16

Aquella mañana, pisé con fuerza la acera de la calle y respiré a pleno pulmón el perfume de la libertad. El sol, allí arriba en el cielo, acariciaba mi piel. Buscaba con la mirada el automóvil de Marc, pero no vi a nadie. No había ni rastro de esos dos actores inseparables en la calle colindante al cuartel. Dejé el petate en el suelo y me senté sobre la montaña de enseres. Las transeúntes, cuando veían mi cabeza rapada, me observaban con curiosidad, sobre todo los niños.

Los minutos pasaban y, a punto de dar la hora, empecé a preocuparme. Jean me había asegurado que estarían los dos allí una hora antes. No podía creer que hubiera cambiado de opinión de buenas a primeras, aunque bien es cierto que, viniendo aquel parecer de un ser humano, no había nada que pudiera sorprenderme. Entonces, un enorme automóvil entró a toda velocidad por la calle con gran estruendo, dejando una espesa nube de humo negro tras de sí. Los viandantes, asombrados por semejante barullo, se giraban hacia el vehículo y se quedaban mirando, consternados, antes de acabar envueltos por los gases de escape negros y nauseabundos. Tosían y se tapaban la boca a la par que maldecían con gran escándalo. El automóvil, que no paraba de tocar el claxon, se acercaba a mí. Al volante, la silueta fina de mi amigo Jean con Marc, su fiel acólito, sonriente como de costumbre, a su lado. Los dos empezaron a hacerme señas sacando los brazos por las ventanillas. Los observaba, fascinado por esa puesta en escena tan original. Los frenos del vehículo rechinaban con estruendo. Los transeúntes se tapaban los oídos sin parar de maldecir. Jean salió, se precipitó sobre mí y me dio un abrazo.

—¡Hola, amigo mío! —exclamó con entusiasmo.

—¡Hola, Jean! —respondí conmovido por tanta atención.

—Perdona por haber llegado tan tarde, pero es que hemos estado ensayando toda la noche y se nos ha pasado el tiempo volando.

—No pasa nada. Acabo de salir —mentí.

—Bueno, ya está. ¡Por fin libre!

—Sí —afirmé sonriendo, aunque con cierta nostalgia.

—¡Perfecto! —exclamó escandalosamente—. ¡Nos vamos a Fráncfort!

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Llegamos a la frontera alemana hacia el mediodía. A nuestro alrededor, el bosque alsaciano se alzaba, majestuoso, con sus largas hojas acariciadas por una ligera brisa. Pensaba en los soldados franceses y alemanes que habían muerto en combate en aquellos inmensos bosques cuyos árboles no tenían nada que ver con nuestras historias grotescas de hombres locos de atar. Cuando llegamos al puesto fronterizo, un guardia uniformado nos pidió los papeles y la razón de nuestra entrada en el territorio. Respondimos que íbamos a visitar a una tía enferma, el soldado abrió la barrera y nos dejó pasar. Seguimos por las carreteras devastadas de aquella Alemania ocupada y en reconstrucción. Sus habitantes parecían cansados, agotados por tanta desgracia como se había abatido sobre sus vidas. Ahora solo les importaba una única cosa, vivir en paz en un mundo civilizado y no volver a conocer la guerra, esa abominación que se llevaba consigo a mujeres y niños. Deambulaban por las calles con ladrillos y sacos de cemento bajo el brazo para reconstruir las casas afectadas por las bombas. Miraban a los soldados franceses con desconfianza. Seguimos tres horas a través de los bosques y los campos, los pueblos y los controles militares, sin que nadie nos detuviera. Las carreteras estaban devastadas por las bombas que habían caído hacía tres años.

