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El sol estaba alto para cuando Killian al fin consiguió sacar los retratos de sus marcos y hacerlos añicos. El lugar más obvio donde esconder un pequeño fragmento de pergamino era dentro de un compartimento secreto en alguna parte de la madera, profusamente decorada con pan de oro, que rodeaba y sostenía cada cuadro, así que había empezado examinando los marcos y buscando alguna letra o marca que pudiera ser relevante. Pero tanto los frontales como las partes traseras de los dos estaban prácticamente intactos. Había comprobado cada grieta y línea que había visto en busca del compartimento que estaba seguro que estaría ahí, pero por mucho que tocó, ningún panel ni cajón se abrió.
Después había roto el primer marco, desmontando las juntas y separando las cuatro partes. Las había examinado una a una y había roto los pedazos de madera hasta que se vio rodeado de astillas y desconchones de pintura dorada que cubrían la manta como si fueran confeti. Pero no había encontrado nada.
Repitió el proceso con el otro marco y obtuvo exactamente el mismo resultado. No había nada oculto dentro de ninguno. Solo entonces pasó a centrar su atención en los propios retratos.
Las partes traseras de los dos óleos parecían ser normales en todos los sentidos. Los lienzos estaban montados sobre bastidores de madera rectangulares y la tela estaba bien tensa y fijada mediante tachuelas cortas. Por lo que podía ver, en la madera no había marcas ni tampoco nada en la parte trasera del lienzo. El único otro sitio que podría haber ocultado el texto era el frente del bastidor, la parte que se encontraba bajo el lienzo del propio cuadro.
Sacó un destornillador de punta ancha de la pequeña caja de herramientas que siempre llevaba encima, pero al momento se detuvo y sacudió la cabeza. Había muchas tachuelas, tal vez cincuenta o sesenta, por la parte trasera del bastidor, y tardaría años en quitarlas con el destornillador. El cuadro no le interesaba nada, así que podría arrancarlo mucho más rápido con un cuchillo.
Eligió una navaja, sacó la hoja y, con un rápido movimiento, arrancó todo un lado de un bastidor. Después giró el cuadro e hizo lo mismo con los otros tres. La tela cayó y Killian observó con avidez la madera que había dejado al descubierto.
De nuevo, no encontró ningún tipo de marca. Agarró el destornillador y metió la punta bajo la tira de lienzo que seguía enganchada al bastidor. Levantó la tela hasta que pudo agarrarla bien y tiró de ella. En la madera no había nada; ninguna marca.
Se quedó mirando el bastidor y dándole vueltas en sus manos. Sabía que algo se le debía de haber escapado. La frase de Bartholomew solo se podía interpretar de un modo. La traducción del pergamino perdido tenía que estar oculta en alguna parte de los cuadros, en los «Montgomery». Era lo único que tenía sentido.
Gruñendo de frustración, tiró el bastidor y cogió el retrato que había arrancado. Examinó la parte trasera del lienzo, pero no encontró ninguna marca. Y entonces le dio la vuelta a la tela y observó el retrato en sí.
Diez minutos después, hizo una bola con el lienzo. No había nada, ninguna pista en ninguna parte del retrato. Solo pudo sacar una conclusión, y era algo tarde para descubrir que había una pregunta vital que no le había hecho a Suleiman al Sahid.
Había subestimado a Bronson y a Lewis. Estaba claro que habían estudiado el contenido de la caja de cuero antes de que se la hubiera quitado y que habían relacionado las mismas cosas que él. Después habían volado hasta Egipto, habían visitado a Al Sahid y se habían llevado las pistas que Bartholomew había ocultado en los retratos años antes. Ahora se daba cuenta de que su exhaustiva y destructiva búsqueda de los retratos había sido una absoluta pérdida de energía y, peor aún, de tiempo. Lo más probable era que Bartholomew hubiera anotado la traducción completa del texto persa en unos pedazos de papel, que los hubiera metido en sobres y los hubiera colado por detrás de los retratos.
Y entonces había llegado Bronson, había engatusado a Suleiman y se había apropiado de lo que todos estaban buscando.
Killian soltó una buena sarta de improperios y con una patada a los restos de madera hizo volar los trozos de los marcos en todas las direcciones. Las pistas no estaban allí.
Se agachó y rebuscó una vez más entre los pedazos; después se metió la mano en el bolsillo, sacó un mechero y acercó la llama al extremo del lienzo. Con el calor del mediodía, la vieja y seca tela ardió casi de inmediato. Killian esperó un momento para asegurarse de que el fuego estaba bien prendido, añadió los restos de los marcos y bastidores a las llamas y volvió a su coche.
Al menos ahora sabía exactamente lo que tenía que hacer. Estaba claro que Bronson y Lewis tenían la información que necesitaba y tenían que estar en alguna parte de El Cairo. Debía encontrarlos y recuperar las pistas. Y después los mataría. Sonrió, el dolor de su oreja estaba disminuyendo un poco. Las muertes que estaba planeando serían largas y lentas.