24
—¡Empuje! —exclamó la enfermera estresada.
—¡Me duele! —gritó Mathilde.
—¡Ya queda poco, señora, empuje, venga, más fuerte!
—¡Aaaaah!
El día que vi salir la cabeza de mi hija entre las piernas de su madre, creí que me iba a desmayar. En una mezcla de admiración y asco ante la naturaleza en plena acción, entendí en cierta forma por qué mi padre puso como pretexto una tarea urgente el día en que nací. El flujo de sangre que escapaba de la vagina de mi esposa cubría el rostro del bebé del que todavía desconocía su sexo. La enfermera tomó al recién nacido, cortó el cordón umbilical y lo envolvió en una toalla blanca que se manchó de inmediato de rojo.
—¡Es una niña! —afirmó con una sonrisa en los labios—. ¡Enhorabuena!
—Gracias —respondí desconcertado por el anuncio.
—¿Qué nombre le van a poner?
—Yo… Yo… —balbuceé atemorizado por la sangre y el llanto del bebé.
—¡Jeanne! —gritó Mathilde—. Se llama Jeanne.
Estaba confuso. Incluso podría decirse que intensamente confuso. El embarazo de Mathilde había pasado sin problemas ni complicaciones. Su vientre había ido creciendo al ritmo de mis salidas al mar y mis regresos a tierra firme. Me sentía culpable por no haber estado presente durante una prueba tan dura para una mujer como es el embarazo, esa travesía al país de las hormonas, pero no tenía opción: había que vivir. Mathilde dejó de trabajar los dos últimos meses, lo que desorganizó la rutina de la señora de Saint-Maixent, quien, indignada por haber sido abandonada de esa manera, dejó de pagarle el salario. La indulgencia de la burguesía tenía unos límites a los que mi mujer había tenido que enfrentarse: su egocentrismo patológico y su incapacidad para concebir la alegría en otro hogar que no fuera el suyo. Cuando somos desgraciados, nos volvemos celosos.
La enfermera frotó el frágil cuerpecito de Jeanne para quitarle las manchas de sangre que le corrían por extremidades y rostro. Después, colocó al bebé en llanto sobre una báscula para pesarlo, lo auscultó con ayuda de un estetoscopio y le hizo la batería de pruebas habituales para asegurarse de que gozaba de buena salud. Una vez hubo terminado su bárbaro pero necesario ritual, envolvió a Jeanne en una toalla limpia y se la dio a su madre. Mathilde la tomó en sus brazos, emocionada, y la meció para que se calmara. La enfermera la ayudó para que pudiera sacarse un pecho con el objetivo de que la recién nacida pudiera pegar en él sus labios. Se hizo el silencio en la habitación. Me acerqué a Mathilde y contemplé el rostro de mi hija. Todo era tan refinado en ella: las manos, los pies, la piel, la nariz, la boca pegada al pezón de Mathilde. No había rastro de esa vida que corrompe todo, que deforma la expresión de nuestro rostro y mutila nuestra alma a medida que se va acumulando el sufrimiento. Aquello era el principio de todo. El principio de la carrera hacia la muerte, de la cuenta atrás inexorable hacia ese misterio del que nadie escapa pero que todo el mundo intenta olvidar a su manera. Mi hija tampoco escaparía. Hasta ese momento, ni siquiera se me había pasado por la cabeza que ella pudiera sufrir en este mundo.
—Es guapa —le susurré a Mathilde mientras le acariciaba la mejilla.
—Sí.
—Es clavadita a ti, tiene tus ojos…
Mathilde sonrió tímidamente. Volvimos a casa al día siguiente, acompañados de nuestra hija y la instalamos en la cuna que nos había dado un vecino generoso. No tenía la opulencia de la residencia burguesa de la señora de Saint-Maixent, pero las condiciones de vida habían mejorado respecto a nuestra propia infancia. Mi hija tenía un privilegio de nacimiento: la intimidad de una habitación individual. Sin embargo, nada de celos, más bien al contrario, que a cada uno le toca la época que le toca con sus problemas correspondientes. Esperaba con toda mi alma que para Jeanne fueran los menos posibles.
