17

El verano de 1949 fue uno de los veranos más bonitos que me han tocado vivir. El sol no dejó de brillar en el cielo bretón. Mi hermosa Mathilde, tumbada bajo su roble, estalló de alegría el día que me vio aparecer en su jardín con mi petate bajo el brazo. Como una mujer que recupera a su marido tras una guerra, me besó con ternura y me rodeó fuerte con sus brazos. Pensé en el pobre oficial alemán que jamás tuvo esa oportunidad. El señor Blanchart, ocupado cortando las rosas de su jardín, también corrió a saludarme. Después desapareció para que pudiéramos disfrutar el uno del otro.

De la mano, pusimos rumbo al golfo, recorrimos el puerto de Logéo y nos tumbamos sobre la arena de la pequeña cala que hay debajo, frente a la isla de Moines. Nos besamos durante horas, hasta que el crepúsculo nos envolvió con sus mandíbulas oscuras y vimos desaparecer en el horizonte todo rastro de presencia humana. Ese fue el momento que escogí para arrodillarme frente a ella y pedirle la mano, sin anillo ni diamantes, pero mis ojos y mi voz decían más de mis intenciones que todos los tesoros del mundo juntos. Al principio, incómoda, se sobresaltó y me observó con los ojos como platos, sin osar pronunciar esa palabra que, al salir de su boca, uniría nuestros destinos para toda la vida. Y, después de reflexionar subrepticiamente sobre las consecuencias de semejante respuesta, se iluminó su rostro. Sus labios se redondearon para susurrar un «Sí» salido directamente del corazón, un «Sí» a la vida y al amor, un «Sí» a la pasión y a las lágrimas que pronto cubrieron su rostro. Las gotas, cargadas de diferentes emociones, se acumulaban en las comisuras de sus ojos y rodaban por sus hoyuelos, iluminados por la alegría. La paradoja de la especie humana, que se debate entre dos emociones que, finalmente, no están tan lejos la una de la otra, se dibujó en la cara de Mathilde, toda su belleza y su beatitud, en suma, toda su complejidad. Ya no pude contener más las lágrimas al ver a mi futura esposa sollozar de felicidad ante la idea de unir su vida a la mía. En aquella cala oscura a la orilla del mar, comprendí que a partir de entonces ella y yo estaríamos unidos para siempre. La acompañé de vuelta a su casa y tomé el camino de tierra de zarzas, en dirección a la granja de mis padres.

Allí no había cambiado nada. En cuanto me vio, mi madre me saltó al cuello para besarme. Al rodearla con mis brazos, sentí la intensidad y la profundidad de nuestra relación. Pierre y Guy se levantaron de la mesa para saludarme. Por turnos, me fueron abrazando, como lo hacen los miembros de una hermandad que se quieren. Me sorprendió y me conmovió semejante demostración. Los observaba, con los ojos como platos, como si el cielo se estuviera derrumbando sobre mi cabeza. Jacques, por su parte, comía en la esquina de la mesa y, al verme, levantó la cabeza en mi dirección.

—¿Entonces qué? ¿Ya eres un hombre? —preguntó con ironía mientras me sentaba a la mesa.

—Sí —respondí con orgullo—, ya soy un hombre libre.

—¿Libre? —dijo Jacques—. ¿Libre de qué? ¿De volver al campo?

—No voy a volver al campo —afirmé seguro de mí mismo.

El ruido de los cubiertos sobre los platos se detuvo de repente. Todos me miraron, sorprendidos por semejante afirmación, como si no hubiera otra alternativa en la vida que el miserable trabajo en el campo que tanto repudiaba. Mi madre me miró con tristeza. Ella había comprendido antes que los demás el deseo de emancipación que habitaba mi alma desde que nací. Ella sabía que, tarde o temprano, abandonaría el nido mullido del conformismo para saltar a la arena incierta de la libertad. Esa era mi elección y ella la aceptaría.

—¿Y qué piensas hacer si no vuelves al campo? —preguntó Jacques con desprecio—. ¿Mendigar el pan en las calles?

—No, me marcho a Burdeos para trabajar en la marina mercante. Un amigo me ha pasado el contacto de un empresario de la región. Siempre he querido ser marinero y no pienso perder la oportunidad.

—¿Y qué pasa con tu familia? —preguntó Jacques, inquieto al ver que no tenía la más mínima influencia sobre mí.

—Vendré a veros de vez en cuando —dije—. Siempre he odiado trabajar en el campo. No quiero pasarme toda la vida recogiendo fardos de heno y segando el trigo. Quiero ser libre para vivir como yo quiera, a mi manera.

—Haz lo que quieras —afirmó Jacques, que sentía que las cartas ya estaban echadas.

—Hay otra cosa —dije.

—¿Qué más? —vociferó Jacques.

—Me caso con Mathilde Blanchart.

