9
Jesse McLeod miró al hombre que tenía sentado frente a él.
Killian le había preocupado desde el momento en que se habían conocido. No era el aspecto general de ese hombre lo que le había resultado intimidante, solo sus ojos: negros, sin vida, que parecían sacarte el alma y desnudar tus pensamientos. Y además tenía una especie de energía contenida, como un muelle muy tensado, que siempre parecía estar a punto de estallar en una repentina, y probablemente extrema, violencia.
Pero McLeod sabía que tenía algo que Killian quería, y eso le ofrecía una poderosa herramienta que emplear en sus negociaciones. No pensaba que Killian fuera a mostrarse reacio al modesto pago que tenía en mente porque las consecuencias de que no pagara eran muy graves y sabía que su interlocutor sería consciente de eso.
—¡La quiero ahora! —bramó Killian, refiriéndose a la información que McLeod le había conseguido.
—Puedo dársela aquí mismo en un lápiz de memoria —sugirió McLeod.
—¿La llevas encima? ¿En el portátil?
McLeod asintió.
—Aquí mismo —confirmó, dando una palmadita a la bolsa de cuero que tenía junto a la silla—. Solo nos queda por hablar del tema del pago.
El rostro de Killian se ensombreció.
—Llevo dos años pagándote anticipos. ¿Por qué crees que esta información te da derecho a más dinero?
—Creo que cuando lo vea, entenderá por qué es tan importante. —McLeod estaba eligiendo sus palabras con gran cuidado—. Está directamente relacionado con la información anterior que le di, eso del «tesoro del mundo», ¿se acuerda? ¿El artículo ese sobre el viejo inglés que por fin había descubierto dónde estaba escondido el tesoro?
Killian se quedó mirando a McLeod unos segundos y después asintió, indicándole que continuara.
—He encontrado un artículo en un periódico local. Parece que alguien se ha cargado al viejo, lo azotó hasta que su corazón no pudo más. Y eso significa que alguien debió de leer el artículo y que, tal vez, esté buscando lo mismo que usted.
Killian seguía sin decir nada.
—Había un detalle en el artículo que me pareció muy interesante, así que investigué un poco más. Me colé en la base de datos de la policía local y comprobé los informes forenses y un montón de cosas más. Me lo descargué todo y creo que hay un par de datos que tendría que ver.
—De acuerdo —dijo Killian lentamente—. Dámelo y después hablaremos de cifras.
McLeod asintió y sacó de su bolsa un pequeño portátil. Lo encendió y unos minutos después extrajo un fino lápiz de memoria del puerto USB y lo dejó encima de la mesa.
—¿Ya está? —preguntó Killian.
—Sí. Ahí está todo. Parece que el viejo no tuvo una muerte muy plácida. Los forenses encontraron mucha sangre en su boca; sangre que no era suya, quiero decir, y trozos de carne. Los investigadores creen que debió de morder a su atacante. Tienen muestras de sangre y tejido y están esperando a los resultados de ADN para tener un perfil del asesino.
Posó la mirada unos segundos sobre la venda que Killian tenía en la cabeza y que se veía profusamente acolchada sobre su oreja izquierda antes de volver a centrar la atención en el portátil.
—¿Le has contado esto a alguien más? —preguntó Killian con brusquedad.
McLeod negó con la cabeza.
—No, pero uno tiene que tomar precauciones, no sé si me entiende. Así que hay más copias de lo que tiene usted aquí, por si esa información se pierde o manipula, ya sabe. —Se recostó en la silla intentando mostrarse relajado, como si tuviera el control de la situación—. Bueno, ¿qué le parecen cincuenta de los grandes por la información y todas las copias? —A él le daba la impresión de que era una cifra más que razonable.
La sonrisa de Killian no llegó a reflejarse en sus ojos.
—Pues me parece que cincuenta de los grandes es demasiado, McLeod. Tengo una solución mucho más barata y permanente.
Se sacó del bolsillo una pequeña pistola semiautomática afeada por la forma bulbosa del silenciador conectado al extremo del cañón.
A McLeod se le salieron los ojos de las órbitas y, aterrorizado, se estiró hacia atrás contra el respaldo de la silla.
—¡Ey, tío, no haga eso! —exclamó con un tono agudo de pánico—. Se lo entregaré todo. Puede quedárselo gratis.
—Deberías haberte limitado a los ordenadores —espetó Killian con esos ojos tan oscuros y su rostro inexpresivo—. Ni en un millón de años lograrías acabar siendo un chantajista. Eres un aficionado, y ni siquiera uno bueno.
—Pero las otras copias de la información… Si desaparezco, mis amigos…
—Correré el riesgo, McLeod, y si tus amigos vienen a por mí, los mataré también. No es una cuestión de dinero, sino de seguridad, de no dejar cabos sueltos. Tengo que asegurarme de que no le contarás a nadie nada de esto.
—No lo haré, lo prometo —dijo McLeod levantándose.
—Sé que no lo harás.
El disparo fue poco más que el sonido de una tos, pero el impacto lanzó hacia atrás el cuerpo de McLeod. Su silla se volcó y él cayó al suelo con las extremidades extendidas, abriendo y cerrando la boca y parpadeando.
Killian se levantó y rodeó la mesa hasta donde yacía su víctima. Lo había alcanzado casi en el centro del pecho, probablemente no había llegado al corazón, pero aun así era una herida letal.
Apuntando con esmero, disparó de nuevo. La bala se instaló en el lado izquierdo del pecho de McLeod y le atravesó el corazón. Su cuerpo se retorció una vez y después se quedó quieto.
Killian se guardó la pistola en el bolsillo de la chaqueta y casi sin pensarlo se tocó la frente y el pecho tres veces, haciendo la señal de la cruz. Se agachó, vació los bolsillos del muerto, se dio la vuelta y cogió el portátil y la tarjeta de memoria de McLeod.
Tenía mucho que hacer y el tiempo corría.