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A principios de los años ochenta, Jeanne conoció al hombre de su vida, se casó con él y no tardó en quedarse embarazada. Nueve meses más tarde, un bebé llegó al mundo. Esta vez fue un niño, François. La tradición familiar volvió a imponerse. Mathilde y yo acabábamos de entrar en una nueva fase. Ya éramos abuelos. La infancia es despreocupada, la adolescencia es cruel, la paternidad es un camino sinuoso que consiste básicamente en no resbalar, pero ser abuelos es la plenitud absoluta.

Unos meses después del entierro de mi madre, tuvimos que decidir qué hacer con la granja de mis padres. Un agente inmobiliario visitó la casa y nos dijo que cerca de allí había una vivienda en venta por una miseria. El propietario, un inglés acaudalado que no tenía hijos, deseaba vender lo antes posible un bien del que solo disfrutaba una vez al año. El agente inmobiliario nos llevó a ver la casa y, cuando nos dijo el precio de venta, Mathilde y yo nos miramos, asombrados. Dos horas más tarde, después de haber llamado por teléfono al banco para confirmar su conformidad, éramos los felices propietarios de una segunda vivienda en el golfo de Morbihan. Un agricultor que quiso retomar la explotación agrícola compró la granja de mis padres. Jacques ahora era alcalde del pueblo y consejero regional y mis otros dos hermanos eran pescadores y trabajaban como socios, así que aquella vieja propiedad ya no nos servía de nada. Al volver a Burdeos, conseguimos que nuestros jefes respectivos nos dieran unos días extras de vacaciones cada verano para poder disfrutar plenamente de nuestra segunda residencia.

Jeanne, que ahora era abogada en el tribunal de Burdeos, nos dejaba al pequeño François, que crecía a ojos vistas, durante las vacaciones escolares. El niño era infatigable, curioso, ávido de aprender más y más, de descubrir nuevos territorios, nuevos lugares de pesca. Siempre andaba con una gran sonrisa en la cara y no paraba de hacer preguntas sobre todo.

—Abu, ¿por qué las luciérnagas brillan por la noche?

—Porque captan la luz de sol durante el día.

—Aaaah… ¿Y por qué hacen eso?

—Porque es su trabajo iluminar la noche.

—Aaaah… Entonces, ¿son como los faros de los vehículos?

—Sí, solo que son más naturales y hacen menos daño en los ojos.

François asentía con la cabeza, convencido de la pertinencia de mis explicaciones. Se sumergía en una especie de meditación y, luego, cuando la información quedaba almacenada en su cerebro, volvía a la carga con más fuerza.

—Pues entonces, si metiéramos luciérnagas en los faros, ¿no harían menos daño en los ojos?

—Es posible… pero no se vería bien y habría más accidentes.

—Mmm… Entonces habría que meter miles en los faros, quizá eso funcione, ¿no, abu?

—Sí, quizá —respondí, sonriendo.

El niño aprendía muy deprisa y me sorprendía cada año más. Una tarde, cuando volvíamos andando del puerto de Logéo, se paró en el camino de hormigón que bordeaba la playa cubierta por la marea alta.

—Abu, ¿quién es Catherine? —preguntó con los ojos brillantes.

Me detuve en seco frente a él sin saber qué decirle.

—Pues… es una amiga —respondí con voz temblorosa.

—Mamá me ha contado un cuento sobre Catherine y María, que estaban en España y que buscaban a una niña pequeña en un puerto.

—Sí, fui yo el que le contó esa historia a tu madre cuando era pequeña —respondí aliviado.

—¿Abu?

—¿Sí, cariño?

—¿Crees que algún día encontrarán a la niña en España? —preguntó con voz triste.

Sentí un pinchazo en el pecho al recordar al oficial alemán en el suelo, la fotografía de Catherine, la señora mayor en Alemania, el albergue de Las Palmas, María y Martín.

—Por supuesto que la encontrarán.

—Mamá me ha dicho que la historia termina en el puerto y que no sigue —replicó con un tono de decepción.

—Solo es porque ya no se acuerda —respondí sin desconfiar de la inteligencia del pequeño.

—¿Y tú, abu? ¿Tú sabes cómo sigue?

No, yo no lo sabía. Durante todos aquellos años, el tiempo había ido borrando poco a poco el recuerdo de la niñita de la fotografía y los rasgos del rostro de María, desaparecida sin explicación. Podía ver en los ojos de mi nieto todo el misterio que planeaba sobre aquella historia, toda la inquietud de no poder poner punto y final, de no poder darle un final feliz. Los niños tienen una necesidad de soñar que los adultos pierden con el tiempo. François reavivó en mí al viejo demonio, esa infancia que volvía a acariciar gracias a él bien entrado el verano.

No quería tener que inventarme una continuación. No quería tener que mentirle. No respondí. Los dos volvimos con la cabeza gacha, privados de un final feliz que habría animado nuestra noche. Cuando me fui a dormir, esperaba poder conocer un día la verdad de aquella búsqueda que había iniciado siendo niño. ¿Pero cómo podría hacerlo? Toda aquella historia no era más que un recuerdo lejano, una esperanza abandonada entre muchas otras.