuando lo habían visto por primera vez y habían pasado casi seis meses preparándolo, labor que además de resultar físicamente agotadora, había requerido de considerable ingenio.
Jetsun asintió satisfecho. Ordenó que desengancharan a los yaks del carro y que los soltaran junto con el resto de los burros; no volverían a necesitar a esos animales. Pero los dos camellos estaban bien amarrados en una zona cercana y llana donde unos pequeños arbustos les darían sustento.
Sacaron todas las pieles y demás mercancía del carro, dejando al descubierto la pesada caja de madera; la levantaron entre todos y la llevaron a la entrada, donde la dejaron en el suelo. Después encendieron más antorchas para tener suficiente luz con la que dar comienzo a su tarea. Tenían vigas de madera apiladas contra la pared de enfrente y tardaron casi una hora en retirarlas todas y dejar a la vista la cámara interior.
Antes de que todos entraran, Jetsun pasó y la inspeccionó. La pequeña sala era casi cuadrada y, por razones evidentes, carecía de ventanas o de cualquier otra abertura. En un extremo había algo parecido a un altar, una estructura rectangular hecha de grandes trozos de piedra maciza. Los huecos que quedaban entre uno y otro se habían rellenado con una especie de argamasa y la parte superior estaba cubierta por varias losas de piedra.
Levantaron de nuevo la caja, la metieron en la cámara y la colocaron junto a la estructura de piedra. Jetsun dio otra orden y sus hombres comenzaron a quitar las losas y a apoyarlas contra la pared. A medida que trabajaban se podía ir viendo que la estructura estaba completamente vacía, que no era más que una cavidad rectangular formada por rocas talladas. Cuando hubieron quitado la última losa, Jetsun miró dentro, deslizó los dedos por las caras internas y asintió satisfecho.
Construir esa cavidad de piedra había sido una de las tareas que habían llevado a cabo el año anterior y, dada la fragilidad de su tesoro, su única preocupación había sido la posibilidad de que se creara humedad en el interior. Sin embargo, no detectó nada en las frías piedras que formaban la cavidad que sería el último lugar de descanso de la caja de madera y su preciado contenido.
Introducir la caja en la estructura de piedra no sería fácil dados su tamaño y su peso, pero tenían el problema previsto y a Jetsun se le había ocurrido una solución sencilla y efectiva.
Uno de sus hombres colocó tres cortas tiras de madera en la base de la estructura de piedra para crear una plataforma sobre la que pudiera descansar la caja. Después, los seis juntos la levantaron hasta la altura de sus caderas y la posaron en la estructura de piedra de modo que quedara sobre la abertura. Pasaron unas gruesas cuerdas por debajo, se las engancharon alrededor de los hombros y, cuando Jetsun dio la orden, volvieron a levantar la caja ayudándose de las cuerdas. Con dificultad, se movieron y colocaron la caja hasta que quedó exactamente alineada sobre el hueco. Después la bajaron con cuidado para introducirla en la estructura.
Una vez quedó apoyada en el fondo, tiraron de las cuerdas que habían quedado debajo y, con cuidado, volvieron a colocar cada losa, sellando así de nuevo la cavidad.
Satisfecho de que estuviera adecuadamente cerrada, Jetsun agarró un martillo y un cincel y, en mitad de la losa central, talló dos símbolos que en el dialecto tibetano equivalían a las letras «YA». Todos tocaron la talla una vez y todos, excepto uno, salieron lentamente de la cámara; ese hombre tenía una última labor que realizar. Después, cerraron la puerta por última vez.
Era demasiado tarde para consumar su tarea esa noche, así que comieron algo de las provisiones y bebieron un poco de vino antes de envolverse en sus pieles y dormir lo mejor que pudieron sobre el frío y pedregoso suelo.
A la mañana siguiente se levantaron para concluir el trabajo. Ocultar la entrada a la cámara interior les llevó un par de horas, pero cuando terminaron, el resultado fue asombroso. Desconociendo qué se ocultaba ahí dentro, nadie sabría siquiera que existía.
Jetsun inspeccionó el resultado y dio muestras de su satisfacción.
—Lo hemos hecho bien —les dijo a los hombres que lo habían seguido en su última misión—. Es la hora.
Salieron y lo siguieron por lo alto del valle hasta el borde de un acantilado donde un profundo barranco hendía la roca.
Al acercarse al borde, Sonam se apartó ligeramente con gesto de desazón.
—¿Es necesario, Jetsun? —preguntó—. Todos nos habéis sido leales a mí y a nuestro maestro. Semejante lealtad no debería quedar recompensada de este modo.
El hombre más mayor sacudió la cabeza.
—No lo desvelaríamos por voluntad propia, mi señor, pero no sabemos qué depara el futuro, y este es el único modo de asegurarnos de que el secreto quedará protegido.
Sonam sacudió la cabeza.
—No puedo presenciar esto —murmuró—. Me marcharé ahora.
Dio un paso al frente y agarró a Jetsun por los hombros antes de darse la vuelta y, sin mirar atrás, dirigirse hacia donde los dos camellos pastaban tranquilamente.
Tras él oyó el primer grito de dolor cuando Jetsun dio comienzo al sacrificio voluntario de sus leales y fieles compañeros.