22

Nos pusimos de pie y nos despedimos de María que, con gran pesar, nos deseó buen viaje. Luego se dirigió a la acera y se colocó junto a su compañera, con aire confuso y triste, con la imagen de su hijo en la cabeza. Me imaginé al pequeño Manuel, privado de su mamá, sentado en su balcón, con los pies colgando y el rostro desencajado. ¿Acaso hay dolor mayor que el de perder una madre, aparte del de perder un hijo, aunque ambos estén íntimamente relacionados? Recordé a mi madre bailando en un torbellino de burbujas, salpicando a sus hermanas con agua jabonosa, besando la vida en los labios, en la intimidad de su viejo lavadero. ¿Por qué el pequeño Manuel había sido privado de poder contemplar la imagen de su madre ebria de vida?

Me detuve por el camino. Martín siguió andando sin darse cuenta de que ya no lo seguía.

—¡Martín! —exclamé.

Se paró de inmediato y se giró confuso.

—¿Qué pasa? —preguntó con aire inquieto.

—No podemos dejarlo así…

—¿Dejar qué?

—Lo sabes perfectamente… María…

—¿Qué pasa con María?

—No podemos dejarla así o se morirá aquí —afirmé pensando en el hijo que la esperaba.

Martín parecía contrariado, como si empezara a entrever a través del ojo de una cerradura los fundamentos de mi plan improvisado sobre la marcha. Se acercó a mí con aire amenazante.

—¡No podemos hacer nada por ella, Paul, nada! ¿Me escuchas?

—¿Y su hijo en Málaga? ¿Acaso no piensas en él?

—¡No, y prefiero no hacerlo! No es tu problema, amigo mío, no puedes resolver los problemas de todo el mundo. ¡La vida es así, dura, y lo es para mí, para ti, para María y para todo el mundo! ¡Así que lo mejor que puedes hacer ahora mismo es andar hasta el maldito barco y pensar en tu mujer, que te espera en Burdeos!

—No puedo —afirmé.

—¡Sí, sí que puedes, Paul! —gritó Martín irritado—. Se acabó. Has hecho todo lo posible por encontrar a la alemana. ¡Has hecho todo lo que has podido y tienes que estar orgulloso! Pero ya está, hasta aquí, fin de la historia…

—Hace unos días afirmabas justo lo contrario… Decías que no hay que dar nada por perdido jamás…

—Dije eso para animarte, Paul, solo para eso. Por favor, confía en mí, tendremos un problema si volvemos allí.

—No puedo dejarlo así —afirmé más decidido que nunca.

Martín me miró fijamente con aire severo. Sus ojos, fijos en los míos, parecían decir: no lo hagas, te lo suplico, piensa en ti, en tu mujer, en tu familia, en quien sea, me da igual, pero no lo hagas. Nos quedamos quietos unos segundos el uno frente al otro, inmóviles. Al presagiar una posible refriega a la que no querían verse confrontados, los viandantes nos miraban furtivamente antes de centrarse en las puntas de sus pies. Al cabo de unos segundos, cuando Martín comprendió que no cambiaría de opinión, su gesto se suavizó. Había ganado la pelea de gallos entre la razón y el corazón. Se frotó la cabeza y respiró con fuerza.

—De acuerdo, ¿cuál es tu plan? —preguntó resignado.

—Llevarnos a María con nosotros a Francia —dije sonriendo.

—¿Cómo?

—En el barco.

Martín no podía creer lo que estaba escuchando. Se quedó boquiabierto, sin saber qué decir para hacerme entrar en razón. Una infinidad de argumentos eran plausibles, pero ninguno habría sido lo suficientemente fuerte como para hacerme capitular.

—Estás completamente loco —dijo desesperado.

—Lo sé.

—El capitán no te dejará jamás que subas a bordo a una prostituta.

—No estamos obligados a decírselo —respondí impasible.

—¿Ah, no? ¿Y qué le vas a decir exactamente, don Sabelotodo?

—No lo sé. Improvisaré.

—¿De verdad que vas a hacerlo?

—Sí —respondí—. No puedo dejarla aquí. Me ha ayudado sin estar obligada a hacerlo. Sin ella, seguiríamos todavía buscando a Catherine. Se lo debo.

