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A las diez de esa mañana, Angela estaba en la cocina de Carfax Hall con el portátil en funcionamiento. Esperaba que el programa de catalogación le permitiera identificar la mayoría de las piezas de cerámica de la casa o, al menos, asignarles una fecha y un país de origen aproximados. Las tasaciones le llevarían más tiempo y no estaba equipada para llevarlas a cabo. El otro problema obvio, pensó mientras miraba la porcelana apilada al otro lado de la mesa, era que el periodo que más conocía era el siglo I d. C., mientras que la mayoría de los objetos que tenía delante databan de dos mil años más tarde. Suspiró. Tendría que hacer todo lo posible.

Para cuando se terminó el café, ya le había echado un vistazo preliminar a los utensilios de porcelana, cerámica y loza, había seleccionado unas pocas y bonitas piezas de alfarería inglesa antigua y las había apartado.

Después, se puso manos a la obra con su rutina de probada calidad. Creó una base de datos provisional en el portátil, la llamó «Cerámicas de Carfax Hall» y etiquetó los campos de arriba abajo. Empezó con la fecha actual para pasar a la fecha probable de la pieza; después el fabricante, si se conocía; luego una descripción; a continuación una nota sobre cualquier defecto que pudiera encontrar; por último, una estimación aproximada de su valor.

También creó una segunda base mucho más sencilla para las piezas de porcelana, y había muchas, que no serían de interés para el museo y que, probablemente, terminarían en alguna casa de subastas local. Ya había decidido mirar primero las piezas de menor valor para apartarlas y dejar espacio en la mesa lo más rápido posible.

Fotografió cada pieza desde distintos ángulos con su cámara digital antes de envolverlas en plástico de burbujas y almacenarlas en una de las cajas de madera que le habían bajado del desván. Pronto le quedó claro que casi todo lo que había en la mesa terminaría en la caja de la subasta, porque la mayoría de la porcelana que tenía delante no valía más que unas cuantas libras, y algunas piezas incluso menos. De vez en cuando iba conectando la cámara al portátil para transferir las fotografías que había sacado a una nueva carpeta del disco duro.

Los demás miembros del equipo entraban en la cocina a intervalos para prepararse café o té, o simplemente para charlar mientras se tomaban un descanso en su labor.

Cuando pararon para almorzar, Angela ya casi había llenado la caja de la subasta y con ello había quitado de la mesa, tal vez, una cuarta parte de las piezas de porcelana.

—¿Has encontrado algo interesante? —le preguntó David Hughes; sus gafas destellaban con el sol que se colaba por el ventanal de la cocina.

Angela negó con la cabeza.

—La verdad es que no. Hay algo de alfarería inglesa y alguna pieza de Wedgwood de su primera época, pero nada que no puedas comprar en cualquier tienda de antigüedades medianamente decente. Dudo que Oliver o Bartholomew se dedicaran a coleccionar cerámica. ¿Y tú qué?

—Pues yo sí que tengo algunas piezas bastante buenas. Hay una mesa de centro octogonal de palisandro de estilo regencia, pero mi hallazgo más fascinante es una silla jacobina con el respaldo grabado que se encuentra en un estado maravilloso.

—¿Estás seguro de que no es una reproducción de mediados del siglo XIX? —Mayhew acababa de entrar y se le veía más colorado que de costumbre—. En ese periodo hicieron muchas.

—Tú cíñete a tu especialización, Richard —le respondió Hughes mirándolo por encima de las gafas de un modo que a Angela le recordó a un profesor—, y yo me ceñiré a la mía.

—Estás muy callado, Owen —dijo Mayhew girándose hacia un hombre de pelo cano con gafas bifocales que estaba sentado en el otro extremo de la larga mesa—. ¿Tienes algo?

Owen Reynolds, uno de los expertos en armas y objetos militares del museo Británico, se inclinó hacia delante.

—No estoy seguro. Aquí no hay mucho que sea claramente de mi competencia excepto esa armadura del vestíbulo, así que…

—¿Es auténtica? —preguntó Mayhew.

—Sin duda. Es un ejemplo especialmente notable de Gotischer Plattenpanzer, un blindaje gótico que data del siglo XV. Tendré que investigarlo, pero creo que podría ser de la época del emperador Maximiliano, lo cual es fascinante. Y he encontrado un par de espadas de caballería modelo 1796, una es una pallasch austriaca y la otra una versión inglesa. Pero quitando esto no hay mucho, así que he estado mirando el contenido de las cajas del salón, o como se llame esa sala tan grande.

