10

Un año después, el 6 de agosto de 1944, Vannes fue liberada de los alemanes. Los americanos desembarcaron en el norte de Bretaña y echaron al ocupante, que se replegó al este de Francia, pero la guerra estaba lejos de terminar. Hacía ya cuatro años que vivíamos bajo su ocupación. Al volver del campo, oímos el clamor popular en el pueblo. El alcalde, el señor Blanchart, había conocido la noticia por una misiva administrativa. No podíamos creer lo que estábamos escuchando. Volvíamos a ser libres. La libertad es un perfume agradable que embriaga a quienes la habían perdido. Soltamos las herramientas para unirnos a la alegría popular. Los hombres cantaban en honor a los americanos y las mujeres, aprovechando la ocasión para ser ellas mismas, bailaban en corro vestidas con sus trajes tradicionales. En el centro, mi madre daba vueltas, sin recordar a su difunto marido, sonriendo a la vida como ya casi no lo hacía nunca. Los más ancianos, acostumbrados a las celebraciones de armisticio, tocaban su gaita bretona, sacada expresamente para la ocasión, y hacían temblar la tierra entera. Todos estaban radiantes, iluminados por una amplia sonrisa a la que los músculos zigomáticos ya no estaban acostumbrados. Contemplaba ese fervor popular y también cantaba, orgulloso de pertenecer a esa gran nación que es Francia. Las gentes a mi alrededor, hombres y mujeres por lo general bastante regionalistas, agitaban banderas azules, blancas y rojas como si, de repente, nada de aquello importara. Cuando el hombre redescubre la libertad, no tienen cabida las disputas de pueblo. Todo el mundo se besaba, del alcalde al obrero, del mayorista al campesino: la lucha de clases también se tomó un descanso.

Abandonando sus herramientas llenas de tierra sin miedo a que se las robaran, mis hermanos se unieron al gentío. Entre la muchedumbre, notaba la presencia del señor Blanchart. Agitaba con orgullo una bandera francesa. Para este cargo electo de la República, la liberación de su pueblo tenía un sabor especial. Simbolizaba la victoria del Estado que él representaba en lo más recóndito de la campaña bretona. Durante la guerra, había seguido gestionando el ayuntamiento, colaborando con los alemanes con prudencia, más por deber político que por ideología. La mayoría de alcaldes de los pueblos de la zona ocupada había dimitido de sus funciones, pero él no lo había hecho. Aunque compartía el poder con el enemigo, vigilaba el municipio y orientaba la elección de los ocupantes. Cuando los alemanes requisaron su granja, habían circulado rumores de colaboracionismo, que él había acallado haciendo llegar a la Resistencia de forma clandestina información estratégica, aun a riesgo de su propia vida. Había aprovechado para llevar a cabo algunos sabotajes, pequeños robos que no habían hecho capitular al enemigo, pero que habían mantenido la esperanza de una rendición. El señor Blanchart era un hombre valiente y los lugareños lo sabían. Escruté la muchedumbre con la esperanza de encontrar a su hija. Ni rastro de Mathilde. No la veíamos nunca, ni siquiera en un día como ese. Vivía recluida en su casa, como una monja en su celda. Sentí un pinchazo en el corazón al pensar en ella.

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De repente, en el fervor popular, se produce un disturbio. Primero oímos unos gritos y la muchedumbre se dispersó. A unos metros, apareció un grupo de hombres, armados con horquillas, chillando como bestias salvajes. Entre ellos, mi tío Louis, acompañado por mis hermanos y otros aldeanos. Al principio, sonreí pensando que venían a unirse al entusiasmo general, pero entonces me di cuenta de que detrás de ellos había un grupo de soldados alemanes atados y cubiertos de sangre. Todas las miradas se giraron hacia ellos. Las gaitas y los cánticos pararon, también las mujeres dejaron de bailar. Los soldados avanzaban con las cabezas gachas y sus uniformes cubiertos de manchas oscuras. Les habían dado una paliza y los habían arrastrado por el suelo. Ese pensamiento hizo que me estremeciera. Definitivamente, la crueldad humana no tiene límites. No satisfechos con haber vencido al enemigo y celebrar la liberación de su territorio, la Nación todavía tenía que ejecutar en la plaza a los chivos expiatorios del régimen nazi, los peones sin importancia.

