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Mis primeros años estuvieron marcados por los mugidos de las vacas, el olor a heno, el perfume de las frambuesas que cubrían el jardín y las salpicaduras saladas del mar que acariciaban las costas bretonas a algunos cables de la casa. No tenía yo preocupación alguna, aquella época fue la edad de oro en la que solo me preocupaba por el placer de experimentar. Apreciar la vida sin pensar en el mañana. Aprendí a hablar, a andar y a correr a toda velocidad por los innumerables paisajes del golfo. Mis tres hermanos, Jacques, Guy y Pierre, me hicieron descubrir este entorno en el que todo me maravillaba, de los insectos a las plantas, de los moluscos a los peces, de los trigales a los caminos por los que rugían los motores de los automóviles.

—¡Paul, por aquí, una luciérnaga! —gritaba Jacques cada vez que divisaba al extraño coleóptero iluminando la maleza con su tenue luz pálida.

—¡Luciéeeernaga! —gritaba yo maravillado, insistiendo en la e hasta hacer que la palabra acabara siendo una sombra de sí misma.

Andaba intrigado hacia el insecto, creyendo que era un ser de la era de los dinosaurios, profesando el mismo culto metafísico por el coleóptero que los incas consagraban al sol. Su mundo me intrigaba, ese mundo de silencio, de susurros. Cuando eres pequeño, la imaginación está libre de manchas. No está cortocircuitada por el pensamiento nefasto de su ser en evolución. Ningún adulto rinde culto a un insecto, excepto quizá los entomólogos, por ser esa su profesión. Con infinita dulzura, sujetaba al animal en mis manos y admiraba su luz verdosa, delicada y tranquilizadora. A veces, se apagaba de repente, sin razón alguna. La volvía a dejar en su sitio, sintiéndome culpable por haber perturbado su quietud luminosa, ella que no se metía con nadie. Jacques comprendía mi decepción y me rodeaba con los brazos. Por aquel entonces, era un tipo simpático.

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A veces, cuando mis padres no miraban, me iba de aventura a nuestro jardín, lleno de manzanos dispersos. Me refugiaba bajo la sombra de estos árboles inmensos cuyos frutos me sobresaltaban de vez en cuando al caer al suelo. Sus hojas, de formas prominentes, bailaban al ritmo del viento. Las observaba durante horas sin fruncir el ceño, hipnotizado por su baile aéreo. Con frecuencia, una de ellas se descolgaba de su rama y planeaba sobre mi cabeza, contorsionándose bajo las rachas de viento, revoloteando en el vacío, hasta estrellarse en el suelo susurrando. Cientos de pequeños insectos dibujaban líneas a lo largo de la corteza de los árboles. Sus largas espirales se enrollaban en las ramas, en silencio, a pesar de los millones de patas que arañaban la madera. Contemplaba la naturaleza tan vívida y tan exuberante que me rodeaba. Me tumbaba en el suelo y admiraba el cielo durante horas. Su azul infinito me maravillaba, así como el manto de puntos luminosos del que hacía gala por la noche. Sin embargo, en esta decoración nocturna, había algo que me intrigaba allí arriba, una especie de guijarro luminoso posado en el vacío. Durante mucho tiempo, lo escruté con inquietud, sin comprender qué hacía allí. A veces lo veía de día, más pálido, más apagado. Su forma cambiaba sin parar: unas veces parecía un cruasán y otras era como un tazón o una pelota. ¿Qué mensaje quería transmitir? Yo intentaba encontrar una lógica, un sentido, y me estrujaba la sesera hasta donde me lo permitía mi cerebro de niño. El enigma era absoluto. Cuando tuve edad suficiente para hablar, al no poder más, interrogué a mi madre.

—Mamá, ¿qué es eso?

—¿Eso? ¡Es Laluna! —me respondió con el tono de quien dice una obviedad.

