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Como correspondía al fundador y principal accionista de NotJustGenetics Inc., el despacho de J. J. Donovan se encontraba en el piso superior del edificio y, de hecho, ocupaba la mayor parte de la planta. Dos de las paredes eran casi enteramente de cristal y ofrecían unas vistas espectaculares de Monterrey y del océano, aunque últimamente, rara vez Donovan se molestaba en mirar en esa dirección. Incluso había hecho que le acercaran el escritorio a una de las paredes más interiores y colocaran en su lugar un par de sofás y varios sillones junto a los ventanales.

Su mesa era una amplia superficie de arce sostenida por una estructura y unas patas de acero inoxidable, mientras que su silla era una combinación futurista de cromo, acero y cuero. Frente al escritorio, aproximadamente media pared estaba completamente cubierta por pantallas de vídeo. Ocho plasmas mostraban una selección de noticias nacionales e internacionales. En el centro de la mesa, una pantalla más pequeña emitía exactamente las mismas noticias, pero era táctil, así que Donovan solo tenía que posar el dedo sobre cualquiera de los canales para activarle el sonido.

También en el escritorio había tres teléfonos y dos pantallas de ordenador, una con el logo y el estado de la red de NoJoGen que mostraba, además, el progreso de cualquiera de los programas de desarrollo conducidos por los científicos de la compañía. La otra era la típica pantalla de PC conectada a un router de banda ancha que le permitía navegar por la red. Ya que ese equipo era un área obvia de vulnerabilidad, estaba separado de la red corporativa, que estaba protegida por un cortafuegos físico y los programas cortafuegos, antivirus y antiintrusión más poderosos que se podían comprar. Jesse McLeod había dicho que ni siquiera él podía entrar en el sistema y que si él no podía, había añadido sin modestia, nadie más podría.

La única nota incongruente en el despacho de alta tecnología de Donovan era una gran vitrina colocada junto a la puerta que contenía una colección de libros antiguos. Libros muy antiguos. O, para ser exactos del todo, facsímiles de libros antiquísimos. Y en una caja fuerte empotrada en la misma pared que incorporaba sofisticados controles termostáticos y dispositivos para regular la humedad, se encontraba su posesión más preciada. Era poco más que un trozo de papiro al que había bautizado extraoficialmente Códice Hircania basándose en el único nombre que había encontrado en el texto.

En absoluto contraste con el trabajo que desempeñaba su compañía, que se podría decir que iba más allá de la vanguardia de la ciencia genética, Donovan llevaba mucho tiempo fascinado por antiguos manuscritos y códices. Gracias al éxito de su negocio, había tenido fondos para satisfacer su pasión y había comprado reliquias en subastas y a comerciantes especializados. Incluso había aprendido un poco de hebreo y de arameo, aunque solía contratar a especialistas para traducir las obras que adquiría.

Hacía aproximadamente dos años le había impactado una única frase que había leído en la traducción de una parte del Códice Hircania y fue ese descubrimiento lo que había motivado las investigaciones no pertenecientes al campo médico que le encargaba a Jess McLeod.

Aquella mañana, Donovan llegó pronto al edificio y llevó a cabo su rutina habitual. Aparcó su Porsche 911 en la plaza que tenía asignada en el aparcamiento subterráneo y subió las escaleras hasta su despacho. Nunca utilizaba el ascensor porque hacía muy poco ejercicio durante el día y nunca le había encontrado sentido a sudar inútilmente en una máquina de gimnasio. Esperaba que subir seis tramos de escaleras sin parar cada día le proporcionara un breve pero regular entrenamiento cardiovascular.

Y cualquiera que lo viera probablemente diría que sí que funcionaba. Donovan era alto, rondaba el metro noventa, y delgado, con el pelo negro tupido y muy corto; no al rape, pero casi. Unos ojos marrones oscuros, casi negros, y una nariz grande y recta dominaban su rostro, y siempre lucía una barba incipiente incluso aunque estuviera recién afeitado. Cuando sonreía, lo cual hacía con frecuencia, porque J. J. Donovan era un hombre con muchas razones para ser feliz, mostraba dos hileras de brillantes dientes blancos a los que a veces se refería como «su sonrisa de cuarenta de los grandes», porque eso era exactamente lo que le había costado.

Dejó su maletín sobre la mesa y encendió los dos monitores. En el PC conectado a internet seleccionó una emisora de música clásica y derivó el sonido al altavoz incorporado del portátil. Después conectó el enchufe de los monitores instalados en la pared y vio la CNN unos instantes. Finalmente miró su ordenador y comprobó el sistema de mensajería interna.

El mensaje de Jess McLeod fue el tercero que leyó. Lo hizo dos veces y después cogió el teléfono interno.