Mi tío tiró de la cuerda con fuerza. Los soldados cayeron al suelo entre gritos roncos como bestias llevadas al matadero. La multitud gritaba con rabia a su alrededor. Sus ojos percibían la muerte. El pueblo reclamaba venganza por aquellos que, habiendo caído en combate, no tenían la suerte de seguir vivos. No pedían un juicio, no importaba la justicia, solo la implacable sentencia de la parca, esa a la que miramos directamente a los ojos antes de desaparecer para siempre. Los soldados alemanes no volverían a ver su país. No abrazarían a sus allegados por última vez, ya no olerían nunca más su perfume, ni acariciarían la piel de quienes los amaban. La muchedumbre empezó a golpear indiscriminadamente, un cabeza por ahí, una pierna por allá, escupiendo a los alemanes y vociferando injurias. El señor Blanchart, un buen demócrata muy apegado a los valores de la República, intentó imponerse, pero los campesinos lo apartaron. Observó asombrado los rostros de aquellos a quienes administraba sin poder reconocerlos antes de dar un paso atrás aterrorizado. Buscó entre la multitud la mirada de alguien y, después, presa del pánico, se escabulló entre la gente. Yo también me abrí camino entre los cuerpos poseídos por la sed de venganza.

Cuando por fin conseguí salir de la masa bulliciosa, la vi. Estaba allí, sentada en el muro bajo de la plaza principal, con la mirada fija en la multitud en éxtasis asesino. Mathilde Blanchart. Igual de encantadora que siempre, con su melena larga ondulando sobre sus hombros. Me volví a enamorar de ella, como si el tiempo no hubiera alterado ni corrompido nada. Su rostro no había cambiado. Seguía siendo la niña de tez pálida que había visto furtivamente hacía un año. Cuando vio a su padre, le hizo señas con la mano. Con ese instinto protector que suelen tener los padres por sus hijas, la rodeó con sus brazos para reconfortarla. Después giró la cabeza en mi dirección y se sorprendió por mi actitud, indiferente al tropel generalizado. Solo tenía ojos para su hija. Mathilde también se quedó mirándome, fascinada sin duda por mi desfachatez. Me dedicó su primera sonrisa y yo me sonrojé, conmovido por semejante atención. Allí estábamos los dos, mirándonos a los ojos, en el caos sanguinario, una paradoja de barbarie y amor. Su padre se dio cuenta y me hizo señas para que me acercara. Lo hice sin decir nada, pero sin apartar la mirada de su hija, avergonzado por la idea de que descubriera la verdad.

—Quédate con Mathilde. Ahora vuelvo —dijo—. ¡No la pierdas de vista!

Corrió en dirección al ayuntamiento. Me había quedado solo con la persona que amaba, rojo como una peonía. Nos mirábamos intermitentemente, como dos adolescentes acomplejados que no se atreven a romper el silencio. A veces, hablar no sirve para nada, basta una simple mirada. Y, además, ¿qué podía decirle yo, el campesino, un chico con estudios pero de familia pobre? La familia Blanchart tenía tierras por toda la península. No tenían necesidad de ensuciarse las manos porque los campesinos como yo lo hacíamos por ellos. Aun a los quince años, cuando el amor no tiene más fronteras que las que nosotros mismos nos fijamos, mi posición social avergonzaba. El señor Blanchart reapareció en la escalinata del ayuntamiento con un fusil en la mano. Al principio pensé que quería disparar a la muchedumbre para acabar con los instigadores, pero apuntó con su arma hacia el cielo. Resonó una detonación, ensordecedora, como las bombas que taladraban la tierra de mi jardín. La multitud miró de inmediato, sorprendida. Todo el mundo se apartó. Las miradas se giraron hacia el alcalde del pueblo. El cañón del fusil todavía humeaba y desprendía un ligero olor a pólvora quemada que me resultaba agradable.

—¡Apartaos! ¡Dejadlos respirar! —gritó el alcalde en un tono que jamás le había oído antes.

