29
En una calle bordelesa un cartel llamó mi atención. Estaba colgado en el escaparate de una tienda y en él se podía ver la sonrisa gigante de dos personas que me resultaban familiares. Me acerqué al cristal y observé el trozo de papel.
¡A sus órdenes, mi coronel!
Obra de teatro
escrita e interpretada por Jean Brisca y Marc Dantouge
A medida que iba recorriendo las letras con la mirada, me sorprendí al constatar que se trataba de mis dos amigos parisinos, los actores del cuartel. Estaban de gira por toda Francia y representaban su obra esa misma tarde en Burdeos. Fui corriendo a la taquilla del teatro, bastante cerca de allí, y compré tres entradas. Quería darles una sorpresa a mis dos amigos, colarme en los camerinos al final del espectáculo y presentarles a Mathilde y Jeanne.
La espera aquella tarde se me hizo interminable. Estaba deseando hablar con ellos de todo y de nada. Los dos actores gozaban de gran popularidad en todo el país. Esperaba que el éxito no hubiera alterado de ninguna forma su filosofía de vida de aquel entonces. Ahora formaban parte de la flor y nata parisina, del show business No creía que a mis dos amigos se les hubiese subido a la cabeza hasta el punto de no reconocerme o, peor, de ignorarme. No era su estilo. ¿Pero habrían cambiado? Quería cerciorarme y llevar esa noche a las dos mujeres de mi vida al teatro.
Nos sentamos en la tercera fila y esperamos a que empezara el espectáculo. Jeanne parecía impaciente por conocer una parte de mi historia y, sobre todo, de hablar con esos dos actores tan famosos. Había preparado una pequeña hoja de papel con la intención de pedirles un autógrafo y así poder impresionar a sus amigos. Un hilo de luz iluminaba su rostro de joven adulta, radiante. Había atravesado la adolescencia sin dramas ni tumultos, al menos esa impresión daba. La parte grande del iceberg siempre está bajo la superficie del agua y es necesario sumergirse para admirar sus formas submarinas. El papel de padre me había enseñado que, por muchos esfuerzos que hagamos, jamás podemos conocer a la perfección a nuestros hijos. Nos encantaría poder descifrar sus misterios, descubrir en una pantalla de cine el fondo de sus pensamientos, para anticipar las catástrofes, para ayudarlos a ver las cosas con la perspectiva que da la experiencia, pero es imposible. Conservan su parte de enigma y ocultan sus heridas, las alegrías y las penas.
Los tres golpes que anuncian el inicio del espectáculo resonaron en la sala. Se hizo el silencio y todas las miradas se giraron hacia el escenario. Se levantó el telón y al instante pude reconocer la silueta de Jean, disfrazado de coronel para la ocasión. Había envejecido. Agotado por la energía que le exigían sus espectáculos, la expresión de su rostro ya no era la misma. Las risas resonaron de punta a punta de la sala. Jeanne y Mathilde también se morían de la risa, llevadas por la interpretación de mi antiguo secuaz, que gritaba órdenes a otros actores. Me pareció reconocer al pequeño coronel de nuestro antiguo cuartel. ¿Qué habría sido de él? ¿El largo río de la vida lo habría liberado de sus muchos sufrimientos? ¿Seguiría vivo? La trayectoria vital de unos y otros siempre me había intrigado. Podía distinguir la impronta de una fuerza invisible que empujaba a sus peones hacia un tablero gigantesco, calculando las millones de posibilidades para conseguir sus fines. Sin embargo, había algo que no acababa de entender. ¿Cuál era el objetivo de aquella fuerza? ¿Cuál era su finalidad? ¿Qué clase de suerte nos tenía reservada a nosotros, los seres humanos, posados sobre nuestra piedra, demasiado pequeña para contener los millares de habitantes que cubren su superficie? Habría deseado entender el sentido de todo eso, descifrar su misterio, descubrir su interés, pero había algo que se oponía. Una energía cósmica, a miles de años luz, tenía el control del tablero.
—¿Papá, estás bien? —murmuró Jeanne en la oscuridad.
—Sí, gracias, cariño. Pensaba en otra cosa.
—¿Pensabas en Catherine?
—No, no te preocupes. Céntrate en la obra.
Jeanne, a la que le divertía mi temperamento soñador, volvió a mirar al escenario. Marc y Jean entonaron un himno satírico sobre el ejército. Los espectadores reían sin parar. Estaba claro que el espectáculo gustaba.
