19
Pasaron tres años más al ritmo de los barcos y los caprichos de la señora de Saint-Maixent. Mathilde y yo nos vimos poco, ocupados en construir una vida a medida de nuestro amor. Sin embargo, un día, sin que pudiera explicarlo, el destino llamó de nuevo a nuestra puerta. ¿Existen ingredientes para la receta de la coincidencia? ¿Lugares, momentos, hombres, posiciones concretas de los planetas, qué sé yo? Quizá sea un cóctel mágico de todos los ingredientes que, de repente, se combinan y hacen que todo cambie. Una mañana de 1952, cuando me preparaba para bajar del puente de un barco que acabábamos de cargar, oí un ruido detrás de mí que me sobresaltó.
—¡Chis, por aquí! —susurró una voz.
Me giré en dirección al ruido y no vi a nadie, solo un montón de bidones oxidados apilados los unos sobre los otros. Seguí mi camino hacia la barandilla de seguridad y distinguí debajo a una señora que esperaba en el muelle de carga con los brazos cruzados. Parecía atormentada y su rostro dejaba entrever arrugas marcadas. Bajo sus ojos, tenía unas inmensas bolsas negras en las que se acumulaban los vestigios de una desesperación que a duras penas conseguía ocultar. Sus cabellos, peinados deprisa y corriendo, estaban recogidos hacia atrás y sujetos en una cola de caballo descuidada, reduciéndola a sus desazones psicológicas.
—Joven —volví a oír.
Sobre la montaña de bidones oxidados, apenas se veía una cabeza. Una espesa barba negra recubría la casi totalidad del rostro del hombre, él también parecía perturbado. Pensé con ironía que decididamente todo el mundo debía de haberse puesto de acuerdo.
—Ven aquí —susurró con una voz apenas audible.
—¿Yo? —pregunté sorprendido.
—¡Sí, tú! ¡Date prisa! ¡Ven! —respondió el individuo visiblemente molesto.
Me acerqué al hombre con desconfianza, no por ese físico sorprendente de viejo lobo de mar, sino por miedo a encontrarme frente a un individuo completamente loco. Cuando ya estaba a unos metros de él, me hizo señas para que rodeara la pila de bidones y llegara hasta donde estaba él. Lo hice sin demasiada prisa y me vi frente a un hombre con unas espaldas desmesuradas. Iba vestido con un uniforme azul marino recubierto de medallas y galones. Mostraba con orgullo sobre su pecho los colores de sus recompensas. El hombre debía tener un alto rango en la marina. ¿Por qué estaba allí, detrás de un montón de chatarra, oculto como un prisionero huido, él, que se enfrentaba a los tornados y a los vacíos gigantescos de un océano encolerizado, él, que no parecía tener miedo de nada?
—Necesito que me ayudes, joven —suplicó con insistencia.
—¿Ayudarlo? ¿A qué?
—A esconderme —respondió molesto.
—¿Esconderlo de qué? —pregunté incrédulo.
—De la mujer que hay debajo de la pasarela. ¿La has visto?
—Sí, eso creo. ¿Esa que espera con los brazos cruzados?
—¡Exactamente! ¡Eres muy observador, joven, y esa es una buena cualidad! Escúchame con atención, no debe subir al barco, ¿de acuerdo?
—¿Por qué? —pregunté intrigado.
—¡Por el momento, limítate a hacer lo que te pido y ya te lo explicaré después! —respondió con autoridad.
—Muy bien —afirmé sorprendido por su reacción—. ¿Qué tengo que hacer?
—Bloquearle el paso cuando intente subir al barco.
—¿Y si no sube?
—Si no sube, entonces no tienes que hacer nada —respondió el hombre intrigado por mi pregunta.
—De acuerdo —respondí sin comprender nada de su historia—. ¿Y qué debo decirle exactamente?
—Dile que está prohibido el paso debido a una enfermedad contagiosa, un virus traído de las islas Canarias.
—¿De las islas Canarias? —pregunté pensando en la hija del oficial alemán, Catherine.
—Sí, de las islas Canarias. ¿Qué quieres? ¿Que te lo dicte?
—No, no…
—Venga, ponte delante de la entrada y bloquéale el paso hasta que se vaya —dijo el hombre medio desencajado.
—¿Y qué gano yo con todo esto?
La frase salió instintivamente de mi boca. Mi pregunta parecía haberle desconcertado, como si de repente la relación jerárquica se hubiera invertido sin que estuviera acostumbrado a ello. Después de todo, era él quien necesitaba mi ayuda, no al contrario. Se incorporó y me miró directo a los ojos unos segundos. Después de reflexionar su respuesta, se acercó a mí. Su aliento a alcohol invadió mis fosas nasales.
