31
El teléfono sonó.
—¿Diga? —respondí.
—¿Paul?
—Sí, soy yo. ¿Quién habla?
—Soy Jacques.
—¡Jacques! ¿Cómo estás?
—Tengo que decirte algo —respondió con voz temblorosa.
—¿Sí?
—Mamá ha muerto, esta mañana.
Al principio no le creí. Uno siempre intenta convencerse de lo contrario, no escuchar. Es imposible que haya muerto. Hablé con ella antes de ayer y todo iba bien. Y, además, ¿cómo podría la Tierra seguir girando sin ella? En la cabeza nos repetimos una y otra vez que no era posible… Entonces, cuando la duda se instala, cuando la frase que nos repetimos pierde su consistencia, empezamos a aceptar la horrible realidad. Sí, es posible.
Creemos que estamos preparados para la muerte de un ser querido. Pensamos en ello y nos imaginamos cómo sería la vida sin esa persona. A veces, en la cama, antes de dormirnos, esbozamos diferentes escenarios y les asociamos emociones, recuerdos, esperando que ese momento nunca llegue, sin admitir que, en una fracción de segundo, la ficción se puede volver realidad.
El día que supe que mi madre había muerto, una parte de mí se fue con ella. Un ectoplasma salió de mi cuerpo y voló hacia el cielo, aspirado por la nada. Planeaba sobre mi cabeza, esparciendo sus efluvios blanquecinos por toda la habitación, su olor a cerrado, a muerte. Lo observaba mientras flotaba en el ambiente, impotente, incapaz de agarrar su vestido blanco sobre el que se proyectaban desordenados todos los recuerdos de mi infancia. Estaba allí, mi silueta de niño reflejada en esa pantalla improvisada como en un cine. Andaba de la mano de mi madre, sujeto a ella con fuerza.
Estábamos los dos en el huerto de mi infancia, agachados en el suelo para recoger la fruta, con los pies mojados por el rocío de la mañana. Flotaba en el aire una fragancia maravillosa. El perfume de mi madre armonizaba con los olores frescos de las verduras de la huerta.
Y entonces la imagen se fue difuminando poco a poco para dar paso al lavadero de mi infancia, al juego del jabón y las burbujas, al movimiento de los cuerpos de aquellas mujeres que se olvidaban unas horas de ser respetables esposas.
El proyeccionista volvió a cambiar la película y me ofreció un nuevo decorado, después otro y otro y la película se aceleró de repente, proyectando sobre la tela los vestigios de mi pasado. Las lágrimas rodaron por mis mejillas.
Dejé caer el teléfono y me eché en un sofá. Oí como Jacques gritaba mi nombre al otro lado de la línea:
—¡Paul! ¡Paul! ¿Sigues ahí, Paul?
No, Paul ya no estaba allí. Fue una explosión de tristeza. Mi pecho, oprimido por la angustia, no podía respirar. Me asfixiaba. Mis sollozos resonaron bruscamente en el salón.
Mathilde, alertada por los gritos de desesperación, no tardó en aparecer. Lo supo sin ni siquiera preguntar. Me acurruqué en sus brazos abriendo la boca para que el oxígeno pudiera circular en mis pulmones atrofiados, como un pez rojo que se debate en aguas estancadas. Mi madre había muerto. Se había ido. Había desaparecido. No volvería a verla jamás.
La desaparición de un allegado es como una pequeña muerte, una huida repentina hacia delante de todos nuestros sentidos. Me refugié en los brazos de mi mujer para empaparme de toda su bondad, de su amor. Ese mismo amor que me había dado mi madre durante años y que no me volvería a dar jamás.
Mathilde, Jeanne y yo salimos al día siguiente por la mañana y llegamos a Sarzeau tarde, entrada la noche. En el andén oscuro de la estación, Jacques nos esperaba con el rostro desencajado y las manos en los bolsillos. Parecía absorto en sus pensamientos, como si la muerte de nuestra madre hubiera reavivado en él los fantasmas de la infancia, los recuerdos esparcidos por todos los rincones de su memoria. Cuando se detuvo el tren y sus frenos chirriaron en la vía, rechinó los dientes y se tapó los oídos.