Mayhew lo observó con expectación.

—¿Y?

Reynolds miró a su alrededor.

—Bueno, no estoy seguro del todo, pero creo que alguien ha estado rebuscando entre ellas. Y no me refiero a ninguno de nosotros. En varios de los arcones había objetos sin embalar y, por lo que yo recuerdo, todo estaba perfectamente empaquetado la primera vez que inspeccionamos las cajas.

Hubo un breve silencio.

—¿Te refieres a un ladrón? —preguntó Mayhew.

Reynolds extendió las manos.

—El problema es que no sabemos qué había en las cajas. Quiero decir, no tenemos un inventario completo de su contenido, ¿no? Para eso hemos venido.

—¿Crees que alguien ha estado robando?

Reynolds sacudió la cabeza.

—No lo sé. Hay muchas piezas valiosas en esta casa, cuberterías de plata y cosas así, que cualquier ladrón habría reconocido de inmediato como algo de mucho valor, y creo que alguna de esas podría faltar también. Pero como no hay inventario, no podemos saberlo con seguridad.

Angela se levantó.

—A ver, si Owen tiene razón y alguien ha estado aquí, lo primero que tenemos que hacer es averiguar cómo está entrando ese ladrón o lo que sea. Dios —bajó la voz—, ¿no estará en la casa ahora, verdad?

Richard Mayhew sacudió la cabeza.

—No, pero hemos estado dejando la puerta abierta mientras hemos estado aquí dentro, así que supongo que es posible que alguien se haya colado. Será mejor que a partir de ahora la tengamos cerrada.

Angela asintió con decisión.

—Y también quiero que registremos la casa entera, ahora mismo, por si hay alguien escondido o merodeando en el sótano, en el desván o en alguna parte. —Era consciente de lo mucho que le latía el corazón y respiró hondo varias veces. La última vez que había estado trabajando fuera del museo había estado a punto de perder la vida y ahí no quería correr riesgos.

—Vale, vale —asintió Mayhew con un fuerte suspiro—. En cuanto hayamos terminado de almorzar, registraremos la casa de arriba abajo, ¿satisfecha?

Noventa minutos más tarde, acalorados y llenos de polvo por haber estado hurgando por todos los rincones de la vieja casa, los miembros del equipo se reunieron algo malhumorados en la cocina. No habían encontrado absolutamente nada que indicara que alguien hubiera estado en la casa hacía poco, exceptuando un ventanal abierto en la parte trasera que ahora, a petición de Angela, habían cerrado con pestillo y atascado con un destornillador para evitar que pudiera abrirse desde fuera.

—¿Contenta? —le preguntó con brusquedad Richard Mayhew.

Angela suspiró. Aún estaba muy intranquila.

—Preferiría estar en Londres, gracias. Pero al menos ahora estoy segura de que no hay nadie vigilándonos.

—Vale, y ahora que por fin hemos aclarado esto, vamos a hacer algo útil, ¿os parece? —dijo Mayhew saliendo apresuradamente de la cocina.

Angela cogió otra pieza de porcelana de la mesa para evaluarla y catalogarla. Acababa de abrir el portátil cuando oyó el grito ahogado de David Hughes.

—¿Qué pasa? —Se giró para mirar atrás.

—Me ha parecido ver algo fuera, algo en movimiento.

El hombre cruzó la cocina hasta la ventana y miró por los mugrientos cristales hacia los descuidados jardines.

Angela soltó el plato de cerámica que había estado examinando y se levantó para acercarse a la ventana. El terreno que tenían delante se inclinaba suavemente hacia abajo y estaba salpicado de arbustos y matorrales, muchos de los cuales eran lo suficientemente grandes como para ocultar a una persona. Y, además, había otra cosa en la que Angela se fijó.

—Puede que tengas razón —dijo despacio—. Cada vez que me he asomado por esta ventana desde que hemos llegado, he visto al menos dos o tres conejos saltando por ahí. Ahora mismo no veo ninguno. Los conejos son unos animales tremendamente nerviosos; que no estén podría significar que hay alguien ahí fuera. —Tembló levemente—. ¡Dios! ¡Qué a gusto me voy a quedar cuando hayamos terminado y estemos en Londres! Este sitio me pone los pelos de punta.