13
Jonathan Carfax observaba por unos prismáticos compactos cómo el último coche se alejaba de la entrada de Carfax Hall. Sabía que era invisible para la gente del museo porque estaba cobijado por un grupo de árboles justo fuera de los límites de la propiedad, aunque tenía una buena perspectiva de la casa desde ahí.
A primera hora de esa tarde se había acercado a la casa por detrás, reptando y cubriéndose tras los pequeños matorrales, pero estaba claro que alguien lo había visto. Al avanzar, dos rostros habían aparecido en la ventana de la cocina y habían mirado en su dirección, aunque para entonces él ya se había alejado bajando por el desnivel y se había agachado detrás de un rododendro donde se había quedado tendido y echando humo. Jonathan era uno de los primos de Oliver y, al igual que el resto de la familia, acababa de descubrir que lo había desheredado. Pero, como se había dicho, haría algo al respecto.
Al cabo de quince minutos de padecer el frío y la humedad, por fin se había incorporado un poco y, de cuclillas, había corrido los últimos metros hasta la valla. Después, había cruzado el bosque hasta su coche y había esperado a que se marchara el último de los miembros del museo Británico.
La oscuridad estaba cayendo cuando Carfax volvía hacia la casa. Los coches se habían marchado y no parecía que hubiera nadie por allí. Un solitario murciélago bajó en picado surcando el cielo del crepúsculo. De momento, todo bien, pensó.
Rápidamente fue hasta la ventana que había dejado abierta en la parte trasera de la casa. Miró a su alrededor una vez más y empujó el bastidor hacia arriba. O, mejor dicho, lo intentó. Tardó menos de un segundo en darse cuenta de que alguien, claramente alguien del equipo del museo, debía de haber visto el pestillo abierto y lo había echado.
—¡Mierda! —murmuró retrocediendo. Sin embargo, había ido preparado. En el maletero del coche había guardado una selección de herramientas pensando que serían suficientes para soltar el pestillo en caso de que lo encontrara echado.
Diez minutos más tarde estaba de vuelta con un largo cincel que deslizó entre las dos secciones de la ventana de guillotina. Lo colocó contra el pestillo y ejerció presión hacia un lado. No pasó nada; ahí seguía el pestillo, obstinadamente cerrado. Volvió a intentarlo y, de nuevo, cada vez que aumentaba la fuerza sobre la herramienta, obtenía el mismo resultado: la barra no se movía.
Maldijo otra vez, ahora más fuerte. Había elegido esa ventana porque, de todas las de la planta baja, era la que tenía el pestillo más suelto. Vio una roca que había caído de alguna parte del muro de la casa y la arrastró hasta la ventana; se alzó sobre ella y, al ver el destornillador que habían encajado en el pestillo, supo que no podría forzarlo desde fuera.
Alguien debía de haber supuesto que había entrado en la propiedad, y eso que creía que había cubierto su rastro y solo se había llevado algunas de las piezas más selectas. Rápidamente intentó forzar las otras ventanas de la fachada trasera, aunque sabía que los demás pestillos estaban muy duros por el desuso y el óxido. Al cabo de diez minutos supo que estaba perdiendo el tiempo; ninguno de los otros pestillos se había movido ni un milímetro.
Refunfuñando, Carfax recogió sus herramientas y su equipo. La mejor opción que tenía parecía ser una escalera con la que llegar a una de las ventanas de la primera planta. Con suerte podría forzar alguna. Si no, la única alternativa era romper un cristal y abrir una ventana de la planta baja, pero entonces la policía acabaría metida en el asunto y eso sí que no lo quería.
Había un par de piezas de buenísima plata georgiana en alguna parte de la casa que aún no había encontrado, y una bandeja de Paul Storr que, suponía, tendría un precio de cinco cifras, así que era vital entrar sin que nadie se diera cuenta.
Debía volver al día siguiente con una escalera. Tenía derecho a las pertenencias de Oliver y se aseguraría de que acabaran en su casa, y no en un museo.