Bajamos del tren. Jacques, en cuanto nos vio, corrió a nuestro encuentro con los brazos abiertos. Abrazó galantemente a Mathilde y a Jeanne antes de abrazarme a mí. Me sorprendió ese arrebato de humanidad de mi hermano, él, que no había dejado jamás de reprimir sus deseos y de controlar sus gestos. Recogió nuestro equipaje y nos dirigimos a su casa, situada cerca de la granja de mis difuntos padres, en Kerrassel.
Su mujer, Muriel, nos esperaba en la puerta fumándose un cigarrillo. En cuanto el automóvil de su marido entró en el camino de acceso bordeado de flores, aplastó la colilla en el suelo y salió a recibirnos. Aquella mujer, algo descortés a primera vista, rezumaba humanidad por todos los poros de su cuerpo, una extraversión natural que contrastaba con el carácter reservado de mi hermano. El equilibrio de su matrimonio se basaba en un antagonismo que se percibía a simple vista. A Jacques su mujer le aportaba esa apertura a los demás de la que él cruelmente carecía. Por su parte, a Muriel su marido le daba esa capacidad de contener sus emociones en cualquier circunstancia, de no dejarse llevar por el torbellino.
Muriel nos abrazó con dulzura y nos presentó sus más sinceras condolencias, como exige la tradición en esas situaciones. Recogió nuestro equipaje y desapareció con Mathilde y Jeanne. Más tarde, cenamos todos juntos. Un velo fúnebre envolvía la comida con su tristeza. No cenamos gran cosa, para gran pesar de Muriel, que se sentía incómoda con tanto silencio. Cuando acabamos, le dimos las gracias educadamente y Jeanne y Mathilde se fueron a dormir. Muriel abrazó a su marido antes de desaparecer ella también.
Jacques y yo nos encontramos solos en torno a la mesa, incómodos por la ausencia de nuestras mujeres, ellas solían facilitar la conversación.
—¿Quieres un whisky? —preguntó Jacques—. Yo voy a tomarme uno.
—De acuerdo —respondí pensando en nuestra madre.
Se levantó, se acercó a un aparador suntuoso de caoba que decoraba el salón, metió una mano en el mueble y sacó una botella prácticamente sin empezar. Vertió el líquido oscuro en dos vasos que dejó sobre la mesa. Encendió un cigarrillo.
—¿Fumas? —le pregunté curioso.
—De vez en cuando —respondió—, en las buenas ocasiones. O en las malas. ¿Quieres uno?
Para mi sorpresa y a pesar de la náuseas que me provocaba el tabaco por culpa de los habitáculos de los barcos siempre llenos de humo, le respondí afirmativamente. Encendí un cigarrillo y lo avivé carraspeándole encima. Jacques me observaba, entretenido con la espiral de humo que formaba una bruma espesa a mi alrededor. Bebió un sorbo de whisky y volvió a dejar el vaso en la mesa. Un silencio sordo invadió el salón. Las agujas del reloj aprovecharon para cantar, con su ritmo tradicional sin talento, sin extravagancias, solo la justa medida del tiempo, repetitivo, parecido.
—Somos huérfanos —dijo acariciando con el dedo el borde del vaso.
—Sí —respondí desamparado.
—Tú querías mucho a mamá, ¿verdad?
—Sí… ¿Tú no?
—Sí, claro —respondió desconcertado—. Pero a lo que me refiero es que, de todos, tú eras su favorito.
—No lo sé. De todas formas, eso ya no importa.
Jacques se terminó el vaso de un trago e hizo una mueca, zarandeado por la aspereza del alcohol. Esgrimió la botella y volvió a echar un poco del líquido destilado en su vaso.
—Hablaba mucho de ti —prosiguió—. Creo que, de alguna forma, jamás aceptó que te fueras. Para ella, siempre fuiste su pequeño Paul. Fue duro para ella.
—Para mí también, Jacques.
—Entonces, ¿por qué te fuiste?