Apenas nos separaba una década de la guerra. El mundo entero contenía la respiración para que el horror no volviera a repetirse. Estados Unidos, fiel a la ideología liberal, intentaba insuflar al planeta entero su dogma basado en las asperezas individuales, la asunción de riesgos y el beneficio a cualquier precio. La Unión Soviética hacía frente a esta absurdidad ideológica proclamando alto y fuerte los valores contrarios basados en el colectivismo, el reparto y la solidaridad. Francia, por su parte, optó por una tercera vía, a medio camino entre las dos corrientes de pensamiento.
Jeanne, al contrario que sus padres rurales, crecía en el dinamismo de una ciudad en pleno apogeo, una población en la que confluían civilizaciones lejanas, arrullada por el sonido de las sirenas de los barcos. Mathilde retomó su trabajo de mujer para todo en casa de la señora de Saint-Maixent, que la volvió a contratar en cuanto nuestra hija tuvo edad suficiente como para ir a la guardería. En cuanto a mí, me ascendieron y me destinaron a un barco que hacía la ruta entre Asia y Europa, por lo que tenía que pasar largas temporadas en el mar, a veces más de cuatro meses seguidos. Las dos mujeres de mi vida me saludaban desde el muelle del puerto. Lloraban a lágrima viva, inconsolables, algo que me rompía el corazón. Aquel era el precio que había que pagar para que mi sueño siguiera vivo. Cuando el barco atracaba en el puerto cuatro meses después, las volvía a ver, triste al comprobar que Jeanne crecía sin esperarme.
La compañía me daba dos meses de vacaciones para que pudiera disfrutar al máximo de mi familia y recuperar el tiempo perdido antes de volver a la ruta oceánica y a sus tempestades. Todos los veranos, durante las vacaciones estivales, volvíamos a Bretaña a ver a nuestras familias. Estaba encantado de que Jeanne conociera el entorno en el que habíamos crecido su madre y yo. Pasaba días felices en las playas de nuestra infancia. Se reía a carcajadas recogiendo moluscos cubiertos de arena y abría los ojos como platos cuando veía un cangrejo por la playa. A veces, oculto tras un árbol del jardín de mi granja natal, observaba cómo mi hija se maravillaba con los placeres simples de la vida. Recogía una manzana caída en el suelo, se la acercaba a los ojos e intentaba descifrar el misterio de la fruta con aquella imaginación suya de niña sin corromper. Detrás de mi manzano, volvía a ser un niño, conmovido al reconocer en ella algunas características de mi personalidad.
La paternidad nos ofrece la oportunidad de redescubrir nuestro pasado, de conjurar la suerte de una infancia desgraciada o de prolongar la voluptuosidad de una infancia dorada. No es un medicamento que compramos en la farmacia para vendar nuestras heridas, sino justo lo contrario. Nos ofrece la ocasión de rejuvenecer, siempre y cuando no abusemos. Aproveché para volver a ser un niño y jugar con Jeanne durante horas, imitando los animales de la jungla, los bancos de hielo y el desierto. Jeanne se reía a carcajadas cuando interpretaba el papel de un gorila golpeándose el pecho, de una foca avanzando sobre el suelo helado de un islote azul o de un rinoceronte arremetiendo contra los manzanos de mi infancia. Al final, cansados de jugar al sol, nos tumbábamos en la hierba mirando al cielo, con su pequeño cuerpo pegado al mío.
—¿Por qué el cielo es azul, papá? —me preguntó curiosa como su padre.
—Porque quería hacerse amigo del mar —respondí espontáneamente.
—¿Y por qué quería hacerse amigo del mar?
—Porque el mar es amable.
—¿Es amable contigo, papá?
—Sí, excepto cuando hay tempestad.
—¿Qué es una tempestad?
—Viento. Mucho viento que sopla, Jeanne.