De nuevo, volvieron a dejar de comer y me miraron fijamente, sorprendidos al saber que el más pequeño iba a casarse cuando ninguno de sus hermanos, naturalmente todos mayores que él, había encontrado todavía su media naranja. Mi madre, a la que sí había confiado la relación íntima que me unía con Mathilde, me felicitó. Ella, mi dulce madre, solo quería mi felicidad, así que si decidía irme a la otra esquina del mundo, lejos de ella, soportaría la distancia con tal de no verme triste, aunque, en lo más profundo de su ser, allí donde la chispa de la vida había abrazado mi corazón, sufriera atrozmente. Pierre y Guy se volvieron a levantar y me felicitaron sin grandes aspavientos. Jacques, con sombras de celos en su rostro, se limitó a quedarse en su esquina y mascullar algunas palabras incomprensibles. Ya no era él el que hablaba, sino mi padre, con toda su ira, la misma ira que le había transmitido a mi hermano que, incapaz de romper las cadenas psicológicas de su progenitor, fingía ser ese tipo malo que, probablemente, en el fondo, no era. Jacques se escondía en lo más profundo de sí mismo, manteniendo el flujo de amargura, pero, definitivamente, ya no era mi problema.

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Para mi sorpresa, el señor Blanchart se puso muy contento al saber que Mathilde y yo nos íbamos a casar. Invitó a toda mi familia a su casa, pero Jacques, demasiado henchido de orgullo para asistir a la felicidad de su hermano, no apareció por allí. El señor Blanchart me apreciaba a pesar de pertenecer yo a ese estrato social que suele ser invisible a los ojos de aquellos que, con más dinero, mueven los hilos de la economía. Imagino que había visto en mi mirada la misma llama de pasión y amor por Mathilde que él mismo había sentido por su mujer, fallecida hacía ya unos años. Aunque no lo confesara nunca, prefería que la carne de su carne se casara con un hombre que se le pareciera que con un desconocido frío y austero. Solo sintió un pinchazo en el corazón cuando le confesé mi intención de partir a Burdeos para hacerme marinero. Ver a su hija partir a la otra esquina de Francia debió de partirle el corazón, pero no podía impedirlo.

Nos casamos a finales de julio de 1949. Ese día hacía muchísimo calor y todos los hombres sudaban la gota gorda en los trajes que habían sacado de sus armarios para la ocasión. La iglesia del pueblo había sido decorada con esmero. Mi madre se mantenía firme frente al altar de la iglesia y me sostenía la mano, nerviosa como el día en que ella misma se casara en la intimidad de aquella parroquia que veía crecer a todas las generaciones del pueblo, una tras otra, antes de unirse ante Dios. Mathilde estaba frente a mí. A pesar del velo blanco que le cubría todo el rostro, no detecté en ella rastro alguno de angustia, solo la serenidad profunda de hacer lo correcto, la certeza de partir al galope sobre el caballo adecuado.

—¿Aceptas a este hombre como tu legítimo esposo, en lo bueno y en lo malo, hasta que la muerte os separe?

—Sí, acepto.

—¿Aceptas a esta mujer como tu legítima esposa, en lo bueno y en lo malo, hasta que la muerte os separe?

—Sí, acepto.

Se leyeron algunas plegarias y se entonaron algunos cánticos cuidadosamente seleccionados por mi madre. Desde ese momento, nos convertimos en marido y mujer ante la Iglesia y ante nuestras familias. Después, en el ayuntamiento, fue el turno del padre de Mathilde de unirnos para siempre. Esta vez administrativamente, bajo los arcanos del Estado y la hermosa Marianne, que exhibía alto y fuerte los colores de nuestra nación. A partir de ese momento, estalló la fiesta en el pueblo, una de esas fiestas de la que solo son capaces los bretones y en las que las especialidades locales invaden los platos y la sidra corre a raudales.

La música y las danzas tradicionales también encontraron su sitio; las mujeres giraban al ritmo de la nostalgia de los años pasados. Tomé a Mathilde por la cintura y bailamos ante todos los invitados, girando sobre nosotros mismos como niños en la intimidad de su escondite secreto al fondo del jardín, desafiando al árbol del futuro con sus ramas volubles y crueles. Sonreíamos a esa nueva vida de la que no sabíamos nada, pero que se anunciaba radiante, sin escollos. La juventud tiene virtudes que el tiempo difuminaba pacientemente, sin previo aviso.

Esa noche bailamos con gran estruendo, sin pensar en el mañana, hasta que nuestras piernas no pudieron más y se pararon de repente y, entonces, nos desplomamos en el suelo por el agotamiento, encantados, llenos de amor. Nos besamos largamente bajo los manzanos de mi infancia. Por fin nos desnudamos, como dos amantes nerviosos por descubrirse, por conocer el placer sexual, ese deseo que ardía en el fondo de nuestras almas de niños, impacientes por convertirnos en adultos. Penetré a Mathilde por primera vez, con precaución infinita. En su rostro se veía una confianza absoluta en mis gestos. Se rió ahogadamente de placer bajo mis sacudidas. El cielo estaba despejado, sin nubes. La luna mostraba su creciente sonrisa en el cielo creado por el cosmos. Las estrellas no son soles que explotan, como dicen los hombres de ciencia que necesitan una explicación para todo. Son las reliquias de un amor pasado, extinto, que sigue viviendo ahí arriba. Siguen brillando para recordarnos que, a pesar de nuestra falta de fe, la única cosa que importa en este miserable mundo es el amor, eterno, salvador, resplandeciente.