21
Una semana después, por fin llegamos a nuestro destino: Las Palmas de Gran Canaria. Primero distinguimos en el horizonte una inmensa forma negruzca que surgía del agua como por arte de magia, un promontorio excepcional posado en mitad del océano Atlántico. Las gaviotas, omnipresentes, invadían el cielo, graznando sin parar sus órdenes incomprensibles, aterrizando sobre el barco con sus alas desplegadas. El contraste entre el azul oscuro del océano, la negrura de la piedra y el azul del cielo me parecía pasmoso. Y después estaba el sol. Ese gran sol que brillaba allí arriba, en el cielo, bañando con su luz dorada todo el paisaje, dominando el espacio con su abrazo abrasador. El panorama que se abría ante mí parecía irreal, sacado directamente de la imaginación de un pintor cuyas pinceladas ya no tenían fronteras ni límites. El fantasma de un pintor exaltado, eso era lo que contemplaba desde la pasarela del barco.
—Es bonito, ¿verdad? —me susurró al oído el capitán.
—Sí, capitán —respondí con los ojos perdidos en el horizonte.
—Hace treinta años que navego por estas aguas y no deja de sorprenderme la belleza de las islas Canarias —añadió emocionado.
Nos quedamos unos segundos sin movernos, hipnotizados por semejante decorado sublime, atemporal. Hay pocas cosas que conmuevan a un hombre hasta ese punto, pocos momentos, pocos lugares. Estábamos en perfecta simbiosis con la naturaleza, el capitán y yo, en armonía, con esa serenidad del alma que ni todas las preocupaciones del mundo pueden alterar. De hecho, las preocupaciones habían desaparecido y no había más que belleza y esperanza.
Sin embargo, antes de llegar allí, la travesía no había sido para nada serena. La tempestad que nos había seguido bajando por las costas portuguesas me había obligado a guardar cama todo un día y, presa de unas náuseas cuyos estragos esperaba no volver a sufrir jamás, había estado vomitando cubos enteros de bilis. La sensación de dar vueltas al ritmo del oleaje no tardó en hacerse insoportable. En varias ocasiones sentí la necesidad de saltar por el ojo de buey de mi camarote para que acabara todo aquello a fin de recuperar un poco de estabilidad en este mundo en perpetuo movimiento que es estar en altamar. El mareo es un calvario, un largo momento de soledad durante el cual maldecimos a los elementos naturales, reunidos todos para recordarnos que, a pesar de nuestra arrogancia, solo somos unos invitados en el banquete de la Madre Tierra.
Compartía camarote con otros tres marineros, dos franceses y uno español, en ese espacio diminuto, sin comodidad alguna.
—Uno no se enrola en la marina por la intimidad —se había burlado uno de los franceses con el que había intentado charlar sin éxito.
El otro francés tampoco hablaba mucho. El español, que respondía al nombre de Martín, era mucho más locuaz, tanto como su misma patria, cargada de colores y llena de vida. A su lado, los marineros franceses parecían tristes, aburridos y carentes de interés. Martín dominaba a la perfección la lengua de Molière y se expresaba con ese acento marcado que tienen los españoles que pronuncian todas las letras de su idioma materno. Hablaba alto, muy alto, agitando los brazos para ilustrar sus afirmaciones, lanzando invectivas sin parar, algo que no era del gusto de todos. Siempre nos recordaba que era de Andalucía como forma de demostrar su orgullo por pertenecer a esa patria en la que el fascismo había quitado la vida a millares de personas. A veces, cuando había bebido demasiado, se ponía a bailar sobre la mesa chasqueando los dedos por encima de la cabeza y golpeando secamente la madera con los talones. Todo el mundo se reía con fuerza y aplaudía. Hay que reconocer que Martín era una de las pocas distracciones que había allí. Cuando no estaba él, nos aburríamos mucho a bordo del barco.