—Si me sacas de este lío, jovencito, podrás pedirme lo que quieras —dijo con seguridad.
—Muy bien —respondí satisfecho con su respuesta.
Me dirigí a la pasarela y bajé con cuidado los pequeños montículos de madera que servían de escaleras o, más bien, de antideslizantes para no resbalar. La mujer seguía apostada delante de la entrada de la pasarela, con los brazos cruzados, y me observaba con los ojos negros de cólera. A medida que me iba acercando a ella, bueno, a medida que iba bajando hacia ella, empecé a imaginarme la situación plausible entre los dos personajes de aquel vodevil en el que estábamos inmersos los tres. Supuse que podía ser la esposa, engañada y herida en su orgullo o, por el contrario, la amante decepcionada decidida a gritar su decepción a los cuatro vientos para aprovechar el escándalo a fin de desacreditar a su amante marino. En cualquiera de los casos, el enfrentamiento parecía inevitable. Cuando ya estaba a unos metros de ella, descruzó los brazos y se metamorfoseó en una víbora ansiosa por insuflarme su veneno cruel y tóxico con la lengua.
—¡Oiga! —dijo con frialdad.
—¿Sí, señora? —respondí tranquilamente.
—¿Usted quién es?
—Me llamo Paul Vertune y…
—Me importa un bledo quién es usted.
—Pues entonces para qué me ha…
—¡Vaya a buscar al capitán del barco! —me ordenó.
—¿Me podría indicar el motivo, señora?
—Pues porque soy su mujer y quiero ver a mi marido —vociferó con voz temblorosa por la cólera.
—Imposible, señora. Lo siento mucho.
—¿Cómo que es imposible?
—El barco está en cuarentena y toda la tripulación está encerrada en el interior —mentí sin convicción.
—¿En cuarentena? ¡No le creo!
—Tengo orden de no dejar pasar a nadie. Este barco está infectado por un virus traído de las islas Canarias, un virus muy contagioso transmitido por las ratas —improvisé para intensificar el miedo a una posible contaminación.
—¿Ah, sí? ¿Qué virus? —preguntó la mujer que no se dejaba engañar.
—No lo sabemos todavía. Mientras tanto, nadie puede subir.
—Es otra excusa estúpida inventada por mi marido, ¿verdad?
—No sé de qué me está hablando, señora. Lo siento mucho.
—Ah, muy bien, sois todos iguales, mentirosos como piojos.
—No, señora, yo…
—¡Le dice de mi parte que lo sé todo! ¡Si vuelvo a verlo, lo mato! —gritó histérica.
—Cálmese, señora, por favor.
—¡Lo mato, me oye, lo mato! —siguió gritando antes de caerse de golpe al suelo.
Rompió a llorar a lágrima viva con el rostro desencajado por la cólera y la decepción. Se sujetaba la cabeza con las manos y balbuceaba algunas palabras, sin duda insultos dirigidos al hombre que le había hecho tanto daño. El llanto se intensificó hasta convertirse en sollozos salidos directamente de las profundidades de su alma, cargados de significado. La inmensa desesperación de aquel ser traicionado me fue invadiendo poco a poco. Ante semejante drama, mi corazón se dilataba hasta convertirse en poco más que una esponja enorme, permeable a todos los sufrimientos. ¿En qué me había convertido? ¿En abogado del diablo? ¿Qué clase de persona sería aquel hombre? ¿Un cobarde? ¿Cómo alguien que capitaneaba un navío que atravesaba todos los mares del planeta podía tener miedo de su mujer? Para mi sorpresa, descubrí otra paradoja de nuestra querida humanidad. Me agaché junto a la mujer, rota en lágrimas, e intenté ayudarla para que se levantara.
—¡Déjeme en paz! ¡Usted es tan mentiroso como él!
—No, señora, yo…
—Creía que era un buen hombre. Míreme ahora, esperando en este muelle sucio mientras él está con su amante. Estoy desesperada —dijo entre dos sollozos.
—No, señora, levántese, por favor —dije sin saber por dónde empezar.
—No, déjeme o, mejor, tíreme al mar, que quiero morir —suplicó mientras se arrastraba por el suelo.
—¡Pare! —grité sujetándola con todas mis fuerzas.
—¡Déjeme morir!