—No le debes nada en absoluto —vociferó Martín.

—Sí, ahora me toca a mí ayudarla a encontrar a su hijo.

—Has perdido completamente la cabeza.

—Sí —respondí sonriendo.

Di media vuelta y volví a las calles de la ciudad. Martín me suplicaba que fuera razonable, que renunciara a esa idea loca. Volaba sobre el asfalto, exaltado por la idea de ayudar a un alma en peligro, con el corazón acelerado en el pecho. Mi cuerpo parecía poseído por una fuerza misteriosa. No sabía hasta qué punto el sentimiento de ayudar a los demás me hacía sentir vivo. A pesar de sus esfuerzos, Martín comprendió que no conseguiría que diera la vuelta. Lo escuché mascullar «Oh y, bueno, mierda» y luego vi cómo me pisaba los talones, ya tan decidido como yo. Mi amigo había asumido el reto de aquella búsqueda y se había sumergido en el baño de espuma de la entrega. Al verlo cambiar de opinión, pensé que era extraño hasta qué punto eran manipulables los hombres, como si la certeza y la perseverancia de un individuo pudieran contagiar el escepticismo de otros, recubriéndolos con su energía y acabando con las dudas. No tardamos en llegar a la playa y, a lo lejos, vimos a María charlando con un hombre, con aire desesperado. Rodeamos la playa con cuidado de que no nos viera el hombre, que parecía agitado, nervioso, por si nos encontrábamos con el cuerpo desnudo de la andaluza, esa madre que intentaba desesperadamente no pensar en su hijo mientras la penetraban. Vimos cómo la pareja cruzaba la calle y entraban en un edificio sombrío. El hombre se frotaba las manos. María maldecía con todas sus fuerzas al hombre que, en breve, penetraría su intimidad sin vergüenza.

—¿Qué hacemos? —exclamó Martín.

—Improvisamos —respondí ávido de ayudar a María.

Corrimos en dirección al inmueble, con el corazón lleno de angustia y las venas heladas de miedo. Esperaba que el hombre no opusiera resistencia ante la humanidad de nuestras intenciones. Pensaba en lo que sería mi vida si las cosas salieran mal. Mathilde. Mi madre. No volvería a verlas jamás. Entramos en el vestíbulo de la vivienda. María y el hombre estaban allí, discutiendo con la propietaria, una señora mayor con aspecto de burguesa que se enriquecía a costa de la desgracia de otras mujeres. Se giraron hacia nosotros, sorprendidos.

—¡Policía! ¡Que nadie se mueva! —gritó Martín en español en un alarde de ingenio.

La cara del hombre se descompuso ante la vergüenza de ser desenmascarado. De repente, sus vicios quedarían expuestos ante la autoridad, que no era solo una. Levantó las manos y se tiró al suelo, como un niño pequeño que se confiesa ante sus padres, harto de mentir.

—Perdón, yo no quería —suplicó el hombre.

—Apártese —gritó Martín poseído por su personaje.

—¡Enséñeme su placa! —gritó la mujer mayor que, acostumbrada a las batidas policiales, se plantó frente a nosotros.

—Un momento —balbuceó Martín mientras fingía buscar algo en la ropa—. ¡Paul, trinca a la prostituta!

—¡Sí, señor!

Me acerqué a María y la sujeté violentamente por el brazo. La propietaria comprendió que las órdenes de Martín se habían dado en francés, algo que le pareció extraño para policías españoles.

—¡Sígame! —dije con autoridad.

María acató sin oponer resistencia. La saqué del brazo fuera del inmueble. Martín siguió rebuscando en sus bolsillos y sacó un papel que entregó a la señora dubitativa.

—¡Aquí tiene mi identificación, señora! Con los saludos de la policía de Las Palmas —gritó antes de desaparecer.