Una tarde, aquel hombre me había contado su historia sobre el puente desértico. Tenía una forma extraordinaria de narrar su vida, alternando las fases trágicas en las que se me erizaba todo el vello del cuerpo y las fases cómicas en las que nos moríamos de risa sin poder parar. Al imitar a la perfección al general Franco y su odio por los comunistas, auténticos chivos expiatorios del régimen, hacía que los episodios espantosos de la Guerra Civil Española resultaran divertidos. Hitler, por lo que había leído, se parecía extrañamente al Caudillo, que es como lo llamaban en España. Los dos energúmenos dominaban el arte de la oratoria como nadie. Esa era la clave de su éxito, sin lugar a dudas. Martín no se cansaba de hablar y yo lo escuchaba como un niño pequeño escucha a su abuelo. En sus frases se podía entrever una fe inquebrantable en la naturaleza humana y un amor incondicional por los demás, todo acompañado por un intenso deseo de vivir. Humanizaba al más feroz de los dictadores, algo para nada sencillo, creedme. Cuando terminó su historia, le conté la mía sin que me interrumpiera, señal de una gran empatía, al contrario que otros que, más egocéntricos, cortan las frases sin parar. De hecho, yo siempre había tenido problemas para estrechar lazos con este tipo de personas. Entonces le conté la historia del soldado alemán, su muerte trágica a manos de mis conciudadanos, mi expedición a Alemania para buscar a su hija, su huida a las islas Canarias, así como mi enrolamiento en la marina. Sus ojos se iluminaron de repente cuando estableció un paralelismo entre mi historia y nuestra travesía. Toqué el punto sensible de ese hombre apasionado, su lado novelesco. Por supuesto, me propuso ayudarme a encontrar a Catherine Schäfer al día siguiente. Teníamos algunos días libres antes de volver al mar para hacer el trayecto contrario, lo que nos dejaba tiempo de sobra para investigar sobre el terreno. Eso es justo lo que hicimos al día siguiente en cuanto salimos del barco, con las primeras luces del alba.
—¿Por dónde empezamos? —pregunté, curioso por descubrir adónde nos llevarían nuestras investigaciones.
—Por el ayuntamiento —respondió Martín con un tono que indicaba que, para él, era tan evidente que casi le molestaba la pregunta.
—¿Por dónde?
—Por el ayuntamiento, lo que los franceses llamáis la mairie. Vamos. Es por ahí.
Empezamos a andar por un puerto repleto de gaviotas que echaban a volar en cuanto nos acercábamos, entre los estibadores que se afanaban por descargar los barcos. Ellos también cantaban alto para animarse. Esta técnica debía ser universal. En el horizonte, se vislumbraban los primeros edificios singulares de la ciudad, con colores diferentes de un vecino a otro. En las fachadas cohabitaban una multitud de tonos, a veces malva, otras amarillo, otras rojo y otras azul, como si el color del inmueble representara una especie de estatus social que los habitantes mostraban ostensiblemente en el exterior. Me pareció una costumbre curiosa, sin saber que se trataba de verdad de una cuestión de riqueza. Al límite de la ciudad, dos inmensas montañas dominaban el paisaje, exhibiendo con fanfarronería la supremacía de la naturaleza sobre el hombre.
—Las montañas que ves allí a lo lejos es el barrio de La Isleta —dijo Martín al percibir mi estupefacción—. Hay varios barrios en Las Palmas. Vegueta, Mesa y López, Las Canteras y Guanarteme son los más conocidos. Cada barrio tiene su propia historia y sus costumbres. En Vegueta, por ejemplo, Cristóbal Colón se construyó una casa al hacer escala en las Canarias cuando descubrió América. Las Canteras es el barrio de la playa.
—¿Y La Isleta? —pregunté, intrigado.
—Es un barrio peligroso… Será mejor que no nos retrasemos demasiado.
Martín se calló de pronto y siguió andando, con la mirada pensativa. Me ocultaba algo, pero, por respeto a mi amigo, no quise saber más. Nos adentramos en las calles de la ciudad, llenas de vida, y pasamos junto a un mercado que desprendía un agradable olor a pescado. Por fin nos detuvimos frente a un edificio antiguo, con una arquitectura inspirada en los monumentos europeos.