Por fin llegamos a Mayence hacia las tres de la tarde. La ciudad, situada a unos cuarenta kilómetros de Fráncfort, era el último bastión francés. Al otro lado del Rin, que cruzaba la población, la zona estaba ocupada por los americanos. Nos detuvimos delante de un albergue. Marc bajó del vehículo y saludó al encargado, que nos recibió con los brazos abiertos. Chapurreó unas cuantas palabras en alemán y nos hizo señas para que nos acercáramos. Jean y yo bajamos, intrigados por la envergadura atlética del hombre. Lo saludamos con entusiasmo, a pesar de que, he de confesarlo, por aquel entonces todavía me costaba abstraerme de su nacionalidad alemana después de todo lo que había pasado. Al hombre, por su parte, no parecía afectarle la nuestra y nos pidió que lo siguiéramos al interior del albergue. Nos pidió que nos sentáramos y nos sirvió un almuerzo bien copioso. Los alemanes tenían fama de ser buenos anfitriones y pude constatar en persona la esplendorosa veracidad de esta reputación. Nos sirvió salchichas con repollo, un plato típico, y nos ofreció cervezas hasta quedar saciados. Hablaba con un tono grave y ruidoso en esa lengua de consonantes bárbaras que tantísimo me exasperaba. Lo escuchaba por educación, sin comprender nada, porque Marc, en su intento de traducir, tenía problemas para seguir el ritmo del hombre.

Cuando acabamos de comer, nos metió en un automóvil y nos llevó al puesto fronterizo de la armada americana que se encontraba justo sobre el Rin. El encargado del albergue, medio borracho, conducía canturreando y notaba cómo zigzagueaba el vehículo sobre el asfalto. En varias ocasiones, evitamos la acera de milagro, pero conseguimos llegar sanos y salvos al puesto fronterizo. Un americano nos hizo señas para que nos detuviéramos. Se acercó al vehículo, reconoció al encargado del albergue, lo saludó y frunció el ceño al vernos. Sacamos nuestros papeles. El hombre se relajó al ver que éramos franceses, ya que nuestro país era un aliado de su patria. Jean, que había frecuentado en los teatros parisinos a un buen número de actores anglófonos, explicó al americano las razones de nuestra visita. Nos observó detenidamente un rato, reflexionó unos segundos y nos hizo señas para que pasáramos. No obstante, nos exigió que estuviéramos de vuelta al anochecer para no tener que presentar un informe a las autoridades americanas. Asentimos y pusimos rumbo a Fráncfort a toda velocidad.

Una hora más tarde, habíamos llegado a una pequeña calle de edificios altos y gran colorido, típicos sin duda de la ciudad. El alemán detuvo el vehículo bruscamente ante la fachada de un inmueble y nos señaló una casa. Nos bajamos y allí estaba, frente al inmenso edificio en el que el oficial alemán había vivido antaño con su mujer y su hija. Respiré a pleno pulmón para armarme de valor y me acerqué lentamente a la entrada de la casa. Junto a la puerta había un panel con los nombres de todas las personas que vivían dentro. Repasé rápidamente todos los apellidos. Mis ojos se pararon cuando vi escrito negro sobre blanco Gerhard und Martha Schäfer.

Llamé varias veces para asegurarme de que alguien me pudiera escuchar allí arriba, pero nadie respondió. Hice varios intentos más sin obtener respuesta. Decepcionado, llegué a la conclusión de que habían salido y tendría que esperar a que volvieran. Marc, que no estaba dispuesto a pasar el día allí, llamó al timbre de la planta baja, al portero. Unos segundos después, una señora respondió y Marc habló con ella en alemán. Aceptó salir a charlar con nosotros. Esperamos unos segundos. Se abrió la puerta y una señora mayor hizo su aparición. Nos escrutó de pies a cabeza porque no confiaba en los franceses. Marc tomó la palabra y le explicó nuestra situación. Agudizó el oído para intentar entender algo a pesar de su marcado acento. Cuando acabó, saqué la fotografía de la niña alemana. Tomó el papel, siempre desconfiada. Cuando vio la imagen de la joven, se rostro se iluminó. Parecía conmovida y confusa, perdida en sus recuerdos. Levantó la cabeza y, a regañadientes y llena de tristeza, dijo:

—Catherine.

Asentí con la cabeza, sonriendo. La señora mayor, siempre triste, nos explicó que desde que acabó la guerra la familia ya no vivía allí. Se habían ido a las islas Canarias, a Las Palmas, creía, en Gran Canarias. La madre de Catherine tenía amigos allí. Al morir su marido, hizo las maletas con su hija y se exilió para alejarse de la guerra y de su vendaval de tormentos. Observaba a la señora, asombrado ante semejante noticia, y le pregunté si tenía su dirección en Las Palmas. Respondió que no, antes de añadir que no podía hacer nada más por mí. Me deseó buena suerte y desapareció detrás de la puerta del inmueble.

