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En una zona llana junto a la carretera, a aproximadamente un kilómetro y medio de Arann, Masters terminó la llamada por su teléfono satélite y cogió un mapa topográfico de Cachemira. Después de extenderlo sobre el capó del Land Cruiser, lo estudió unos minutos con Donovan a su lado. A continuación, les hizo una señal a los hombres, que se agruparon a su alrededor.

—A ver, Bronson y Lewis acaban de parar su vehículo y se han salido de la carretera justo aquí. Según el equipo de vigilancia, el Jeep ha subido por ese estrecho barranco hace unos diez minutos y no ha vuelto a aparecer.

—Entonces lo que no podemos hacer es subir con el coche por ese barranco. Eso sería una estupidez. Tenemos que seguirlos con mucho sigilo.

John Cross, el fornido hombre situado en un extremo del grupo, sacudió la cabeza.

—Esto no tiene sentido, Nick. Puede que estos dos ingleses no lleven encima más que una navajita. Nosotros tenemos rifles de asalto y pistolas. No entiendo por qué no subimos con los coches hasta ellos, le ponemos una pistola a la mujer en el cuello y le decimos al tipo que apretaremos el gatillo si no nos dice lo que sabe.

Un par de hombres asintieron mostrando su acuerdo.

—Ah, y por cierto, Nick, seguimos sin tener ni idea de qué cojones tenemos que buscar en este agujero perdido de la mano de Dios —añadió Cross—, porque hasta ahora no nos has dicho ni una mierda.

Masters asintió.

—Todavía no voy a deciros por qué estamos aquí —contestó con brusquedad— porque ese tipo de ahí —señaló a Donovan, que se había alejado un poco del grupo de mercenarios— es el hombre que paga vuestro sueldo y quiere que así sea. Y la razón por la que a Angela Lewis no le vamos a hacer una amigdalectomía con una nueve milímetros es que ella es la persona que más probabilidades tiene de encontrar lo que buscamos. Si esto no os convence, descargad las armas, metedlas en la camioneta y echad a andar.

Miró a los hombres. Ni uno se movió.

—¿Nadie? Vale, pues entonces preparaos. Nos vamos en dos minutos.

Bronson se echó una mochila a la espalda. Dentro llevaban botellas de agua y media docena de barritas de chocolate, además de un par de sudaderas y unas cuantas herramientas que había comprado en Leh pensando que podían serles útiles. Dejaron el resto de su equipo de supervivencia en el Nissan; si había que pasar la noche al raso, tendrían que volver al coche.

—¿Estás lista?

—Lista y con ganas de ponerme en marcha —respondió Angela con una sonrisa.

Bronson marcó el camino mientras subían por una suave pendiente, trepando alrededor de peñas y por encima de rocas caídas. Se detuvo para ayudar a Angela en el último tramo. Al extender la mano, vio que tenía los ojos como platos mientras miraba algo detrás de él; algo que, claramente, había pasado por alto.

Bronson se giró.

—¿Qué pasa?

—Ahí —dijo Angela señalando justo detrás de él—. Al otro lado de esas rocas. Hay una línea recta. Parece la pared de un edificio o, al menos, algo hecho por el hombre.

Bronson miró lo que ella había señalado. Las rocas que tenían más cerca se curvaban ligeramente hacia fuera y, así, solo la parte baja de lo que hubiera al otro lado de la esquina era visible desde donde estaban. Pero por lo que podía ver, sí que parecía la base de una pared de piedra vertical.

—Vamos a verlo —contestó Bronson.

—Allí —dijo Masters señalando una zona a la izquierda del camino que llevaban siguiendo durante medio kilómetro desde la carretera.

El conductor giró el volante y frenó en seco.

Masters le indicó al conductor del segundo cuatro por cuatro que aparcara al lado. Sus cuatro hombres bajaron y permanecieron a la espera de órdenes.

—De acuerdo. Sacad los rifles de asalto. Aseguraos de que todas vuestras recámaras están llenas ahora mismo, pero no, repito, no carguéis ni una sola bala ni en los AK ni en vuestras pistolas. Ahora mismo no nos podemos permitir un disparo ejecutado por descuidado. Dejad dos de los Kalashnikovs y un par de pistolas además de munición entre los Jeeps para que las recoja el equipo de reconocimiento.

—¿Y si alguien pasa por aquí? —preguntó Cross.

Masters se lo quedó mirando.

—¿Aquí? —contestó con brusquedad—. ¡Espabila! Lo peor que podría pasarles a las armas es que una cabra pase por aquí y se cague en ellas. ¡Venga, dame ese teléfono!

Cinco minutos después habían cerrado con llave los vehículos y se dirigían al barranco donde Bronson y Angela habían aparcado el vehículo.

A un lado de la montaña Saser, el Land Rover gris había retomado la marcha por la misma ruta que Bronson había seguido. Su plan era recoger las armas que Masters les había dejado, pasar el barranco por la carretera y detenerse a unos diez kilómetros por delante. Después se situarían en las colinas al oeste, demasiado lejos como para intervenir en lo que iba a pasar en el valle, aunque con ello se asegurarían de que nadie pudiera salir por esa dirección.

Rodeados por dos grupos de hombres armados, Bronson y Angela estaban metiéndose de cabeza en la boca del lobo.