—¡A muerte! —respondió un hombre entre el gentío.

—¡Apartaos o disparo! —vociferó el magistrado con ira.

La multitud se apartó deprisa formando un círculo en torno a los soldados magullados que ya no se movían.

—¡No seáis tan bárbaros como ellos! —gritó—. ¡Esa sed de venganza es la que nos ha llevado a la guerra todos estos años!

—¡Han masacrado a nuestros hombres! Ahora nos toca a nosotros masacrarlos —respondió una mujer entre la gente, apoyada por gritos de venganza.

La muchedumbre empezó a golpear sin parar los cuerpos de los soldados inertes. El señor Blanchart volvió a disparar por segunda vez.

—¡Os lo ruego! ¡Parad! ¡Ya ha sido derramada suficiente sangre en estas tierras! ¡Volved a vuestras casas!

—¡Ni hablar! —vociferó otro hombre—. ¡No saldrán vivos de aquí!

—¡Callaos! —gritó el señor Blanchart.

De repente, la gente se calló, frustrada por no poder ejecutar su propósito diabólico. Con el mismo color rojizo que suele pintarrajear la cara de los borrachos, el odio se reflejaba en sus rostros. Después se hizo un largo silencio durante el que todo el mundo agachó la cabeza. La cólera empezó a decaer poco a poco, todo era cuestión de no cruzar la mirada con nadie por miedo a detectar la misma locura. El señor Blanchart avanzó hacia la muchedumbre, asqueado por la rudeza de sus administrados. Contempló la masa informe de soldados en el suelo, con los brazos y las piernas enredadas y la sangre tiñendo sus uniformes. Uno de ellos, tirado en el suelo, consiguió levantar la mano para suplicar al hombre del fusil el indulto. El soldado estaba destrozado por los innumerables golpes recibidos. Mientras se arrastraba por el suelo, sus últimas fuerzas parecían abandonarle.

Sentí pena por él y me precipité a ayudarlo ante la mirada asombrada de mis vecinos.

—¿Pero qué hace? —preguntó un hombre atónito.

—No lo sé —respondió una mujer junto a él.

Le di la mano al soldado. Su piel, helada, me recordó a la de un cadáver. El hombre intentó mover la cabeza, cubierta de una mezcla de pelo rubio y sangre. Me miró y, cuando vislumbré los rasgos de su rostro, creí que me desmayaba. El soldado con los ojos azules como el mar, esos ojos que no olvidaré jamás. Era el oficial alemán que me había perdonado la vida en el claro hacía un año. Agonizaba lentamente y un hilo de sangre brotaba de su boca destrozada. Todavía conservaba la humanidad en los ojos, él, el soldado que había querido vengar la muerte de su padre y que jamás había tenido el valor necesario para matar a nadie. A pesar de sus globos oculares inyectados en sangre, me reconoció. Una leve sonrisa se dibujó en su mandíbula rota. Reconfortado por mi presencia, intentó articular algunas palabras.

—Catherine… Catherine…

—Sí —respondí con una voz apenas audible.

—Dile… que… la quiero —balbuceó con voz agonizante.

Apoyó la cabeza en el suelo. Su espalda a duras penas se hinchaba con suspiros roncos. El pobre hombre intentaba respirar en vano. La sangre de su garganta parecía bloquearle las vías respiratorias. Al intentar inspirar una bocanada de oxígeno, se atragantó y escupió sangre al suelo, medio asfixiado. Luego exhaló el poco de aire que quedaba en sus pulmones. Sentí cómo el hombre se rendía, cansado de vivir. Poco a poco sus ojos se fueron quedando inmóviles y sus párpados se cerraron suavemente. El soldado nazi, el padre de Catherine, murió ante mí. Jamás volvería a ver a aquella por lo que latía su corazón en el campo de batalla. Catherine crecería sin él, como mi maestro, cuyo padre había caído en las trincheras de Verdún. Los campesinos recogieron los cuerpos de los soldados y los arrastraron por la tierra. El señor Blanchart miraba sin decir nada con el fusil todavía en la mano. No había podido pararlos, ya era demasiado tarde. Los lugareños, en su locura asesina, habían matado a los nazis. Sus cadáveres serían tirados con prisas en un agujero negro y los cubrirían con tierra, sin sepultura ni plegarias, con la única compañía de los gusanos que se apresurarían a devorarlos. La muchedumbre se dispersó. Cada uno volvió a su casa, con sangre alemana en sus manos, la sangre de la venganza. El señor Blanchart esperó a que no quedara nadie en la plaza para sentarse en el pequeño muro del ayuntamiento. Contempló el suelo unos minutos, afectado por la brutalidad de aquellos que administraba, que habían matado a sangre fría sin la más mínima sombra de duda. Lo observábamos en silencio, intentando entender la ignominia de los actos perpetrados por los aldeanos. Los cuerpos de los soldados yacían en el suelo a unos metros de nosotros con sus cabellos rubios cubiertos de sangre.

