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Killian condujo ocho kilómetros desde Al Gebel al Ahmar en dirección este, alejándose de El Cairo y de los barrios de la periferia hasta que encontró un tramo de carretera desierta. No había querido llevarse los retratos a su habitación de hotel porque algún empleado podría recordarlo llegando con unos objetos poco habituales y no quería que lo molestaran mientras los examinaba. Además, necesitaba privacidad para cambiarse el vendaje de la oreja.
Un camino sin asfaltar, estrecho y accidentado, se desviaba por un lado de la carretera y serpenteaba alrededor de una serie de dunas bajas que le proporcionarían la intimidad que quería. Condujo por el camino hasta que estuvo a unos cien metros de la carretera y paró el coche.
Salió del vehículo y miró a su alrededor. El aire estaba quieto y silencioso. Gruñendo de satisfacción, sacó una manta del maletero del coche y la extendió en el suelo. Colocó encima los dos retratos, boca abajo, para examinarlos, pero al hacerlo, un punzante dolor le atravesó el cráneo y un par de gotas de sangre cayeron a sus pies sobre el polvoriento suelo. Se estremeció y sacó el botiquín del coche; lo abrió y se sentó en el asiento del copiloto para cambiarse las vendas. No le fue fácil, al tener solo el espejo retrovisor interior para guiarse, pero al final terminó y salió con un vendaje nuevo cubriéndole la oreja maltrecha. El golpe de Suleiman le había arrancado la costra de la parte superior de la herida y sabía que eso retrasaría aún más el proceso de curación.
Al menos, la herida seguía limpia y no mostraba signos de infección, lo cual era sorprendente teniendo en cuenta el modo en que había resultado herido. Aún podía recordar los dientes amarillentos de Oliver Wendell-Carfax, manchados con su sangre y fragmentos de carne, cuando por fin había logrado soltarse. A saber qué bacterias o cosas peores había tenido en la boca. Además de limpiar la herida dos veces al día, había estado rociándola con agua bendita y pensaba que tal vez esa, más que sus rudimentarios cuidados médicos, había sido la razón por la que seguía limpia. Era una manifestación más del poder de Dios y del modo en que protegía a su siervo en la tierra.
Esbozó una adusta sonrisa. Tanto Oliver Wendell-Carfax como Suleiman habían pagado más que suficiente por su osadía al resistirse a la voluntad de Dios. Y Wendell-Carfax y el hombre gordo del museo habían sentido antes de morir los dientes del látigo, el más antiguo y sagrado instrumento de castigo. Si hubiera tenido un poco más de tiempo, le habría dado a Suleiman una buena y completa lección utilizando también ese instrumento. Pero su prioridad había sido sacar los retratos de la casa.
Al menos esa fase de la búsqueda había finalizado. Tenía las últimas pistas que necesitaba para recuperar el tesoro y, aunque alguien más estuviera buscando, su modo de proceder le había asegurado que no pudieran llegar más lejos de Egipto. Lo único que tenía que hacer ahora era encontrar el lugar donde Bartholomew había escondido la copia del pergamino.
Miró los dos retratos. Después se santiguó y se arrodilló durante unos minutos a rezar ante el pequeño crucifijo de plata que se sacó del bolsillo. Era su constante compañero, guía y consuelo en momentos de tensión y problemas.
A continuación dio comienzo a un exhaustivo examen de los marcos de los retratos. No importaba dónde hubiera escondido el texto Bartholomew porque Killian estaba totalmente seguro de que lo podría encontrar. Y una vez lo hiciera, destruiría los retratos e iniciaría la última fase de su búsqueda. Se relamió los labios. Ya prácticamente podía ver el tesoro.