El tono de su voz flirteaba con el reproche. Estaba claro que mi hermano quería ajustar cuentas. Hacía años que rumiaba el recuerdo del joven que volvió del cuartel para anunciar a la familia que se exiliaba a Burdeos para convertirse en marinero. No tenía ganas de discutir con él, de sacar nuestras historias de familia en un día de duelo, pero en la vida a veces hay que echarle valor para que las emociones no queden suspendidas en el aire como un huracán que amenaza con estallar.
—Me fui porque no había nada para mí aquí —respondí—. Quería huir de los campos de trigo.
—¿De los campos de trigo o del recuerdo de papá?
—¿Por qué me preguntas eso, Jacques? —pregunté molesto—. ¿No crees que ya hemos sufrido bastante todos? Papá me odió toda su vida, desde el día en que nací. ¡Siempre me trató como si fuera menos que nada! ¿Acaso crees que podía querer a un padre tan frío?
—No, yo…
—Tú eras su favorito, el favorito de la familia, de todo el mundo. ¿Crees que era fácil para un niño crecer a la sombra de su hermano mayor?
Jacques bebió otro sorbo de whisky y dejó el vaso en la mesa. Agachó la cabeza, arrinconado por los recuerdos de su infancia. Acarició nerviosamente su vaso y encendió otro cigarrillo. El carillón del reloj marcó la hora del ajuste de cuentas de la vida, esa hora que te marca para siempre o que esculpe los contornos de la redención. Todos tenemos que pasar por esto un día u otro.
—Es verdad que no siempre he sido amable contigo —prosiguió Jacques.
—Pero eso ya es el pasado —respondí enternecido por sus palabras.
Se sirvió un tercer vaso de whisky, como si el alcohol le diera fuerzas para abrirse y deshacer los nudos enredados en su alma llena de remordimientos. Aprovechó para rellenar mi vaso otra vez.
—¿Sabes? —continuó—. A pesar de lo que pueda parecer, papá no siempre fue amable conmigo tampoco. Era exigente y autoritario. Y, a diferencia de lo que pasaba contigo, a mí nadie me defendía.
—Lo sé —respondí—. Mamá siempre me protegía de él, pero no le guardo rencor a nadie. Me fui para alejarme de todo eso.
—Sí. Siempre te he admirado por tu coraje —confesó con los ojos fijos en el whisky—. Fuiste el único que tuvo el valor de irse de aquí.
—Gracias.
—¿Te ha gustado trabajar en la marina?
—Sí, durante un tiempo. Ahora me ocupo de Jeanne y Mathilde y soy mucho más feliz.
—Mejor —respondió Jacques dando una calada a su cigarrillo—. Mañana enterramos a mamá y, con ella, a todos los demonios de nuestra infancia.
—Sí —respondí con gran pesar—. De hecho, ya es tarde y deberíamos irnos a dormir.
Nos levantamos y recogimos los vasos que había en la mesa. Flotaba un perfume de nostalgia en el salón, como si el pasado hubiera dejado sus huellas dactilares sobre las paredes, los muebles, el suelo y el techo. Los gestos bruscos de mi hermano delataban su alma torturada por las decepciones y los remordimientos. Me dio pena. No supe qué decirle para reconfortarlo. El agua de la vida había pasado bajo el puente de nuestras almas. Había erosionado con paciencia sus cimientos, puliendo la piedra hasta hacer desaparecer las fisuras visibles. Me despedí de mi hermano y puse rumbo a la escalera.
—¿Paul? —me llamó Jacques.
—¿Sí? —respondí dándome la vuelta.
Jacques se acercó a mí, con las piernas temblorosas y la respiración entrecortada, como si se preparara para correr la final de los cien metros lisos en las Olimpiadas. Era el favorito y el público esperaba su victoria, por lo que soportaba un enorme peso sobre la espalda. Se plantó frente a mí, con los ojos llenos de lágrimas. Quería decirme algo, pero se quedó ronco, como si las palabras no quisieran salir de su boca, como si los sonidos se quedaran bloqueados en las cuerdas vocales. ¿Por fin iba a pronunciar las palabras que tanto esperaba? Esas que mi padre jamás dijo y que se llevó con él a la tumba para la eternidad.