—La humanidad camina a su perdición —dijo mirando a su hija.

—Sí, papá —respondió educadamente Mathilde.

El señor Blanchart tomó la mano de su hija.

—Gracias, Paul. Pásate por casa cuando quieras —dijo antes de irse.

Sus palabras reflejaban la sinceridad de un hombre conmovido y la gratitud que un hombre siente por un hijo. Yo estaba conmocionado. Estaba claro que aquel hombre me apreciaba. La sed de venganza no había nublado mis pensamientos hasta el punto de cometer lo irreparable. Mathilde también parecía estar afectada. Su mirada era más insistente, más profunda. Me volvió a sonreír y me dijo:

—¡Hasta pronto!

Me sonrojé y mi corazón palpitaba a toda velocidad en mi pecho. Se alejaron con las manos entrelazadas, unidos por un amor indescriptible.

Me acerqué al cuerpo del oficial alemán y me incliné sobre los cadáveres en descomposición, tumefactos por los golpes. Antes de morir, el hombre me había encargado una misión: encontrar a su hija para decirle que su padre la quería con todas sus fuerzas. El soldado alemán, aunque era mi enemigo, me había abierto su corazón en el claro aquel antes de perdonarme la vida. Su sinceridad me había conmovido, incluso emocionado, así que me parecía lógico hacer todo lo posible para hablar con su hija. Después de todo, ella no tenía culpa de nada. Catherine tenía derecho a conocer la verdad de esta historia y yo era el único que podía ayudarla. El problema es que no sabía nada de ella, ni siquiera tenía una descripción física ni una dirección ni nada que pudiera ayudarme en mis investigaciones.

Rebusqué en el cuerpo del oficial para intentar encontrar alguna prueba. Del bolsillo trasero de su pantalón saqué un trozo de papel y lo examiné. Se trataba de una fotografía en blanco y negro de una niña de unos diez años que sonreía con tristeza. Imaginé que se trataría de Catherine. Tenía la misma mirada que él, la misma humanidad en los ojos. ¿Por qué la vida era tan injusta? Su único error había sido cumplir las órdenes de un tirano cuya salud mental estaba gravemente afectada por los fantasmas de su infancia. Estaba muerto. Yo también debería de haber sentido odio por el invasor, por esos soldados sin fe ni ley que habían expoliado nuestras vidas durante cuatro años. Pero mi corazón estaba en contra de cualquier forma de odio. En el reverso de la fotografía había algo escrito. «Catherine. 31-08-1940. Fráncfort». Seguí buscando en el resto de bolsillos y encontré su identificación. Su nombre estaba grabado en letras de oro: «Gerhard Schäfer». A lo que añadí mentalmente: «Muerto por Alemania».

Me metí la fotografía en el bolsillo con cuidado de no estropearla. El cuerpo del oficial sin vida se parecía al de los animales que acababan varados en las playas bretonas: inerte y sin consistencia. Junto a sus restos susurré un «gracias» al oficial, con la gratitud de un niño indultado, jurándome que encontraría a su hija. Aunque esta búsqueda parecía una locura irrealizable teniendo en cuenta mis medios económicos y logísticos, me aferraba a esa idea como un niño perdido en la oscuridad que buscaba la luz. Corrí en dirección a la granja, atemorizado por la imagen de la muerte, pero orgulloso por haber encontrado, por fin, un sentido a mi vida.