Agaché la cabeza, decepcionado. Hacía ya tres años que Catherine no vivía allí. No tenía ni idea de dónde se encontraba Las Palmas en el mapa. Tenía que aceptar la realidad: encontrarla estaba fuera de mis posibilidades. Volví al vehículo y recorrimos el trayecto a la inversa hasta Mayence, donde, un poco triste, agradecí al alemán su hospitalidad. Él también me sonrió con tristeza al comprender mi frustración y me deseó buena suerte antes de desaparecer.

Llegamos tarde a París, hacia medianoche. Al día siguiente, Jean me acompañó a la estación en la que, hacía dos años, había desembarcado por primera vez en la capital.

—Imagino que nuestros caminos se separan aquí —dije, triste.

—Sí —suspiró con los ojos apuntando al vacío—. Gracias por todo lo que has hecho por mí, Paul. No lo olvidaré jamás.

—Soy yo el que está agradecido, amigo mío —respondí a punto de romper a llorar.

—No he hecho nada —dijo sonriendo.

—Sí. ¿Sabes? Es la primera vez en mi vida que he tenido un amigo. Un amigo de verdad, me refiero, que me escucha y me respeta por lo que soy. Y ya solo por eso, te estaré eternamente agradecido.

—Una última cosa antes de que te vayas.

—¿Sí? —respondí, intrigado.

—Toma —dijo, entregándome un sobre.

—¿Qué es?

—La llave del reino de los sueños —dijo, sonriendo—. Ábrelo en el tren. Buen viaje y dale un abrazo de mi parte a Mathilde.

Estábamos en el andén de la estación Montparnasse, como dos grandes amigos que se dicen adiós para la eternidad. El tiempo parecía haberse detenido y las agujas del reloj parecían haber parado unos instantes su loca carrera. En el aire flotaba un perfume agradable, una sutil mezcla de despreocupación y amistad profunda. El hilo invisible de la humanidad nos unía, ese que une para siempre a quienes se han apoyado mutuamente en la adversidad. Se escuchó la última llamada para el tren de Rennes. Abracé a Jean por última vez y me dirigí a mi tren.

—¡Paul! —exclamó Jean en la lejanía.

—¿Sí? —respondí, intrigado.

—No pierdas jamás esa sonrisa que ilumina tu rostro —dijo saludándome antes de alejarse.

Me quedé unos instantes en el andén.

—Gracias, Jean —murmuré.

Cuando el tren ya estaba lejos de los edificios grises de la capital, abrí su carta y la leí con emoción.

Estimado Paul:

Cuando leas esta carta, probablemente ya estés lejos de la gran ciudad, lejos de toda esta cacofonía que jamás cesa. Te doy las gracias una vez más por todo lo que has hecho por mí. Me habría gustado poder ayudarte a encontrar el rastro de Catherine, pero a veces en la vida hay imprevistos que, en definitiva, son los que conforman la belleza de nuestra existencia. Como no he conseguido ayudarte en esta nueva aventura tuya, he decidido ayudarte en otra. Me dijiste que querías ser marinero, ¿verdad? Aquí tienes la dirección en Burdeos de un empresario que se dedica a la marina mercante y que es amigo de mi familia. Se llama Pierre Gentôme y espera tu visita. Preséntate allí y él te ofrecerá trabajo. Pues bueno, espero que esto sea el principio de esa aventura marina en la que sueñas desde que eras pequeño. Espero volver a verte algún día, amigo mío.

Un abrazo,

Jean

Cerré la carta y guardé el preciado papel en su sobre. La campaña desfilaba antes mis ojos, los campos, los pueblos, los lagos y los ríos. La Francia de las mil caras, unas veces urbana y otras rural, se mostraba con orgullo al paso del tren que, a toda velocidad, no parecía prestar atención. Después de dos largos años, en unas horas volvería a ver a Mathilde. Luego nos iríamos a Burdeos y me enrolaría en la marina mercante. Los caminos de mi destino parecían abrirse ante mí por una vez. No quería desperdiciar la oportunidad de hacer sonreír al niño que, antaño, se había maravillado ante el monstruo de acero que navegaba hacia el horizonte.