Corrimos a toda velocidad por las calles de la ciudad, cruzando sin mirar, preocupados por llegar al barco lo antes posible. Huimos del peligro, enardecidos por el miedo a ser atrapados. Un viento de libertad soplaba en nuestros oídos. ¡Qué sensación tan agradable! ¡Qué sabor único! Sin aliento por la falta de ejercicio, por fin llegamos al puerto. Nos refugiamos detrás de una montaña de redes de pesca, tendidos en el suelo. Martín se puso en cuclillas para intentar recuperar el aliento. María y yo nos agachamos, apoyando las manos en las rodillas. Necesitamos algunos minutos para volver a respirar, llenando el pecho con inmensas inhalaciones y exhalaciones. Al igual que nosotros mismos, María parecía estupefacta por nuestra osadía, sin saber nada de lo que le esperaba.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Martín en cuanto hubo recuperado el ritmo cardiaco normal.

—La llevamos al barco. Vuelve con nosotros —dije en un francés que Martín tradujo de inmediato.

María me observaba, con los ojos desorbitados, con una mezcla de miedo y nerviosismo cuyas fronteras resultaban difusas. Se echó a llorar en mis brazos. Su cuerpo caliente, mancillado por tantos hombres, se abandonó al hueco de mis hombros y su respiración ronca me acariciaba el cuello. Murmuró un «Muchas gracias» que me reconfortó. La gratitud es una sensación deliciosa de la que se nutría mi alma para vendar las heridas abiertas de la infancia.

Ahora había que encontrar la forma de meterla en el barco, porque, si no lo conseguíamos, nuestros esfuerzos no habrían servido para nada. María volvería a un futuro incierto y eso no debía ocurrir bajo ningún concepto. Empezaba la segunda fase de nuestro plan improvisado. Llegamos a las proximidades del Volcán de Timanfaya. La tripulación subía en silencio, un hombre tras otro, con ganas de volver al mar y reencontrarse con sus familias. Divisé la silueta del capitán en lo alto de la pasarela, con una pipa en la boca, contando sus tropas como un militar, también con prisa por volver a altamar. No había forma de entrar sin pasar por delante de él. Mi débil y utópico plan tenía que enfrentarse a la difícil realidad de la vida y sus limitaciones. Nos quedamos unos minutos fuera del campo de visión del capitán, a la sombra del barco. Le daba vueltas a la cabeza intentando buscar una solución. El capitán esperaba pacientemente a que toda su tripulación sin excepción entrara en el barco para poder levar anclas.

—Estamos jodidos —dijo Martín—. No hay solución, tendremos que dejarla aquí.

—Iré a hablar con el capitán —afirmé, seguro de mí mismo.

—Vas a perder tu trabajo, Paul. Tu sueño era ser marinero, ¿no?

—Si no nos la llevamos, me quedaré con ella aquí —respondí haciendo oídos sordos.

—¿Y Mathilde? —preguntó Martín con los ojos desorbitados.

—Lo comprenderá. Me las arreglaré. Esperadme aquí.

—Date prisa. ¡El barco va a levar anclas en breve!

Me dirigí a la pasarela y me paré abajo. El capitán me observaba mientras seguía fumando su pipa, soltando grandes humaradas que se diluían en el aire. Le hice señales para que bajara. No me entendió, así que reiteré mi gesto. Se quedó quieto, intrigado, y luego bajó rápidamente las escaleras de madera de la pasarela.

—¿Qué pasa, Vertune? —preguntó sacándose la pipa de la boca.

—Capitán, me va a matar…

De pronto frunció el ceño.

—¿Por qué?

—¿Se acuerda de lo que me dijo en el barco, capitán? ¿Que la vida no siempre es fácil y que no siempre hacemos lo que queremos?

—Sí.

—Pues ahora lo entiendo.

—¿Qué quiere decir? —preguntó dubitativo.

—La persona que ve allí abajo, con Martín, es una mujer que me ha ayudado a encontrar el rastro de la familia de un soldado alemán que me perdonó la vida durante la guerra. Cuando murió, encontré una fotografía de su hija junto a él y me juré que la encontraría.

—¿Y la ha visto? —preguntó el capitán interesado por mi historia.

—No —respondí agachando la cabeza—. He vuelto a perder el rastro.

—¿Y qué relación tiene con ella? —preguntó señalando a María.

—Coincidió con la mujer del soldado haciendo la calle en Las Palmas.

