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Como todos los domingos, salimos a andar por el parque bordelés. Aprovechábamos esos paseos para charlar sobre nuestra vida. Estábamos jubilados desde hacía poco y pasábamos seis meses al año con nuestra hija en Burdeos y los otros seis en nuestra segunda residencia de Morbihan. Los dos éramos felices. Cuarenta años de vida en común eran ya unos cuantos. Las raíces de nuestro amor eran más sólidas que las de un viejo baobab milenario. El amor es lo más bonito de este mundo, la única forma de alcanzar la plenitud, esa sabiduría alejada de las futilidades que contaminan nuestra existencia.

Sobre el camino asfaltado, Mathilde flaqueó por primera vez. Su silueta vaciló en el vacío y tuve que sujetarla, presa del pánico ante la idea de que pudiera pasarle algo.

—¿Todo va bien, amor mío? —pregunté preocupado.

—La cabeza me da vueltas. Preferiría volver —respondió con las extremidades entumecidas.

Volvimos a casa y la acosté en la cama. Se durmió enseguida, febril, con lo que yo creía que sería un simple catarro.

Al día siguiente, su estado no parecía haber mejorado, así que decidí llamar al médico que, inquieto al ver a su paciente semiinconsciente, la hospitalizó de urgencia. Nos fuimos en una ambulancia, con las sirenas sonando por toda la ciudad, esas mismas sirenas que oímos a veces por las calles, que hacen que rechinemos los dientes cuando nos imaginamos a la pobre víctima tumbada en el interior. Esta vez la víctima era Mathilde, mi mujer, mi razón de vivir. Sentía cómo la vida vacilaba en su pedestal, cómo se caía a pedazos. Ya no era una simple tormenta oceánica que amenazaba en el horizonte, sino una vez más, la sonrisa de la parca que arrasaba con todo a su paso, sin distinción de edad alguna.

Llegamos al hospital y le dieron una habitación. Le hicieron una batería completa de pruebas, esas cosas de la vida real que mi cerebro jamás había sido capaz de asimilar. Tras unas cuantas horas de espera insoportable amenizadas con café, un hombre vestido con una bata blanca se me acercó y me hizo señas para que lo siguiera. Entramos en una sala blanca apenas amueblada. El despacho de aquel hombre estaba salpicado de fotografías familiares, su mujer y sus hijos sin duda, momentos de la vida capturados por el objetivo de una cámara.

—Señor Vertune —dijo nervioso—, siéntese, por favor.

—Gracias —respondí mientras me sentaba en una silla.

—¿Cómo está?

—Un poco angustiado, tengo que confesarlo.

—Sí —dijo clavando sus ojos en los míos—, lo entiendo.

—¿Cómo está mi mujer?

—Está descansando en estos momentos.

—Muy bien. ¿Y cuándo le dará el alta?

—Señor Vertune, tengo que decirle algo.

—¿Sí?

—Le acabamos de hacer una serie de pruebas exhaustivas a su mujer.

—¿Y?

El hombre se levantó y sacó una ficha negra que colocó sobre la luz de un tablón blanco. Me pareció ver un cráneo humano. Con ayuda de una especie de bastoncito que sujetaba con la mano derecha, señaló algo en la pantalla.

—¿Ve esta mancha? —preguntó.

—Sí.

—Es un tumor maligno, señor Vertune. En el cerebro de su mujer.

—¿Un tumor? —pregunté horrorizado por la noticia.

—Sí.

—¿Quiere decir que tiene cáncer?

—En cierta forma, sí.

—¿Y es grave?

—Mire, le voy a decir la verdad. El tumor se encuentra en un lugar inaccesible del cerebro, así que no se puede operar. No podemos hacer nada.

—¿Y no hay tratamiento posible? —pregunté con los ojos desencajados.

—A su edad, es posible que la quimioterapia la mate y eso sin estar seguros de que el tratamiento fuera a servir de algo.

—¿Entonces no tiene ninguna posibilidad?

—Ninguna, señor Vertune. Lo siento mucho.

