37

El avión volaba sobre el océano. Por la ventanilla, pude distinguir las luces dispersas de los barcos en forma de pequeños puntitos blancos. Las tripulaciones debían de estar durmiendo a esas horas, mecidos por el ritmo del oleaje que, por su bien, esperaba que fuera apacible. De acuerdo con el plan de vuelo que teníamos delante, el avión seguía una línea recta entre París y Buenos Aires. Estábamos a medio camino. Junto a mí, François dormía apaciblemente. La cabeza del chico agotado por el viaje desbordaba su asiento hasta mi brazo. Jeanne leía un libro, echaba un vistazo de vez en cuando a su hijo y lo tapaba bien para que no cogiera frío.

Desde que salimos, estaba fascinado por el universo extraño de la aeronave que se elevaba a más de diez mil metros de altitud y que volaba a una velocidad desmesurada. El despegue me había sorprendido por su potencia, por el ruido de sus motores, por su aceleración repentina para dejar la pista y volar rumbo al cielo. Contemplaba el paisaje exterior, fascinado por la belleza de la Tierra a esa altitud, los meandros de los ríos esculpidos en la roca, las gigantescas montañas que, desde allí, no eran más que colinas sin importancia. Luego, cuando perdimos de vista la tierra y vi a lo lejos el océano Atlántico, sentí un pinchazo en el corazón al pensar en todos esos años pasados en la marina. Reconocí el estrecho de Gibraltar, con sus acantilados abruptos y sus playas doradas, las costas de Marruecos de color ocre y, todavía más lejos, las islas Canarias. Lanzarote. Fuerteventura. Gran Canaria. Tenerife.

No pude evitar pensar en María y Martín, en nosotros tres corriendo por las calles de aquella gran roca que exhibía sus formas redondeadas unos kilómetros más abajo. El tiempo pasa tan deprisa. Los capítulos de este gran libro se encadenaban uno tras otro y las páginas iban pasando sin que pudiéramos repasar los pasajes importantes. Desde allí arriba, la vista era espléndida.

La noche empezaba a caer en el horizonte, haciendo gala de su manto infinito de estrellas. La luna parecía colgada en el cielo, en levitación, llena, llena como mi vida, mis alegrías y mis penas, mis sueños y mis renuncias, mis glorias y mis fracasos. Echaba mucho de menos a Mathilde. Ella era la gran ausencia de aquel viaje, ella, tan interesada en mi historia. Tarde o temprano, tendría que volver a escribir. Me preguntaba si Catherine Schäfer viviría de verdad en esa dirección, si no se habrían equivocado de persona. Quizá por miedo a la decepción, no había tenido el valor de llamar al número. Además, hacía mucho tiempo que deseaba visitar Argentina y así mataba dos pájaros de un tiro.

Una azafata se acercó por el pasillo y me propuso una bebida; tenía el pelo recogido en un moño y los ojos almendrados con aire sonriente. Decliné su propuesta y me quedé dormido soñando con mi mujer, mi dulce mujer allí en el cielo.

image

El avión aterrizó unas horas después. François y Jeanne estaban despiertos a mi lado. El chico, que había estado durmiendo todo el viaje, estaba impaciente, como yo, por conocer el final de la historia. Las ruedas de la aeronave chocaron violentamente contra el suelo, sacudiendo a los pasajeros que aplaudieron, por fin tranquilos. Bajamos del avión y entramos en el ruidoso aeropuerto para recoger nuestras maletas. Una horda de taxis nos acorraló, vendiéndonos las bondades de su compañía, nada cara y rápida. Jeanne, que hablaba español, negoció con uno de ellos y pusimos rumbo a nuestro hotel.

Largas autopistas saturadas desfilaron ante nuestros fatigados ojos, agotados por el viaje. Nuestro taxista hablaba sin parar y Jeanne asentía educadamente con la esperanza de que se callara. En los alrededores de la ciudad, las chabolas extendían sus trozos de chapa frágiles. Inmensas montañas de basura cubrían el suelo un poco por todas partes, esparciendo sus efluvios insalubres. Sus habitantes, desfavorecidos por la cruel selección del nacimiento, intentaban subsistir como podían en míseros tugurios de colores oscuros. Esas gentes, abandonadas a los caprichos de la existencia, son aquellas que a veces vemos en las esquinas de las calles y a las que ignoramos cruelmente. En el fondo, no son ellos quienes nos dan miedo, sino la sombra que planea sobre nuestras cabezas que nos recuerda sin cesar que un drama en la vida puede hacer que acabemos en la calle, sin blanca. Para huir de esa realidad, cumplimos con esa ley del silencio que nadie se atreve a violar.

El taxi se detuvo en un semáforo en rojo a la entrada de la cuidad. La silueta de un hombre mutilado se acercó entre los coches con un par de grandes muletas que sujetaban el peso de su cuerpo magullado. Los automovilistas lo ignoraban cuando golpeaba las ventanillas, no se dignaban dedicarle la más mínima mirada, ofrecerle aunque fuera un simple arrebato de compasión. El taxi siguió su marcha cuando el semáforo se puso en verde, como si el color de la esperanza nos ofreciera la oportunidad de huir de allí, lejos de ese hombre triste, que el rojo sangre del semáforo nos había obligado a contemplar durante unos instantes.

—Buenos Aires —dijo el taxista señalando con el dedo una avenida frente a nosotros—. ¡Avenida Nueve de Julio!

—Gracias —respondí con educación.

El taxista giró a una calle adyacente, volvió a girar varias veces más por diferentes calles, todas muy parecidas entre sí, y se detuvo frente a un hotel.

—¡Ya estamos, chicos! —dijo orgulloso de sí mismo.

—Gracias —volví a responder.

Bajamos del vehículo, recogimos las maletas y entramos en el hotel. La recepcionista examinó nuestros pasaportes y nos entregó las llaves de nuestras habitaciones. Le pregunté educadamente si la dirección de Catherine Schäfer estaba lejos de allí. Me respondió que se encontraba «a unas cuadras de allí». Subimos a nuestras habitaciones y descansamos unas horas.

Ya por la tarde, llevé a mi hija y a mi nieto a un restaurante en el que unos bailarines de tango nos ofrecieron un espectáculo de una extraña belleza. Aplaudimos, seducidos por su demostración de gracia. Volvimos al hotel y nos fuimos a dormir. Mañana sería otro día.