Todas las miradas del puerto ya estaban centradas en nosotros. La sujeté pidiendo que alguien viniese a ayudarme porque la mujer, totalmente histérica, empezaba a soltarse. Por un instante, imaginé qué pensarían los estibadores y los marineros que contemplaban aquella escena sin conocer la situación. Temí que me tomaran por un loco que estaba violando a la pobre mujer que se debatía en el suelo. Pensaba en Mathilde, mi amor, a la que posiblemente le habría contrariado verme en una postura tan extravagante. Al cabo de unos instantes, me puse a gritar para que me ayudaran a razonar con aquella mujer desesperada dispuesta a terminar con aquel sufrimiento que le consumía las entrañas. Los espectadores asombrados salieron súbitamente de su letargo y corrieron a echarme un cable. Uno de ellos sujetó a la mujer y por fin pude soltarla y liberar las manos. Cuando se vio perfectamente inmovilizada por aquella armada de músculos, comprendió que no podría llevar a buen puerto su proyecto y se dejó caer en el suelo. La silueta ansiosa de su marido contemplaba la escena desde el navío, impactado por la brutalidad con la que tratábamos a su mujer, pero, sin duda carcomido por el sentimiento de culpa, no hizo nada, espectador de la decadencia afectiva de su matrimonio, de todos sus años de vida en común barridos por el deseo de novedad, de «carne fresca», como dicen los marineros. La mujer, manchada por el aceite usado que recubría el suelo con su impronta negra, dejó de llorar.
La multitud de músculos se fue dispersando poco a poco al grito de palabras sarcásticas, ironizando sobre la herida abierta de la pobre mujer, pero ella ya no oía nada. Su mente, destruida por el dolor, había entrado en hibernación. Me senté junto a ella, con cuidado, y contemplé el caudal marrón del Garona. Las olas, en su larga carrera hacia el océano, arrastraban todo tipo de detritos que, de vez en cuando, emergían a la superficie. Pude reconocer un zapato y el cuadro de una bicicleta que, seguramente, alguien había tirado río arriba. A veces incluso era posible distinguir flotando en la superficie cadáveres enteros de animales que, por accidente, se habían caído al caudal, barridos como vulgares marionetas por las corrientes fluviales. Y allí estábamos los dos, la mujer engañada y el hombre de campo, con los ojos inmersos en el vacío de nuestras vidas.
El silencio empezó a hacerse pesado y sentí que la mujer quería desahogarse. Me contó la historia del capitán y de su matrimonio, roto al descubrir las cartas apasionadas de la amante de su marido, ese mismo marido que nos observaba desde la barandilla, camuflado entre las sombras. El capitán del barco, cuando atracaba, aprovechaba su camarote para ver a su amante. En la estrechez de aquel habitáculo de aromas marinos, se entregaban a todo tipo de juegos eróticos a los que su mujer, por pudor, prefirió no hacer alusión. Por un instante, me imaginé al viejo capitán en el camarote, con su barba frondosa, en cueros, corriendo detrás de su amante con un látigo en la mano. Quise quitarme ese pensamiento abominable de la cabeza. Unos minutos después, cuando por fin se hubo liberado por completo de su pesada carga, me dio las gracias educadamente, se levantó y se alejó, tambaleándose, llena de tristeza y desilusión. La contemplé con gran pesar al constatar que mi mentira había encubierto las ignominias sexuales del capitán, yo, un hombre que era fiel al amor como un perro a su amo. Subí las escaleras con tristeza, arrastrando los pies, destrozado por la culpa de haber encubierto a un monstruo o, la verdad, a un hombre. En cuanto puse un pie en la pasarela del barco, vi a aquel hombre abatido, apoyado en la barandilla. Sí, definitivamente era un cobarde. Me acerqué y me senté junto a él. Durante unos segundos eternos no nos dijimos nada.
—Gracias —dijo suavemente con la cabeza gacha.
—De nada —respondí mecánicamente.
—Mi mujer tiene tendencia a exagerar ciertas situaciones —afirmó para redimirse una vez más de sus actos pueriles.
—Quizá, no lo sé.
El capitán se acarició la barba.
—La vida es complicada, joven, ya sabes. A tu edad, creemos que todo es fácil y que siempre será así, pero te equivocas. Todo se vuelve complicado y triste. El tiempo pasa sin darnos cuenta y entonces, un día, nos despertamos. Nos miramos en el espejo y vemos que tenemos el rostro cubierto de arrugas, que hemos cambiado, que hemos envejecido. Ese mismo rostro que contemplábamos hace treinta años, un rostro joven y lleno de esperanza, ha desaparecido. Al igual que nuestros sueños, evaporados, diluidos. Y, cuando nos damos cuenta, solo podemos pensar en una cosa: volver a ser lo que fuimos.
—¿Y entonces engañamos a nuestras mujeres? —pregunté con los ojos perdidos en el vacío.
—Ha sido más fuerte que yo. Cuando vi a Patricia, descubrí en el reflejo de sus ojos el rostro de ese hombre joven de hace treinta años, sin arrugas ni cicatrices. No me pude resistir a la llamada de la juventud.
—¿Y qué veía en los ojos de su mujer?
La pregunta lo perturbó.
