29
El aeropuerto de El Cairo había resultado ser una sorpresa. Bronson se había esperado un lugar lleno de polvo, abarrotado e ineficiente y bastante destartalado, pero en realidad estaba resplandeciente y era ultramoderno, una catedral de acero y cristal de alta tecnología dedicada a las necesidades del viajero internacional.
Al igual que todos los ciudadanos no egipcios, habían necesitado visados para entrar, pero no habían tenido el tiempo suficiente para conseguirlos antes de salir de Reino Unido. Por suerte, después de unos minutos haciendo cola en un mostrador de la terminal, les vendieron a cada uno un par de sellos, de entrada y salida, que adjuntaron a una página de sus pasaportes. Después volvieron a hacer cola en un mostrador diferente para que les sellaran el visado de entrada. Eso les daba derecho a catorce días de residencia en Egipto.
Tras un breve trayecto en taxi se habían registrado en su hotel en el distrito de la Heliópolis, en el lado noreste de la ciudad, no demasiado lejos del aeropuerto, y antes de meterse en la cama habían comido algo en un restaurante local que aún servía comida a esas horas.
A primera hora de la mañana siguiente Bronson pidió en recepción un listín telefónico de El Cairo y empezó a buscar a Hassan al Sahid; sin embargo, descubrió que Al Sahid era un nombre bastante común en la zona y que en el listín aparecían unas cuarenta o cincuenta entradas.
—Tenemos que estrechar un poco la búsqueda. ¿Había alguna indicación en lo que te llevaste de Carfax Hall sobre dónde podría vivir Al Sahid?
—Espera un segundo. —Angela puso sobre la mesa el portátil que se había comprado en Heathrow, y al que había pasado todos sus archivos y programas mientras habían esperado a que despegara su vuelo, y lo encendió. Después buscó entre las imágenes escaneadas hasta que encontró el contrato de compra de los retratos y amplió el punto de interés de la imagen—. Aquí lo tenemos. Está escrita a mano, así que la dirección no está muy clara, pero me parece que dice que vive en Al Gabal el Ahmar, que creo que es un distrito de El Cairo.
Angela le deletreó el nombre y Bronson deslizó el dedo sobre la página correcta del listín.
—Nada, no aparece nada. Oh, espera un segundo. ¿Podría escribirse Al Gebel en lugar de Al Gabal?
Angela miró detenidamente la imagen de su portátil.
—Está un poco borroso, pero supongo que podría ser.
—Bien. Si es así, entonces allí hay tres Al Sahid, uno se llama Hassan, el segundo solo tiene la inicial «M» y el tercero es Suleiman. —Bronson anotó sus números y direcciones y cerró el listín—. Lo que no sabemos, claro, es si Hassan al Sahid sigue vivo después de todo este tiempo o si sigue viviendo en la misma casa. ¿Quieres llamar o nos plantamos en su puerta directamente?
—Creo que iremos allí. No puede haber muchos egipcios que se hubieran pasado la mayor parte de su vida laboral escoltando a arqueólogos ingleses por yacimientos del país. Y no olvides que Al Sahid no solo trabajaba para Bartholomew, era un jefe de cuadrilla profesional. —Se levantó y apagó el ordenador—. Al menos encontraremos a alguien que lo recuerde.
Diez minutos más tarde salieron a la calle. Hacía un calor brutal, Bronson suponía que ya estarían cerca de los treinta grados, y el tráfico que pasaba frente al hotel era muy denso; por todas partes se oía la discordante melodía de las bocinas, y había polvo y humo.
La recepcionista les había dicho dónde estaba la agencia de alquiler de coches más cercana y solo se encontraba a un breve paseo del hotel. Para Bronson, lo único que el coche tenía que tener sin falta era aire acondicionado, aunque lo cierto era que todos los vehículos disponibles estaban equipados o con aire o con climatizador, así que al final se decidió por un Peugeot 309 blanco; todos los coches de la agencia eran blancos.
Había un mapa de Alejandría y de El Cairo en la guantera y otro mapa de carreteras que abarcaba todo Egipto. Mientras esperaba sentado en el asiento del conductor y con las puertas abiertas a que el aire acondicionado bajara la temperatura interior hasta un nivel que resultara soportable, Bronson consultó el último. Comparado con la mayoría de los mapas, era extraño, porque casi todas las carreteras, pueblos y ciudades estaban apiñados en forma de una T cuya parte superior recorría la costa mediterránea desde la frontera de Libia, al este de Alejandría, hasta el límite con Israel. La pierna de la T se extendía por el inmenso río Nilo hasta Sudán. Al oeste del Nilo había una amplia extensión de desierto salpicada por algún que otro asentamiento y un extraño campo de aviación. Al este del Nilo, entre el río y el mar Rojo, había un grupo de carreteras y asentamientos, pero la mayoría de las zonas construidas se ubicaban en el norte, donde el Nilo se encontraba con el Mediterráneo, formando una uve que abarcaba Alejandría, Puerto Saíd y El Cairo.