—Ya hemos llegado —dijo Martín que, de repente, había recuperado su alegría.
Aquel hombre hacía malabarismos con los estados de ánimo, como un artista con sus bolos. Pasaba de la sonrisa a la cólera en una fracción de segundo, de la decepción al entusiasmo, de la risa a las lágrimas, todo con una facilidad desconcertante que me dejaba atónito. Era un misterio que yo intentaba descifrar pacientemente. Mezcla de esa alegría de vivir que apenas podía contener y de melancolía repentina, Martín parecía profundamente marcado por su historia caótica, con una herida abierta en lo más profundo de su ser.
Entramos en el edificio y nos dirigimos al mostrador de la recepción, donde nos encontramos una señora mayor que parecía aburrirse. Cuando nos vio, una enorme sonrisa iluminó su rostro. Me pareció una calurosa bienvenida. Martín la saludó amablemente y empezó una conversación de la que pude comprender algunas palabras por ser parecidas a las de mi lengua materna. Sin tener nada en contra de los alemanes, debía admitir que la lengua de Cervantes tenía una melodía mucho más armoniosa que la de Goethe. Aunque no entendiera nada, me gustaba oírla. La señora, intrigada por nuestra historia, desapareció detrás del mostrador y volvió unos minutos después acompañada de un hombre que nos hizo señas para que nos sentáramos en su despacho. Martín repitió la conversación que yo solo entendía a medias. El hombre, sentado frente a nosotros, la escuchaba con atención sin interrumpirlo y, de vez en cuando, me lanzaba miradas llenas de compasión, como si hubiera comprendido el interés profundamente humano de mi gestión. Cuando Martín terminó de hablar, el hombre, visiblemente conmovido, se rascó la barbilla unos segundos y nos pidió que lo esperáramos mientras verificaba el registro civil del ayuntamiento, así como el registro de residentes extranjeros asentados en la isla. La emoción de llegar por fin a buen puerto, después de tantos años de espera, iba en aumento en mi interior como la crecida de un río que se desborda en las orillas. La mirada de mi amigo también se animaba con un rayo de esperanza. La espera se hizo interminable. No paré de moverme por aquella estancia, rebotando como una pelota imaginaria de una pared a otra. El hombre reapareció, con el rostro firme y aspecto de estar apenado. Comprendí que venía con las manos vacías. Se disculpó y nos deseó buena suerte en nuestra búsqueda. Salimos del inmueble con cara de derrota, tristes.
—¿Y qué hacemos ahora? —le pregunté a Martín.
—Vamos a comer —sonrió—. Después iremos a preguntar a la gente por la calle si, por casualidad, se han cruzado con la niñita de la fotografía.
—No tenemos ninguna posibilidad —afirmé nostálgico.
Me miró con aire sombrío y sus ojos me hicieron lamentar de inmediato mis palabras, pronunciadas a la ligera, sin pensar.
—Si crees que no tenemos ninguna posibilidad, volvemos al barco y punto y final. Serás tú el que le explique al adolescente que hay en el fondo de ti que no has conseguido ver a la hija del soldado. A mí me da igual, no es mi problema.
Cruzó la calle sin esperarme.
—¡Martín, espera! —grité desesperado.
Me miró y luego me dio la espalda desde el otro lado de la calle.
—¿Qué pasa?
—Perdóname. Me parece bien enseñar la fotografía por la calle, es una buena idea.
Volvió a cruzar la calle y se plantó frente a mí.
—Hemos perdido una batalla, pero no hemos perdido la guerra —afirmó solemnemente con una certeza en la mirada que me heló la sangre—. Si me hubiera dado por vencido el día en que los franquistas fusilaron a mi padre ante mis ojos, en estos momentos estaría muerto, ¿me oyes?
—Sí —respondí tímidamente.
—Así que deja de llorar y vamos a buscar a tu alemana.
El misterio de Martín comenzaba a desvelarse poco a poco. La herida que escondía aquel hombre parecía abisal, pero, en ese abismo psicológico sin fondo, no cabía la renuncia. Consiguió multiplicar mis fuerzas y que redoblara mis esfuerzos para no perder la esperanza.