Cuando se quedaba conforme con mis respuestas, se ponía a soñar y a veces se dormía a la sombra de los árboles del jardín. La tomaba en mis brazos y la llevaba a su cama, donde acababa su siesta apaciblemente.
Aprovechábamos las vacaciones más largas para visitar a mis hermanos, que también se habían casado con jóvenes lugareñas, como lo exigía implícitamente la tradición local. Pierre y Guy vivían con sus esposas cerca de la granja de nuestros padres. Todavía ayudaban a mi hermano mayor en la explotación del campo de trigo. Los avances técnicos y la aparición de las cosechadoras les habían facilitado considerablemente el trabajo y también la existencia. Fieles a ellos mismos hasta la muerte, no se hablaban demasiado y se limitaban a asentir sin jamás resistirse, huyendo de los conflictos como de la peste. En cuanto a Jacques, igual de tenaz en el trabajo que siempre, se había suavizado con los años. Ahora padre de un niñito adorable, conjuraba la suerte de la autoridad paterna queriendo a su hijo, atento al más mínimo de sus caprichos, deseoso de hablarle y de escucharlo, a diferencia de lo que habíamos vivido nosotros. Nuestras relaciones mejoraron con el tiempo, aunque jamás llegaran a la altura de mis expectativas, aquella fraternidad solidaria que habíamos tenido al alcance de la mano en el camión de los alemanes el día que conociera a Mathilde.
Siendo niño, las relaciones fraternales me parecían refugios a los que acudíamos a reponer fuerzas, como el agua de un pozo que sacamos minuciosamente, con cuidado de no secarlo. Las peleas entre hermanos, los conflictos, parecían algo imposible. Pensaba que mis hermanos siempre estarían a mi lado, que me respaldarían en las vilezas de la vida, las penas del amor, las traiciones, pero, con la cabeza llena de ideales, pronto me desengañé al constatar su actitud frente a mi padre, más contenida, que contrastaba con la de nuestras carreras locas por los caminos y los bosques. Me desanimé a fuerza de sufrir la violencia. Me fui. Dejé el nido familiar para volar con mis propias alas. Aunque todos se alegraban de tener un hermano marinero, nada sería nunca como antes. Nos contentábamos con pasar los días enteros pescando almejas, disfrutando de pícnis en la playa, enseñando a los niños a hacer rebotar las piedras planas en el agua.
El padre de Mathilde también estaba allí, observando a su hija y su nieta con los ojos llenos de amor. ¿Qué no habría dado por que su mujer estuviera todavía allí?
Pero el agradable paréntesis se acabó y el mes de agosto llegó a su fin. Hicimos la maleta y volvimos los tres a Burdeos. Jeanne saludaba tímidamente a sus abuelos por la ventanilla del tren. Mi madre lloraba cuando se alejaba la locomotora, huérfana de un hijo que habría preferido mantener cerca de ella.
—¡La abuela se ha ido! —decía Jeanne sin entenderlo demasiado.
—¡Sí, se ha ido! —repetía a mi hija—. La volveremos a ver el año que viene, ¿de acuerdo?
—La abuela se va todo el tiempo. ¡Como tú, papá!
Por mucho que los niños no sean más que niños, no por ello tienen menos sentido común. Y sentido común, Jeanne tenía para dar y vender. Ya empezaba a entender que su padre la abandonaba, que estaba obligado a irse en su barco porque ese era su trabajo. ¿Pero qué significa la palabra trabajo para un niño? No gran cosa, me parecía a mí. Me acercaba a los límites de mi sueño de la infancia. Aunque amaba mi profesión apasionadamente, me sentía cada vez más culpable por no estar más presente para mi hija. El capitán de mi primer barco, que se acababa de jubilar, me había avisado en su momento: «El oficio de marinero es ingrato, no vemos crecer a nuestros hijos». El viejo lobo de mar tenía razón. Ya podía imaginarme los reproches de mi hija por mi alejamiento cíclico. Mi padre me había impuesto su falta de comunicación y ahora yo imponía a mi hija un alejamiento que ponía en peligro nuestra relación futura. La reproducción no solo es algo social o cultural, sino que además puede adoptar varias formas. En mi egoísmo, no quería tener que escoger y deseaba prolongar aquella sensación de libertad el mayor tiempo posible.
