4

Los días pasaban apaciblemente en el golfo de Morbihan. Mi padre y mis hermanos iban al campo mientras yo ayudaba a mi madre en las tareas cotidianas. Recolectaba la fruta del jardín, ordeñaba las vacas, recogía la leche y daba de comer a los animales. Todas las mañanas, íbamos al mercado del pueblo para aprovisionarnos de cuanto necesitáramos para preparar la cena. Las mujeres de los agricultores, engañadas por sus maridos con aquellas amantes vegetales suyas de las que tampoco podían privarse, acudían a la plaza a charlar un rato. Así se apoyaban mutuamente en su soledad. A pesar de lo que pudieran decir los machos henchidos de orgullo, las jornadas de mi madre eran agotadoras. La rutina diaria abarcaba una serie de tareas, repetitivas hasta la saciedad, todas ellas alienantes, pero el miércoles, día de colada, era diferente. Yo lo esperaba con impaciencia, tachando los días en un calendario imaginario, llenando de cruces el muro invisible del tiempo que pasa. El martes por la noche, antes de irme a dormir, se me erizaba el vello de todo el cuerpo de la emoción. Me costaba muchísimo cerrar los ojos, tanto como calmar mi agitación. Mis extremidades se agitaban en la cama, mi corazón palpitaba y mi respiración se aceleraba. Todo parecía desbocado a mi alrededor. La emoción era tan viva que, a veces, temblaba de miedo ante la idea de no poder contenerla. Me invadía con toda su fuerza, con toda su incertidumbre. Atemorizado por los sobresaltos de mi ser, giraba la cabeza hacia la ventana. Laluna resplandecía en el cielo, a veces pálida y débil, otras brillante y en todo su esplendor. Sus rayos dorados diseminaban por el cielo notas musicales, cuya partitura silenciosa apaciguaba mi mente atormentada. Sobre la almohada de paja, mis pupilas titubeaban en un vaivén indomable hasta acabar tranquilizándose, vencidas por la melodía. Me dormía plácidamente.

Por la mañana, íbamos al lavadero a hacer la colada. Mi madre tenía sus costumbres. Las mujeres del pueblo se reunían allí para hacer de esta tarea aburrida algo más divertido. Me gustaba aquello más que nada en el mundo, ese ambiente tan singular y alegre, el olor del jabón que perfumaba el aire, las risas sin complejos de esas mujeres que, durante unas horas, no estaban sometidas al yugo de la autoridad de sus maridos. En la intimidad de su vetusto lavadero, se despojaban de las cadenas de esposas sumisas, se liberaban y renacían. Creaban un torbellino de pompas y sonreían a la vida como pocas veces lo hacían a sus hombres. El resto de la semana, erraban como fantasmas en sus moradas. Las horas en el lavadero eran su burbuja de oxígeno, su momento de libertad. El miércoles, jugaban a ser las mujeres que habían dejado de ser y yo las observaba, maravillado por el espectáculo que protagonizaban. Al final, cansadas de ser ellas mismas, extendían los brazos en la hierba, sin aliento. Yo aplaudía su interpretación, algo triste porque la pieza hubiera terminado. Mi madre, jadeante, me regalaba inmensas sonrisas en las que la locura se imponía a la razón antes de ir desapareciendo la primera poco a poco. Se había acabado. Había que volver a la granja. Me sujetaba con fuerza a su mano para recorrer los caminos de tierra en la oscuridad de la noche. Me susurraba palabras tiernas al oído para tranquilizarme. Estábamos solos en el mundo, solos los dos, con las estrellas a modo de linternas. Cuando llegábamos a casa, me soltaba la mano y desaparecía hasta el día siguiente. Es bastante probable que temiera que mi padre le reprochara un exceso de cariño hacia mí. Comprendí muy joven que las relaciones entre ambos sexos eran complicadas, que estaban separadas por un río que, de vez en cuando, se desbordaba por culpa de las emociones. O se secaba. La educación marca a los niños para siempre. Fue así como crecí, en medio de un torbellino de emociones contenidas en origen, reprimidas, sin saber que un día todos los cadáveres que había en el fondo del río acabarían por subir a la superficie.

image

Una tarde de julio, recién cumplidos los seis años, mi hermano Jacques me enseñó a pescar almejas en el golfo. Me empapaba de sus palabras y escuchaba con atención sus prudentes consejos. Me enseñó a detectar los lugares de pesca, a escarbar en la arena y a no forzar la espalda. De inmediato me abalancé con entusiasmo a la captura de mi primer crustáceo, dispuesto a todo para impresionar a mis progenitores, para brillar a los ojos de mi padre. Unas horas después, mi cubo seguía igual de vacío que un cielo sin nubes. El cubo de Jacques estaba lleno a rebosar. De todos sus hijos, Jacques era su favorito, el más productivo, el que más trigo cosechaba y el que pescaba más crustáceos para el almuerzo del domingo. La familia no ahorraba en elogios en su honor y pensaban que mi hermano sería el futuro propietario de la granja de los Vertune. Jacques era el mayor, el hijo al que mi padre admiraba en secreto. Justo lo contrario que yo. Con el tiempo, en la familia se estableció una jerarquía efectiva. La competencia entre los hermanos se hacía cada vez más evidente. Sin embargo, en esta carrera hacia la gloria parental, yo tenía una ventaja importante: no estar jamás a la altura. Además, Jacques adoraba a su hermanito pequeño. Veía en mí más un compañero de juego que un adversario. Esta deducción había hecho que me tomara bajo su tutela. Si no hay oposición, por qué no convertirse en aliados. Los últimos rayos de sol se resistían a la oscuridad sobre el mar y había llegado el momento de resignarme a regresar con las manos vacías. Pedaleaba rumbo a la granja cuando, unos cuantos metros antes de llegar, escuché una voz. Dejé la bicicleta sobre la hierba y rodeé despacio la verja. Los animales encerrados, que bramaban ante la presencia de la raza humana, ocultaban el ruido de mis pasos. Me deslicé pegado al muro hasta otear a mis padres en plena discusión.

—¿Qué vamos a hacer con él? —vociferaba mi padre con tal desprecio que supe de inmediato que estaba hablando de mí.

—Dale una oportunidad, llévatelo al campo, enséñale a trabajar la tierra.

—No sirve para nada, no hay nada que rascar en ese crío. No es como sus hermanos, no es fuerte, ¡es un blandengue!

—Eres demasiado duro con él —se rebeló mi madre—. Es cierto que es diferente a los otros, pero esa no es razón suficiente para despreciarlo.

—Bueno, ya veremos. Mañana me lo llevo al campo con nosotros.

Mi suerte estaba echada. Los dados se habían lanzado ya trucados. Sentí la injusticia de no ser más que un niño, de no tener ni voz ni voto. Mi padre miró hacia donde yo estaba. Me estremecí y me escondí detrás del muro, acurrucado sobre mí mismo, con el miedo en el estómago. Temía que viniera a sacarme de mi escondrijo, furioso porque su propio hijo lo espiara, pero se quedaron dentro de la granja y ya no oí nada más. Y entonces se hizo la oscuridad. En una esquina del cielo, Laluna me seguiría sonriendo, con sus inmensos cráteres a modo de hoyuelos. En cuclillas tras el muro, oculto como un prisionero a la fuga, presentí que el periodo de despreocupación había llegado a su fin. Las tardes en el lavadero, deleitándome con la belleza de las mujeres liberadas, pronto no serían más que un recuerdo lejano. Las nubes se acumulaban en el cielo, negras, siniestras, como los años venideros. Había llegado el momento de convertirme en un hombre.