Pensé que era un nombre bastante curioso para una piedra colgada del cielo. A pesar de todo, seguía observándola a través de la ventana, entonces con menos inquietud, por saber ya su nombre. Ese fue el inicio de una gran historia de amor entre ella y yo. Mi piedra colgada del cielo. Al echar la vista atrás, creo que siempre fui ese niño embelesado, con los brazos extendidos sobre la hierba, desbordado de emociones, con las lágrimas rodando por las mejillas hasta caer al suelo en forma de pequeñas perlas brillantes.

—¿Paul Vertune? Ah, sí, el pequeño Paul, ¿ese que siempre tiene la cabeza en Laluna? Nunca se esforzará mucho en nada, él no está hecho para trabajar —murmuraba la gente en la intimidad.

Los lugareños, cuando hablaban de mí, esbozaban una mueca dubitativa que ni a mí se me escapaba. Ya desde mi más tierna infancia, veía una connotación peyorativa en esa expresión, tener la cabeza en Laluna, como si soñar estuviera prohibido y conmoverse constituyera un delito. Al fin y al cabo, ¿qué hay de malo en observar los astros celestes durante horas? Jamás he tenido la impresión de cometer hurto ni, peor, crimen alguno. Pero la mirada infantil oculta la sórdida realidad. Todavía no es capaz de vislumbrar los vicios ocultos ni las luchas de poder. Más tarde comprendí el verdadero problema: la holgazanería. Esa debilidad mental que en ocasiones algunos consiguen gestionar a las mil maravillas sin que nadie se dé cuenta. Pero la holgazanería, aquí, era la muerte. Y su opuesto, la vida: la vida era el trigo, el oro de la tierra. La economía de mi pueblo dependía de ese cereal. El trigo, caprichoso, respondía a un ciclo vegetal estricto en el que el más mínimo error se pagaba caro, hasta tal punto que se había convertido en el centro de nuestras vidas. A fin de cuentas, nacer allí no nos dejaba demasiado margen de decisión. Era el trigo o el exilio. El trabajo duro o la mera subsistencia. La mayoría de los lugareños, muy aferrados a sus raíces, heredaban la granja de sus antepasados y cultivaban la tierra hasta el día de su muerte. Sus vidas se reducían a eso. El conformismo más absoluto, el más inextricable. El trigo, ahora y siempre… A veces acompañaba a los hombres al campo y me sentaba en una esquina a observarlos. Mis hermanos a duras penas si levantaban los ojos, celosos por no poder beneficiarse ya de ese periodo sin preocupaciones. Mi padre, por su parte, me vigilaba con indiferencia. Su mirada, ya cargada de reproches, se eternizaba sobre mí.

Parecía decirme que tarde o temprano llegaría mi momento, que, como todo el mundo, tendría que labrar la tierra, sembrar el grano, acondicionar las parcelas, organizar la cosecha, segar el trigo, recolectar el trigo, negociar el precio con los mayoristas deshonestos, volver a casa agotado y acostarme con la espalda ardiendo. Y al día siguiente, vuelta a empezar, toda la jornada, de sol a sol, todos los días que Dios estime, sin tregua, sin descanso, porque el trigo no espera. Jamás. Sabía que eso acabaría borrando de mi rostro esa sonrisa que tanto lo exasperaba.

Estaba seguro de que mi padre me odiaba desde el día en que nací. Pensaba que era demasiado diferente de él, más despreocupado, más interesado en pensar que en hacer. El pensamiento, en el campo, se considera un virus que hay que erradicar. Una plaga destructora, una vergüenza, un sacrilegio familiar. Aquí no se piensa, se actúa. Se siega el trigo y punto. Además, qué clase de manía extraña es esa. Qué grosería. El pensamiento es un invento de los perezosos, un subterfugio para huir de una realidad difícil, un cáncer. Mi padre no pensaba nunca. Trabajaba duro, sin refugiarse jamás ni eludir sus responsabilidades como hombre. Justo al contrario que yo. Gracias a ese cáncer que se había apoderado de mí, lo comprendí muy pronto. Mi mente jugueteaba sin parar, libre como el viento, con el único fin de protegerme del sufrimiento. No dejaba de reinventar una realidad en la que me sentía bien, como un pájaro en su nido, con el pico en alto para que lo alimenten, algo que mi padre odiaba por encima de todas las cosas.