Por eso, a principios de septiembre, volví al mar y regresé en enero del año siguiente, con el corazón partido al constatar que Jeanne había vuelto a crecer, pero con el sentimiento de ser libre como un pez en el agua. Y luego estaban todas aquellas personas que había conocido durante mis viajes. Me parecía que toda la humanidad, a pesar de sus diferencias físicas, era una e indivisible. Solo cambiaba el idioma. De África Occidental a Asia, de Oriente Medio a Oceanía, se veían las mismas sonrisas. La acogida calurosa de los nativos nos daba ánimos después de los largos meses que pasábamos en el mar. Los días de permiso, Martín y yo íbamos a visitar las regiones recónditas de los territorios, a hablar con las gentes y descubrir sus usos y costumbres. De alguna manera, así completaba sobre el terreno las enseñanzas geográficas de mi maestro, uniendo teoría y práctica. El señor Duquerre habría estado orgulloso de mí.
Recibí noticias de María en varias ocasiones. Todos los años me enviaba una tarjeta postal en la que me escribía algunas frases en español que Martín traducía. En el sobre, también metía una fotografía de su hijo, un chico al que veía crecer con los años. En sus cartas, preocupada por mantener intacto el misterio que rodeaba a la alemana, jamás dijo nada de la fotografía de Catherine Schäfer.
Sin embargo, tras diez años de carteo, la correspondencia cesó. Lo que al principio pensé que sería un simple olvido, acabó provocándome una auténtica inquietud. Finalmente decidí enviarle una carta para asegurarme de que todo iba bien. Unas semanas más tarde, el sobre volvió con una nota en español: «Destinatario desconocido». Volví a hacerlo varias veces más, creyendo que se trataba de un error del servicio postal. Después de todo, las cartas no siempre llegan. Pero todas las veces obtuve el mismo resultado: el sobre volvía intacto, con la misma anotación. Martín llamó por teléfono al ayuntamiento de Málaga, pero no supieron decirnos nada. La secretaria que respondió a nuestra llamada nos aseguró que investigaría un poco, pero no nos llamó nunca. María se había volatilizado sin dejar el más mínimo rastro. Inquieto por esa desaparición repentina, intenté llamar varias veces a la comisaría. Incluso conseguimos el número de teléfono de un vecino, pero siempre obtuvimos las mismas palabras, la misma cantinela. Nadie sabía dónde estaba María.
¿Qué extraño misterio escondía aquella fuga repentina? ¿Por qué María no daba señales de vida? En este asunto subsistía un enigma que no conseguía descifrar. Estaba frustrado por no poder investigar porque, en los escasos momentos en los que la compañía me daba vacaciones, recuperaba el tiempo perdido con Jeanne. Mathilde percibía mi creciente inquietud y me tranquilizaba como podía, pero sus esfuerzos eran vanos. A pesar de mi escepticismo, rezaba en secreto para que no le hubiera pasado nada a María. Durante mucho tiempo, cada vez que llamaban al timbre, salía al pasillo con la esperanza de abrir la puerta y encontrarme con el rostro de María y con su hijo Manuel acurrucado en sus brazos. Inspiraba profundamente antes de girar el picaporte. Y, cada vez, la misma decepción. Los años pasaron y acabé resignándome. El hombre olvida deprisa. Estaba claro que María no me debía nada. La había ayudado por bondad, por humanidad, no para que me lo agradeciera toda la vida. No era el héroe de nadie. Solo era un hombre. ¿De qué sirve revolucionar el mundo si luego no somos capaces de revolucionarnos nosotros mismos?
Así que no tenía noticias de María. Con ella desaparecieron un buen número de mis ilusiones. Todos maduramos un día u otro. A nuestro ritmo. Yo también había madurado, gracias a ella, el día en que comprendí que el mundo no estaba hecho a mi imagen y semejanza, sino que mi imagen debía adaptarse al mundo.