Esa tarde, anduvimos durante horas por las calles de la ciudad enseñando la fotografía de la niña a los viandantes con que nos encontrábamos por casualidad en el camino. Algunos se detenían a escuchar nuestra historia. Otros, muy ocupados con sus quehaceres cotidianos, no se dignaban siquiera parar su carrera loca. Todos nos respondían de una manera u otra con la negativa. Nadie había visto a Catherine Schäfer.
Tras unos días de búsqueda y a pesar de no perder nunca la esperanza, nos tumbamos sobre la arena de la playa de Alcaravaneras, exhaustos de tanto andar y con los pies llenos de ampollas. Alcaravaneras era un barrio popular, socialmente mestizo y vanguardista bastante cercano al puerto, en la parte este de la ciudad. Allí se reunía todo tipo de gente, desde marineros a vendedores ambulantes, de burgueses a prostitutas que confluían día y noche en el paseo marítimo. Nos concedimos unos minutos de descanso en aquella playa. El sol bañaba la arena con sus rayos cálidos. Caímos en un sueño ligero, sumidos en la confusión de ese estado en el que las imágenes y los sonidos se mezclan anárquicamente.
Podía distinguir un campo de trigo en el que Jean el actor gritaba órdenes al pequeño coronel que rezumaba sudor. Junto a ellos, estaba tumbado en la hierba mi padre, con el rostro apagado y una espiga de trigo en la boca. Mi madre, junto a mí, lloraba a lágrima viva. Jacques también estaba allí, de pie frente a mí. Me observaba con los ojos llenos de ira y gritaba: ¡Todo es culpa tuya, todo esto es culpa tuya! Las espigas se agitaban, llevadas por las rachas de viento de una tormenta que retumbaba en el cielo. Y entonces apareció ella. Mathilde. Con la mirada lánguida y vacía, me miraba con insistencia mientras avanzaba hacia mi hermano. Le dio la mano y lo besó. Yo giré la cabeza hacia el bosque y vi al capitán rascándose la barba mientras gritaba cínicamente: ¡Te lo dije, joven! Una bola de angustia invadió mi pecho, oprimiéndolo con todas sus fuerzas. No podía respirar. Y entonces estalló la tormenta, atronadora. Un rayo cayó en el campo, extendiendo sus ramificaciones cargadas de electricidad por encima de nuestras cabezas. Todo el mundo desapareció excepto Mathilde, que me suplicaba que volviera de una forma que me partía el corazón. La lluvia empezó a caer con fuerza. Mathilde, melancólica, se alejó cruzando el campo, con sus largas piernas cubiertas de espigas. Yo gritaba «¡Mathilde, Mathilde!», con la esperanza de que volviera, pero no pasaba nada, ya todo era oscuridad. Estaba perdido en el limbo de mi inconsciente.
Una vocecilla me susurró en la oscuridad «Hola, hola», primero con dulzura y luego cada vez con más fuerza, hasta que abrí los ojos, asustado como un animal cazado. Frente a mí se encontraba una mujer de unos treinta años, con los ojos de un azul cielo, rubia como las espigas de trigo de mi sueño y con el cabello largo levantado por los alisios que recorren las islas Canarias durante los meses más cálidos.
—Pesadilla, pesadilla —dijo con aparente asombro.
Junto a mí, Martín se despertó bruscamente, entrecerrando los ojos para poder filtrar la luz del sol. Se frotó la cara y me tradujo las palabras de la mujer, aún de pie frente a nosotros. Pesadilla, en francés, es cauchemar. Martín se volvió hacia la mujer y entabló una conversación que se apresuró a traducirme a medida que se iba produciendo.
—¿Qué quiere? —preguntó Martín.
—Su amigo ha tenido una pesadilla —respondió con una sonrisa.
—Sí, bueno, a veces sucede, ¿no? —dijo Martín molesto.
—Sí, cuando estamos preocupados.
—¿Pero qué quiere exactamente?