Pasó a centrar su atención en el mapa de El Cairo y rápidamente encontró Al Gebel al Ahmar.
—Aquí está —dijo señalando una zona al lado más oriental de la ciudad, justo al este del cementerio Norte—. No está demasiado lejos. ¿Me haces de copiloto?
—Claro —respondió Angela inmediatamente.
Bronson cerró la puerta, se abrochó el cinturón de seguridad, salió del aparcamiento de la agencia de alquiler e intentó incorporarse a la circulación.
«Intentó» fue la palabra clave. El tráfico era caótico. Coches, autocares y furgonetas por todas partes, con sus conductores decididos a no dejar paso ni permitirle a otro conductor la oportunidad de pasar o ponerse delante. Bronson miró la corriente de vehículos durante un par de minutos y después decidió que el único modo de vencerlos era unirse a ellos.
—Espera —dijo mientras esperaba a ver el más mínimo hueco entre la hilera de vehículos que bajaba por la calle. Después aceleró con fuerza. Por detrás oyó el repentino chirrido de unos frenos y los inevitables bramidos de las bocinas de coches y furgonetas.
—Por Dios, Chris, ¿hacía falta esto? ¿No podías haber esperado? —Angela estaba pálida.
—Si hubiera esperado —dijo Bronson con una sonrisa— aún seguiríamos ahí a un lado de la calle y nos quedaría un rato. Solo estaba siendo práctico.
—¿Y qué significa eso, exactamente, en este contexto? —preguntó Angela—. ¡Oh, mierda! —murmuró cerrando los ojos cuando un autocar salió disparado de una calle lateral directamente delante de ellos y obligando a Bronson, y a otros tantos conductores, a pisar el freno.
—Significa que estamos en Egipto —respondió él—, así que creo que la mejor opción es conducir como un egipcio. Y eso significa que todas las normas sobre ceder el paso y dejar distancia de seguridad con el coche que tienes delante, todo eso que me enseñaron como policía conductor, sale volando por la ventana. Aquí, si dejas un hueco de más de un metro delante de ti, un conductor se te colará a la fuerza.
—¿Es que aquí no hay normas?
Bronson asintió.
—Lo he comprobado y básicamente hay una: el coche de delante tiene derecho de paso. Así que si el tipo que llevamos al lado mete el parachoques un centímetro por delante del mío y se me cruza, tiene prioridad. Por eso nunca ceden el paso y nunca dejan hueco.
Angela apartó la mirada del enjambre que tenían delante y miró a su exmarido, que cambió de carril, frenó bruscamente, aceleró y volvió a cambiar de carril antes de detener el coche detrás de una fila de vehículos parados que, sorprendentemente, estaban esperando en un semáforo. Los semáforos habían llegado a Egipto alrededor de 1980 y la mayoría de los locales normalmente seguían ignorándolos.
—¿Estás disfrutando con esto, verdad? —le preguntó Angela con tono acusatorio.
Bronson apartó la mirada de la carretera un instante y le sonrió.
—Totalmente. Es como los coches de choque, pero con vehículos grandes. Es divertidísimo. Ahora, deja de quejarte acerca de mi forma de conducir y dime adónde quieres que vaya.
A unos cien metros por detrás, un Mercedes con las ventanillas tintadas los seguía. En el asiento del conductor, J. J. Donovan abrió una cajetilla de Marlboro y sacó uno antes de acercarlo al encendedor del salpicadero. Una vez lo tuvo encendido, bajó la ventanilla un poco para dejar que saliera el humo y se concentró en el tráfico que tenía delante.
Había visto a Bronson y a Angela Lewis salir de su hotel esa mañana, los había seguido hasta la agencia de alquiler de coches y después se había quedado esperando en su propio vehículo hasta que arrancaron. A continuación, sencillamente los había vigilado mientras se dirigían hacia el centro de El Cairo.
Bueno, eso de «sencillamente» no era exacto del todo. Donovan estaba acostumbrado a conducir en los Estados Unidos, pero ni abrirse paso por el tráfico de Los Ángeles un par de veces cada día lo había preparado para la realidad de la hora punta en el centro de El Cairo. Las dos cosas buenas eran que el Mercedes tenía marchas automáticas, así que lo único que tenía que hacer era girar el volante, y que estaba acostumbrado a conducir por la derecha, aunque los conductores egipcios parecían conducir más o menos como y por donde querían.
Donovan sabía que era Bronson el que conducía y parecía que lo hacía bastante bien. En un par de ocasiones, el Peugeot se había colado por huecos en los que no habría entrado el Mercedes, ya que el coche francés había cabido por poco, pero el tráfico era tan denso que las probabilidades de perder de vista a su presa habían sido muy escasas.