—¿Cuánto tiempo le queda?

—Dos meses como mucho, el tumor está muy desarrollado. Siento mucho no poder hacer nada por ella.

Me quedé mirando el tablón sobre el que se exhibía el cerebro de mi mujer. Y esa mancha, blanca, inmensa. Dos meses. ¿Cómo era posible? ¿Qué había hecho de malo en la vida para merecer semejante suerte? Mi padre falleció joven y luego mi mejor amigo, después había muerto mi madre y ahora mi mujer. ¿Por qué la desgracia se cebaba conmigo? ¿Qué iba a ser de mí sin ella, sin mi Mathilde, mi costurera con las manos de oro?

Salimos de aquella sala y volví a casa, desesperado, con la esperanza de que el diagnóstico del médico no fuera más que un burdo error. Después de todo, no tenía tantos años. Nos quedaban tantas cosas por hacer los dos juntos, tantos momentos que compartir. Mathilde descubriría ese mundo tan vasto que yo había recorrido para conjurar la suerte de una infancia triste, las sonrisas de los pueblos indonesios, los tambores del carnaval de Río de Janeiro, las playas de Fuerteventura bañadas por el sol, cuyos habitantes se reunían por la noche en torno a sus barbacoas. Del largo reloj de arena de la vida todavía no había caído todo su contenido. Gracias a los avances de la medicina y a toda esa civilización aplacada, nos quedaban algunos años por delante. La humanidad parecía haber aprendido por fin la lección. Mathilde no podía irse, eso no era posible. Su eterno optimismo vencería al mal que carcomía su cerebro en silencio. Pronto volveríamos a nuestra Bretaña natal, a cuidar de nuestro nieto en verano, a jugar con él en los campos de trigo en los que ahora me divertía, lejos del malestar de mi infancia, vacunado para siempre de sus contundentes tallos. Volveríamos a disfrutar de un pícnic en la playa, pescaríamos almejas los tres juntos, recogeríamos bueyes de mar, bígaros, navajas y otros crustáceos para el festín del domingo. Nadaríamos hasta las estacas de la playa de Kerrassel, esos trozos de madera que se alzaban con orgullo a lo largo para delimitar los parques de ostras a los que nadábamos de pequeños compitiendo entre nosotros. Mathilde seguiría divirtiéndose con su nieto y, a pesar de que, por edad, ya casi rozaba la adolescencia, le prepararía la merienda. Recogería con él las frambuesas del huerto, vendría a buscarnos al jardín y gritaría «¡A comer!» con una sonrisa. Pasearía con nosotros por el puerto de Logéo durante la puesta de sol embriagadora del verano, cortaría bambú para hacer cerbatanas, contemplaría la luna majestuosa en el cielo que nos guiñaría el ojo con indulgencia.

Por primera vez en la vida, me negaba a creer que el futuro fuera un tiempo verbal perteneciente al imaginario, creado para los artistas frustrados por la simple realidad del pasado y el presente. Y, sin embargo, lo había estado usando toda mi vida, para huir la horrible verdad de la conjugación, su irascible necesidad de fijar el tiempo para que fuera como los números de identificación de los soldados en sus trincheras de Verdún: sin importancia, sin afecto, sin poesía. Mathilde no era un simple número, una simple combinación de tiempos compuestos. Mathilde era mi mujer, mi luz en la noche. No podía apagarse. Era inmortal, como la estrella de nuestro encuentro que todavía brillaba en el cielo. Todo aquello no era más que una inmersa farsa.

Iba todos los días a ver a mi mujer y me quedaba con ella de la mañana a la noche, acompañado de Jeanne, que se ausentaba del trabajo. Al principio de la enfermedad, pensé que el diagnóstico tenía que ser erróneo. Mathilde estaba perfectamente y andaba sin problemas por el parque contiguo al hospital. A pesar de los consejos de los médicos, quiso probar con la quimioterapia y después con la radioterapia, ambos conceptos bárbaros que solo los científicos de bata blanca comprenden, no como los ignorantes de mi especie. Poco a poco, los mareos se hicieron cada vez más frecuentes, las náuseas cada vez más potentes y los alaridos cada vez más aterradores. Tenía mucho miedo por Mathilde. Su vida pendía de un hilo, de eso no había duda.