—Buenas noches —dijo rodeándome con los brazos.
—Buenas noches, Jacques.
Subí las escaleras a paso lento. Jacques me observaba desde abajo. Una pizca de decepción cruzó mis pensamientos, pero conseguí quitármela de la cabeza pensando en las sábanas calientes en las que me esperaba Mathilde.
Si hay algo agradable que aprendemos en la vida es la perspectiva. Ya no buscaba nada. Prefería disfrutar del amor de mis dos mujeres que esperar palabras de cariño de mi familia. Después de todo, Jacques había hecho un esfuerzo esa noche y se había disculpado por su comportamiento. Ya era algo. Me metí en la cama y me acurruqué contra el cuerpo caliente de mi mujer.
Esa noche dormí mal, temiendo el momento en el que, al día siguiente, tendría que ver el cuerpo blanco y sin vida de mi madre tendida en su última morada. Recordé la imagen de mi padre en su ataúd, camino de aquel agujero vacío del cementerio municipal, y el cuerpo frío que mis hermanos y yo observábamos más fascinados con la muerte que tristes por su pérdida. Esta vez había llegado el turno de mi madre. La inmensa rueda de la fortuna se había detenido en ella.
Al alba, cuando salimos camino del tanatorio, el paisaje que desfiló ante mis ojos tenía un tono especial, como si hubiera perdido su brillo. Reconocía los lugares de mi infancia, las arboledas, la pizarra de los muros, el golfo y sus barcos mecidos por las olas, las hierbas altas en las que jugábamos mis hermanos y yo, los campos de trigo y sus espigas que se alzaban con orgullo, pero, en ese decorado con cierto perfume a indiferencia, faltaba un elemento.
Delante del tanatorio, reconocí al padre de Mathilde, al que saludé efusivamente, a mis hermanos Guy y Pierre, a mis primos y primas y a los amigos de la familia. Todo el mundo se había reunido allí para ofrecer un último homenaje a mi difunta madre.
Entramos en el edificio. Un empleado nos indicó en qué sala se encontraba. Las paredes eran sombrías. Tan solo un pequeño hilo de luz se filtraba por las cortinas. Recordé los ritos mortuorios indonesios a los que asistiera hacía años en los que la muerte se celebraba como un segundo nacimiento, un paso obligado hacia una reencarnación agradable. Todo el mundo bailaba y cantaba. El color lo dominaba todo, sin rastro de negro. Allí, la muerte era algo bonito. Aquí todo era diferente. Jeanne, junto a mí, me apretaba con fuerza la mano.
—¿Estás preparado, papá? —preguntó con amabilidad.
—Sí, eso creo.
—Muy bien, vamos.
Entramos en un pasillo que olía a muerte, como los del barco asolado por el oleaje en el que se amontonaban los cadáveres. Allí flotaba un olor particular, uno a final de la vida, áspero, rasposo. El empleado se detuvo, y con él nuestro grupo, compuesto por mis hermanos y sus familias. Abrió la puerta. A medida que la gente que me precedía iba entrando en la sala, sentí cómo se me aceleraba el corazón, se me humedecían las manos y se me hacía un nudo en el estómago.
A veces, tenemos que pasar por determinadas situaciones, enfrentarnos a desenlaces trágicos, a realidades de las que no podemos huir, ni siquiera con la imaginación o difícilmente con ella. Me habría gustado que un águila gigantesca me atrapara con sus garras y me llevara lejos de allí, al cielo y las nubes, al abrigo de esa espantosa escena en la que yo era el actor principal. Quería huir como fuera de allí, huir de la banalidad de esa realidad aplastante, de su falta de tacto, de su sufrimiento, huir como lo hacía siempre en los campos de trigo, los barcos y mis novelas. Me habría gustado ser astronauta y pisar el suelo de mi luna, mi bella luna que brillaba en el cielo en cuanto caía la noche. Pero como todo el mundo sabe, la realidad siempre supera a la ficción.
En cuanto sentí la mano de mi hija arrastrándome a la habitación, aguanté la respiración, como un buzo que se adentra en el abismo oceánico.