Y aun perdiendo al coche de Bronson, no sería tanto problema. A Donovan le encantaba la tecnología. Después de haber interrogado a Jonathan Carfax en la cocina de la vieja casa de Suffolk, había salido de la habitación con el móvil de Bronson en la mano. En el vestíbulo lo había abierto y le había instalado un chip localizador con GPS; después había vuelto a la cocina y había dejado el Nokia en la mesa. No creía que Carfax se hubiera dado cuenta siquiera de lo que había hecho.
Alimentado por la propia batería del teléfono y prácticamente indetectable a menos que el usuario conociera a la perfección el aspecto del circuito del móvil, el chip calculaba la posición mediante señales recibidas de los satélites GPS y radiaba esa posición hasta la red móvil GSM. Entonces Donovan podía monitorizar la señal del chip desde su portátil usando un programa combinado de rastreo y localización. El chip era de última generación y le permitía identificar la posición del teléfono, y consecuentemente la de su dueño, en cualquier lugar de la superficie de la tierra con un margen de error de unos diez metros.
Eso le había permitido seguirlos hasta Heathrow y, ya que ni Bronson ni Angela Lewis le habían visto la cara, había podido acercarse lo suficiente como para oír qué se decían. De hecho, había volado hasta El Cairo con ellos en el mismo avión.
Y así se dispuso a seguir el Peugeot de Bronson. Tenía el depósito lleno, el portátil en su funda en el asiento de al lado, y llevaba instalado en el ordenador un adaptador WWAN, una tarjeta de red inalámbrica de área extensa que le permitía acceso a la red móvil para navegar por internet. Así que fuera donde fuera Bronson, podría seguirlo siempre que estuviera dentro del alcance de un móvil.
Donovan se recostó en su asiento, cogió una botella de agua del portavasos situado en el centro de la consola y dio un trago. Estaba intentando evitar beber demasiado porque no quería tener que parar mientras Bronson y Angela no pararan. Debía descubrir lo antes posible adónde se dirigían y qué buscaban.
Angela consultó el mapa de El Cairo y miró por la ventanilla.
—¿Dónde estamos ahora? —preguntó.
Bronson desvió la mirada de la carretera durante el segundo que tardó en mirar una señal de dirección.
—Esa señal dice que estamos a punto de llegar a Abbasiya. Si fuera tú, me olvidaría de nombres de carreteras y números y me centraría en los distritos que tenemos que atravesar.
—Bien pensado —respondió Angela, y volvió a mirar el mapa—. Si tienes razón y estamos en Abbasiya, eso significa que hemos estado dirigiéndonos al suroeste, más o menos. Cuando puedas, toma cualquier calle a la izquierda porque tenemos que cruzar la carretera principal, la Salah Salem. Si no, sigue las señales hasta Al Gebel al Ahmar, claro, o hacia el cementerio Norte, Manshiet Nasser o incluso Muqattam. Cualquiera de ellas nos llevará hasta la zona correcta.
Unos segundos después, un pequeño hueco se abrió en el tráfico a su izquierda y Bronson coló el coche con destreza, recibiendo a cambio una cacofonía de atronadoras bocinas. Después, bajó por una calle bastante estrecha, esquivando coches aparcados, perros y niños, y al final giró a la derecha. Ahí la carretera era más ancha, estaba mejor asfaltada y apropiadamente señalizada, y casi toda llena de vehículos prácticamente parados.
—Mierda —murmuró Bronson. Estaba completamente rodeado.
—No importa. Una vez salgamos de la carretera principal, seguro que habrá mucho menos tráfico.
—Bueno, sería difícil que hubiera más, ¿no? Se supone que esta es una carretera de tres carriles, pero veo cuatro filas de coches en cada dirección.
Justo en ese momento todo empezó a moverse otra vez, lentamente, pero se movía, y Bronson avanzó sin separarse más de cincuenta centímetros del abollado parachoques trasero del coche que tenía delante. Volvieron a parar y avanzaron unos centímetros más.
—Esto es más moderno de lo que me esperaba —dijo al cabo de unos momentos, mirando los rascacielos ligeramente sucios situados a ambos lados de la carretera.
—En el centro y en El Cairo supongo que sí, pero imagino que si saliéramos de la ciudad verías casas que apenas han cambiado en medio milenio.
Aproximadamente un cuarto de hora después, Angela vio una señal hacia Al Gebel al Ahmar, y Bronson se abrió paso entre el tráfico para efectuar el giro. Angela tenía razón; una vez salieron de la carretera principal y se dirigieron al sur, el tráfico disminuyó sensiblemente.
Cruzaron una línea ferroviaria y siguieron moviéndose mientras ella se fijaba en las indicaciones que iban pasando.
—Esa es la primera dirección —dijo señalando a la izquierda cuando Bronson pasó por delante de una calle secundaria—. Ahí es donde vive Hassan al Sahid, o al menos un Hassan al Sahid.
—Vale —respondió Bronson haciendo un cambio de sentido—. Vamos a averiguarlo.