La mujer, sintiéndose agredida por el tono desagradable de Martín, frunció el ceño. La sonrisa que antes exhibía había desaparecido de repente.
—Nada —respondió alejándose por la playa.
—¡Drogatas de mierda! —dijo Martín volviéndose a tumbar sobre la arena.
Cuando lo pienso, es extraño ver que, si no hubiera cultivado con los años esa intuición que constituía, desde mi punto de vista, mi principal cualidad, no habría pasado nada de lo que aconteció después. La mujer habría seguido su camino despreciándonos. Me habría vuelto a tumbar sobre la arena como mi amigo. Fin de la historia. O el principio de otra. Convencido de que pasaba algo extraño, grité «Señora», una de las pocas palabras que había aprendido en español, en dirección a la mujer, que ya se había alejado. Se giró inmediatamente, se paró y nos observó con la indiferencia de alguien que, herido en su orgullo, no está ya por la labor de hacer el más mínimo esfuerzo. Desperté a Martín, mi amigo masculló algo para sus adentros y caminamos hacia la mujer, inmóvil sobre la arena.
—Espere, señora —dije en un francés que Martín tradujo—, perdón por haberle ofendido. Estamos cansados de tanto andar bajo el sol desde hace días. Perdónenos.
Parecía más calmada; la palabra «rencor» no formaba parte de su vocabulario.
—Excusas aceptadas —anunció.
—¿Qué quería decirnos, señora? —pregunté impaciente por saber más.
—¿Son los que están buscando a la alemana?
Al oír esas palabras, Martín y yo nos miramos, estupefactos al contemplar el rostro de alguien que podía ayudarnos. Aunque no lo habíamos confesado, habíamos perdido un poco la esperanza de encontrar a Catherine desde hacía horas.
—¡Sí, somos nosotros! —respondí sintiendo como la llama interior se avivaba—. ¿Cómo lo sabe?
—Acaban de preguntarle a una de mis… colegas si había visto a una niñita alemana, allí, en el paseo —dijo señalando con el dedo a una prostituta ligerita de ropa que hacía la calle.
—Sí, es verdad —afirmé con el corazón a punto de salirme del pecho—. ¿La conoce?
—¿A la prostituta? Sí, es una colega.
—No, me refería a…
—Me llamo María —me interrumpió tendiéndome la mano—. Yo también hago la calle. ¿Les supone algún problema?
—No —respondimos al unísono.
—Mucho mejor… Lo hago para alimentar a mi hijo, que vive en Málaga, al sur de la Península.
—¿La qué? —pregunté con ingenuidad.
—La Península. Así es como los canarios llaman a España. Yo, en realidad, soy de Málaga.
María sonrió con tristeza. Tuve la sensación de que toda la melancolía del mundo se había dado cita en sus ojos, mientras las comisuras de sus labios tiraban desesperadamente hacia abajo. Parecía herida, dañada por la calle. La mujer quería desahogarse antes de poner algo de luz en la historia de la alemana. Decidí mostrar algo de respeto e interesarme por aquella pobre desdichada, presa de la desesperación de la existencia, del drama del azar.
—¿Por qué está aquí? —pregunté intrigado.
—Seguí a un hombre hace tres años —respondió con gran pesar—. Me hizo muchas promesas; me dijo que nos casaríamos, que nos traeríamos a mi hijo y que nos compraríamos una casa, pero en vez de eso, me pegó y me tiró a la calle en cuanto llegamos. Y me vigila. He aprovechado que no está para venir a hablar con ustedes, porque si no, no podría.
No supimos qué responder y nos limitamos a asentir con la cabeza.
—Hace ya tres años que no veo a mi hijo. Se llama Manuel —prosiguió mientras nos mostraba la fotografía de un niño triste.
—Es muy guapo —dije conmovido.
—¿Y sobre la alemana? —preguntó Martín, que ya no podía esperar más.
—Enséñeme la fotografía.
Le di la fotografía de Catherine a María, que la miró y me la devolvió en cuanto le echó un vistazo.
—Sí, es ella, la reconozco.