Unos minutos después, cuando los actores se aproximaban al desenlace final de la obra, el pasado salió a la superficie de repente. El coronel, que maltrataba a sus subordinados, se veía atrapado con dos tipos inanimados tirados en el suelo. Se oía ruido de pasos en el recinto. Sin saber qué hacer, el coronel miraba al público, aterrorizado, y se desmayaba, cayendo al suelo. La confusión, cómica, hizo que los espectadores rompieran a reír y aplaudieran ese alarde de ingenio del que yo había sido protagonista hacía veinte años, en el patético cuartel parisino. Los dos actores se habían inspirado en nuestra historia para escribir una obra de teatro. Yo también aplaudía con fuerza, reconfortado por ese guiño al pasado.
Jean y Marc saludaron al público, que se fue dispersando poco a poco. El pueblo, después de haber aprovechado el paréntesis para relajarse, volvía a casa donde, cínicas, las vilezas de la vida los esperaban al calor del hogar. Me levanté, acompañado de Jeanne y Mathilde, y llamé a la puerta que había junto al escenario. Apareció un hombre que me miró de arriba abajo.
—¿Qué desea, señor? —preguntó con arrogancia.
—Me gustaría ver a Jean y Marc, por favor.
—Como a todo el mundo —respondió antipático.
—Sí, pero yo soy un antiguo compañero del ejército.
—¡Mira, esa es la primera vez que me la dicen! —se burló—. Un amigo del ejército… ¡qué tontería!
Cerró la puerta con violencia. El aire del portazo me acarició las mejillas. Giré la cabeza en dirección a Mathilde y Jeanne, aterradas por un comportamiento tan poco educado. Volví a llamar a la puerta.
Apareció el mismo hombre.
—¿Usted otra vez? —amenazó con la misma arrogancia.
—Escuche, le juro que los conozco a los dos, se lo puede preguntar. Dígales que Paul Vertune desearía verlos, por favor.
—¿Paul Bertrune?
—Vertune, Ver-tune.
—Está bien. Ahora vuelvo.
Esperamos unos minutos en silencio. Tras la puerta, resonaron pasos ligeros por el pasillo y entonces apareció la silueta de Jean Brisca.
—¡Paul! —gritó—. ¡Qué agradable sorpresa! ¿Cómo estás?
El hombre me rodeó con sus grandes brazos afectuosos.
—¡Muy bien! ¿Y qué tal tú después de todos estos años? —respondí, conmovido por la acogida.
—En plena forma, como puedes ver —afirmó sonriente—. ¿Pero quiénes son estas dos encantadoras señoritas que te acompañan? Déjame que lo adivine, ¿la famosa Mathilde?
—Sí, encantada —respondió mi mujer sorprendida.
—¡Qué memoria! —repliqué con admiración—. Y esta es mi hija Jeanne.
—¡Qué belleza! —exclamó Jean—. ¿No ha considerado la posibilidad de hacerse actriz, señorita?
—Pues… no —respondió Jeanne, desconcertada por la pregunta—. Encantada.
—Bueno, venid conmigo a los camerinos. ¡Marc se alegrará de veros!
Seguimos al hombre entre bambalinas y llegamos a un camerino estrecho en el que Marc se estaba desmaquillando. Me reconoció de inmediato y también me dio un fuerte abrazo. Nos sirvieron café y firmaron en la hoja de Jeanne. Después tuvimos una larga conversación en la que nos contamos nuestros respectivos pasados desde el cuartel. Ambos comediantes desprendían un inconmensurable calor humano que me reconfortaba. Ninguno de los dos había cambiado. Tenía la sensación de haber retrocedido veinte años en aquel pequeño camerino, en el que se colaba el viento de la amistad silbando.
—¿Has encontrado a la alemana? —preguntó Marc cuando recordó nuestro periplo.
—¡Ah, sí, la alemana! —añadió Jean que se acordó de repente.
—No, no sé nada de ella —respondí decepcionado—. Estuve a punto de encontrarla en las islas Canarias, pero se había evaporado. Ahora todo eso ha quedado en el pasado…
—Es una pena —replicó Jean—. Me habría gustado conocer el final de la historia.
—¿Quieres usarlo como final de tu próxima obra? —bromeé.
Los dos hombres se echaron a reír. Intercambiamos nuestros números de teléfono respectivos. Los dos actores nos invitaron a París. Les dimos las gracias antes de desaparecer en las tinieblas de un teatro vacío.
Esa noche, me alegró comprobar que la llama que ardía en sus miradas seguía intacta. Mis amigos seguían teniendo una fe inalterable en la vida, un optimismo que iba más allá de las fronteras de la imaginación. Vivían su pasión artística, su sueño de la infancia, el mismo que brillaba en mis ojos desde que nací.