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Cuando tenía cinco años, la primera señal del destino llamó a mi puerta. Toda mi historia es una sucesión de casualidades, golpes de suerte y coincidencias, que cada uno lo llame como quiera. Yo personalmente las llamo señales del destino. Poco importa que la expresión pueda parecer ingenua. Ese día, se abrió ante mí un camino sobre el que todo mi cuerpo se abalanzó, sin remordimiento ni arrepentimiento alguno. Un domingo, después de misa, pusimos rumbo hacia el oeste, a la península de Rhuys, en dirección al puerto de Arzon, que se alza frente al inmenso océano Atlántico. Al llegar, nos dimos cuenta de que había una multitud de curiosos reunidos en torno a un navío. La gente gritaba mientras acariciaba el monstruo de chatarra oxidada hasta la médula. Algunos, maravillados, charlaban con unos hombres vestidos de manera extraña. Era la primera vez en mi vida que veía semejante atuendo. Un sombrero plano con una bola de pelo encima, un jersey a rayas azules y blancas, un pantalón de lona azul marino y unos zapatos finos trenzados. Los personajes parecían haber salido de una época futurista. Mis hermanos corrieron en su dirección y se plantaron delante. Al verlos aparecer con los ojos abiertos como platos, llenos de admiración, aquellos hombres, seguramente acostumbrados a este ritual apasionado, acariciaron sus melenas rubias. Mi madre también se acercó. Yo seguía caminando sin decir nada, cautivado por el misterio de estos hombres de extraño uniforme. ¿De dónde vendrían? ¿De Laluna? ¿De esa piedra del cielo? ¿Acaso eran los responsables de su luz? ¿El océano estaba lleno de pasadizos secretos por los que podían llegar allí arriba? A medida que me iba acercando, me entusiasmaba más la idea de conocer la verdad sobre mi piedra. Apretaba fuerte la mano de mi madre, con el corazón latiendo en mi pecho como si fuera un tambor aporreado por su baqueta. Cuando llegamos a su altura, levanté la mirada para poder apreciar sus excéntricos trajes. Uno de ellos se arrodilló, cogió su extraño sombrero y me lo puso en la cabeza.

—Pues ya está, ya eres marinero tú también —exclamó el hombre sonriendo.

Esta extraña frase, aparentemente anodina, resonó en mi mente durante años. Hay palabras que nos marcan a fuego para el resto de nuestra vida. Conservamos el rastro indeleble de sus letras, como un tatuaje que nos acompaña a lo largo del tiempo. En las fibras del tejido fijado a mi cabeza habían quedado impresos los grandilocuentes siglos de solidaridad de esta hermandad tan antigua. Podía sentir toda su fuerza, toda su energía y toda su filosofía. El hombre recuperó su gorra y volvió a calársela. Acarició mi cabeza sin saber que en ella había sembrado una idea que le daría forma durante años, como un escultor trabaja la piedra, moldeando cada uno de los rincones de mi cerebro, fijando las bases de una vocación. Después, el hombre se dirigió a la embarcación, subió los escalones de la pasarela y saludó a la multitud que se arremolinaba abajo. Los motores no tardaron en rugir en el puerto. Una ola de espuma blanquecina surgió de la popa del navío. La muchedumbre gritó absorta. El barco empezó a moverse y a alejarse en el horizonte. No le quitaba los ojos de encima a mi marino, que agitaba los brazos en el puente, contento por despegar rumbo a Laluna. El barco desapareció en los reflejos borrosos del océano. La gente se fue dispersando poco a poco, cansada de esa efímera distracción. En cuanto a mí, seguía allí, inmóvil, con los ojos fijos en el mar. Con cinco años ya me había ido con ellos, al asalto de las tempestades y las corrientes. Yo también saludaba a la muchedumbre, que estaba orgullosa de mí. Desde ese momento, tuve muy clara mi elección. De mayor sería marinero. Como ellos. Partiría hacia altamar, con la brisa marina acariciando mis mejillas en el puente del barco y una sonrisa ingenua dibujada en los labios. Si mi padre me concediera algún día ese privilegio…