—¿Dónde podemos encontrarla? —preguntó Martín temblando de impaciencia.
—Su madre estuvo con nosotras hace ya algún tiempo… en la calle, quiero decir —afirmó con tristeza.
—¿En la calle? —pregunté estupefacto.
—Sí. No hablaba demasiado bien español, pero era una mujer valiente. Nos contó que había huido de la guerra en Alemania. Vino a vivir a Gran Canaria para olvidar la muerte de su marido. Tenía amigos aquí, pero no la ayudaron. Se vio sin dinero, así que, para alimentar a su hija, comenzó a prostituirse.
—¿Ha visto a Catherine? —pregunté.
—Sí, una vez o dos. Cuando su madre no trabajaba, llevaba a su hija a la playa. Es allí donde la he visto. Una niña estupenda, como mi Manuel…
Una lágrima rodó por sus mejillas bronceadas por el sol. Se sorbió los mocos y se limpió la nariz con un pañuelo.
—¿Dónde podemos encontrarla, por favor?
—No lo sé —respondió María—. Desaparecieron hace unos meses y desde entonces no sabemos nada. Creo que vive en un pequeño edificio de La Isleta, allí arriba en las montañas, pero no sé dónde exactamente.
—¿Y no tiene ni idea de dónde están?
—No. Su madre quería irse, pero no sé adónde…
—¿Y nadie de La Isleta podría informarnos? —pregunté.
—Era una mujer muy discreta que solo se ocupaba de su hija, no creo que tenga muchos amigos allí.
María bajó la cabeza, contrariada al no poder ayudarnos más. Nos quedamos en silencio unos segundos, imaginando la huida de Catherine y su madre, el destino trágico al que las dos tenían que enfrentarse. La mala suerte se había abatido sobre esa familia. El padre de Catherine, que se fue a la guerra para vengar a su propio padre, había sucumbido a las heridas infligidas por mis vecinos, lo que había precipitado a su mujer y a su hija a la vorágine de la vida. Yo mismo había asistido a su muerte, impotente. La culpabilidad empezaba a resonar en mi cabeza. Después de todo, ¿no era yo también en parte culpable de aquel drama? ¿Dónde empezaban y dónde terminaban las fronteras de la responsabilidad?
La madre de Catherine no había dejado ningún rastro tras de sí, ninguna señal, ningún indicio que pudiera orientarnos, nada. ¿Dónde estaban ahora? ¿Seguían con vida? No había ninguna certeza, ninguna rama a la que pudiéramos agarrarnos. Por un instante, consideré la posibilidad de poner fin a aquella historia grotesca, a esa increíble locura que me había llevado a dos países extranjeros. Por otra parte, ¿qué misteriosa necesidad tenía que satisfacer con esa búsqueda de la verdad? Mathilde estaba lejos, sola en nuestra casa vacía. Ni siquiera sabía si mi carta, que había enviado en cuanto atracamos en Las Palmas, había llegado a su destino. En realidad, estaba harto de tantos sobresaltos interiores, de cuestionamientos existenciales desde mi más tierna infancia, de esa acumulación de nostalgia y angustia enredadas en las raíces de mi ser. ¿Acaso no era más que un loco de atar cuya existencia entera se basaba en esa búsqueda de conocimiento? ¿Quizá tenía un deber de sufrimiento mayor que el de mis compañeros? María se ganaba la vida, o la perdía, vendiendo su cuerpo, ¿qué podía haber más dramático que eso? Martín había contemplado el rostro de su padre antes de ver brotar su sangre, fusilado por los soldados fascistas. Al fin y al cabo, la vida no me había tratado mal, así que no le podía guardar rencor. El Volcán de Timanfaya levaba anclas esa misma noche. Solo nos quedaban unas horas para saborear aquellos últimos instantes de quietud, de calor humano, de sol y de salpicaduras saladas. Después, volveríamos al mar y a su oleaje caprichoso.
—¡Muchas gracias, María! —exclamé dándole las gracias en castellano.
—Muchas de nadas —respondió bromeando.
—¿Levantamos el campamento, Martín?
—Sí, vamos.