—¿Quiere decir que es una prostituta?

—Sí, mi capitán. La han estado obligando a prostituirse. Hace tres años que no ve a su hijo, que se ha quedado en España.

—¿Y qué quiere que hagamos?

—Quiero que nos la llevemos, capitán.

—¡Pero ha perdido la cabeza, Vertune! ¡No nos llevaremos a nadie en el barco! Déjela en el muelle y suba deprisa, levamos anclas en diez minutos —sentenció con frialdad subiendo por la pasarela.

—Capitán, se lo suplico. Si ella no sube, yo me quedo aquí.

El hombre se detuvo en seco. Se quedó quieto unos segundos, chupó la pipa y dio media vuelta.

—¿Me está amenazando, Vertune? —preguntó con frialdad.

—No, capitán. Se lo estoy suplicando. Por favor, ayúdela.

Volvió a chupar la pipa y exhaló una columna de humo que los alisios se llevaron de inmediato. Después se giró hacia Martín y María y los observó unos segundos antes de mirarme directamente a los ojos.

—Tiene fe en el ser humano, ¿verdad, Vertune?

—Sí, mi capitán.

—Es joven e idealista —se rió sarcásticamente.

Volvió a fumar y se quedó mirando el fuego humeante de su pipa.

—A su edad, yo era igual que usted, con el corazón lleno de esperanza, repleto de ilusiones en cuanto a la naturaleza humana —volvió a reírse.

De pronto frunció el ceño.

—Y, luego, un día, bajé la guardia. Aparecieron tres tipos que me molieron a palos hasta que no pude levantarme más. Estuve a punto de morir en un puerto. Y todo eso por un simple puñado de billetes.

Acarició la madera de su pipa, volvió a fumar y clavó sus ojos negros en los míos.

—El hombre es cruel, Vertune, y la vida es una perra que se come a sus cachorros cuando tiene hambre. Nunca nos hace concesiones, no es generosa. Cuanto antes lo entienda, mejor para no terminar como yo. No me gusta la vida, Vertune, y a la vida tampoco le gusto yo.

—¡Precisamente por eso, capitán, le ofrezco la oportunidad de reconciliarse con ella! —exclamé.

Se sacó la pipa de la boca y frunció el ceño, dubitativo.

—¿Reconciliarme con ella?

—Sí, capitán, haciendo renacer al joven que hay en su interior.

El hombre se quedó completamente quieto, como si hubiera visto el rostro de Medusa, esa criatura griega de una fealdad espantosa que paralizaba a todo aquel que penetraba en su guarida para desafiarla con la mirada. Los rasgos de su rostro se ensombrecieron. Por un instante, sentí haber pronunciado esas palabras tan a la ligera. Clavó la mirada en un punto imaginario en mi pecho, perdida en el vacío, inmersa en un recuerdo lejano de la infancia en el que los olores, los sonidos y las imágenes se entremezclan. De su pipa ya no salía humo y un ligero olor a tabaco mojado flotaba en el aire. Volvió a encender las brasas del tabaco apagado.

—¿Ha dicho volver a ser joven?

—Sí, mi capitán. Porque un niño cree en la humanidad. Todavía no ha tenido que soportar las pruebas trágicas, los duros golpes del destino, la crueldad del hombre. El hijo pequeño de esta prostituta está en alguna parte de Andalucía, solo, y llora a su madre todos los días. Si ayuda a María a salir de aquí, capitán, prestará servicio a toda la humanidad y, créame, esa sensación vale más que todas las amantes del mundo juntas.

Me miró fijamente, atónito por la sinceridad de mis palabras y por la fuerza de carácter de mi alma. Tras unos segundos, volvió a fumar intensamente de su pipa.

—Está completamente loco, Vertune, pero me gusta eso. Tengo la impresión de verme hace treinta años. Dígale que suba y métala en el camarote 308, ese está vacío. No quiero que salga para nada de allí durante toda la travesía. ¿Lo ha entendido?

—Sí, mi capitán.

—Muy bien, entonces levamos anclas.

—¿Capitán?

—¿Y ahora qué, Vertune?

—Gracias…