Por la noche, después de las visitas, volvía a casa y me sentaba en el jardín. El huerto de nuestra casa bordelesa, minuciosamente creado por las mágicas manos de mi mujer, esperaba con impaciencia que su arquitecta volviera a refinar sus formas. Ella amaba por encima de todas las cosas aquel pedacito de tierra que le recordaba nuestra Bretaña y sus vastos espacios. Allí había pasado momentos felices, ensuciándose las manos con aquella tierra, sudando la gota gorda cuando el sol caía a plomo. Contemplaba su obra de arte, abatido por la idea de navegar sin timón en ese océano de incertidumbres que es la enfermedad.

Un día, estando junto a ella, el médico vino a verme.

—Detenemos el tratamiento, señor Vertune —dijo con esa implacable lógica de científico que yo tanto odiaba.

—Muy bien —respondí al comprender que la tenacidad terapéutica no había servido de nada.

—Solo le quedan unos días. Llévesela a un lugar en el que se sienta cómoda para que acabe allí sus días. El hospital alquila sillas de ruedas si lo necesita.

Me dieron ganas de abofetear al médico, de darle una paliza como hicieron los vecinos de mi pueblo con los soldados alemanes. El capitalismo, incluso en los momentos más duros de la vida, muestra su crueldad, su ignominia, su barbarie. Un día, el equilibrio del mundo cambiaría. La magia del ser humano acabaría con la dictadura nauseabunda de la rentabilidad y sus cifras. Pero aquello no eran más que frases en futuro, una utopía más. El despertar de las conciencias todavía no estaba en el orden del día.

Sentamos a Mathilde en una silla de ruedas y salimos del hospital.

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El sol, tenue, caía lentamente en el mar, en el horizonte. Como todas las noches, el astro del día capitulaba. En la cala del puerto de Logéo no había ni un alma. Había instalado a Mathilde frente al golfo y las islas de su infancia. Ya hacía unos días que había dejado de hablar; sus cuerdas vocales se habían resignado, al igual que sus extremidades. Estábamos allí, en la misma cala en la que, hacía cuarenta y tres años, le había pedido la mano. Por aquella época éramos tan jóvenes y estábamos tan llenos de energía, de entusiasmo. Teníamos todo el tiempo del mundo por delante, pero la vida había pasado tan deprisa… Ninguna piedrecita había entrado en su mecanismo para frenar su impulso. A pesar de todo, disfrutábamos del paisaje. Mathilde estaba sentada en su silla de metal, yo sobre la arena. Apretaba con fuerza su mano. Habíamos hecho tantas cosas juntos.

—He sido muy feliz a tu lado todos estos años, Mathilde —dije, sin esperar respuesta alguna de mi mujer.

No la hubo. Mathilde estaba demasiado débil para hablar. Sin embargo, yo sabía que había oído mi frase, el resumen de una vida entera. A veces, la simplicidad de ciertas palabras vale más que los discursos políticos infinitos que, al final, no dicen nada.

Mathilde se apagó aquella noche. La enterramos cerca de su madre, en el cementerio municipal en el que también reposaban mis padres. El señor Blanchart, cuyas ganas de vivir eran tales que ni la muerte se atrevía a acercarse, lloraba en silencio a mi lado. El cruel destino de su hija estaba unido al de su mujer, como si el cáncer se perpetuara de generación en generación a modo de herencia siniestra. Pensaba en la pequeña costurera sentada a la sombra de su árbol, manipulando su ovillo de lana y sus agujas. Jeanne y François también lloraban. En cuanto a mí, deambulaba como una sombra entre los escombros de nuestra vida en común. El día que murió Mathilde, perdí la sonrisa, esa que me habían reprochado toda la vida, esa que enarbolaba desde que nací.