—Me veía avejentado y feo, decrépito, carcomido por el tiempo.
—¿Y en qué le hace pensar esa imagen?
—En la muerte.
—¿Teme a la muerte, capitán?
Agachó la cabeza.
—Sí —respondió.
Una fina lágrima apareció en la comisura del ojo del hombre, lágrima que decía mucho sobre su capacidad para contener sus emociones, para enterrarlas en lo más profundo de sí mismo. ¿Por qué diablos todo era tan complicado? El misterio de la vida flotaba sobre nuestras cabezas, sobre el barco, la región, el país y el mundo entero. A pesar de los años transcurridos, allí estábamos, sin experiencia, simples ignorantes cuya única esperanza era descifrar algún día el secreto que nos envolvía con su aura.
—Te he dicho que podías pedirme lo que quisieras si me sacabas de este aprieto —prosiguió el capitán.
—Sí —respondí perdido en mis pensamientos.
—Te escucho…
En ese momento volví a ver la silueta del marinero en el puerto, hace veinte años, su sonrisa tras ponerme la gorra en la cabeza, ese sueño de niño que me había transmitido. Y, después, la imagen de Catherine Schäfer, de su padre muerto, el viaje a Alemania con Jean, el anfitrión teutón que nos acogiera en su albergue, la sonrisa de la portera al ver la fotografía de la niña. Todo volvió a mi cabeza. El capitán había hecho alusión a las islas Canarias hacía unos minutos, las mismas islas a las que la madre de Catherine se había exiliado con su hija tras conocer la muerte de su marido. Todas las piezas del puzle de mi existencia se pusieron a girar, a volar sobre una mesa imaginaria, a encajar las unas en las otras, primero las esquinas, después los bordes y el centro, hasta que todo quedó perfectamente coherente, alineado y con sentido. Me giré hacia al capitán y dije con voz solemne, llena de seguridad.
—Yo también quiero ser marinero.
Al principio, el capitán no podía creer lo que estaba oyendo. Me miró estupefacto, como si estuviera ante un loco que no había aprendido nada del drama que acababa de vivir. Bajó la cabeza y se volvió a apoyar en la barandilla del barco, con el cuerpo cansado por todos esos años pasados navegando, abriéndose paso entre los icebergs, combatiendo los tifones, los rompientes asesinos, los elementos desatados de una naturaleza que, definitivamente, no se dejaría dominar jamás. Después me interrogó sobre la fiabilidad de mi elección y sobre mi conocimiento del oficio que, según me dijo, era el más penoso y difícil del mundo. Quiso conocer mis motivaciones, descubrir en ese anhelo el posible capricho de un joven deseoso de aventuras. Cuando le conté brevemente mi recuerdo de la infancia describiéndole aquellos extraños, vestidos con ropas raras, que me habían insuflado ese sueño loco, sonrió deponiendo las armas. Estaba claro que no tenía nada que hacer. Un sueño de la infancia es una máquina perfectamente engrasada que nada ni nadie puede detener, sobre todo en aquellos que mantienen su fe intacta, esperando a que llegue su turno, sin prisas y sin agotarse en nada inútilmente.
El capitán reflexionó unos segundos, acariciándose la barba frenéticamente, como si fuera la parte de su rugoso organismo con la que tomaba las decisiones. Se levantó y me ayudó a incorporarme. Aceptaba enrolarme en su barco, el Volcán de Timanfaya. Me explicó que la compañía que fletaba su navío estaba especializada en el comercio con destino a África Occidental y Asia. Sus travesías hacían escala en varios grandes puertos, como Burdeos, Lisboa, Tenerife y Las Palmas, Abiyán, Durban en Sudáfrica, Bombay, Singapur y Saigón. Los aprendices de marinero empezaban, en principio, en las rutas más cortas para poder poner a prueba su capacidad para soportar la distancia con sus familias y el mareo. Años después, cuando ya tenían suficiente rodaje, cambiaban de destino y eran asignados a los grandes cargueros, esos inmensos barcos de mayor capacidad para transportar mercancías que surcaban los mares. Su salario aumentaba considerablemente, pero los días en el mar se alargaban, pues a veces pasaban en alta mar más de seis meses, un tiempo y una distancia que solían despertar el ánimo veleidoso de algunos y, por ello, hacer que la unidad familiar se resintiera. El capitán me dijo que el oficio de marinero era una extraña paradoja, una combinación de frustración y libertad en la que no existía el punto medio, una mezcla de emociones oscilantes que hacía que los marinos se sintieran vivos, añadió con aire de filósofo griego. Aquella era una profesión dura, me dijo para concluir, porque uno se sentía frustrado constantemente al no poder ver crecer a sus hijos, al no poder abrazar a la familia cuando se quiere, pero también era un oficio gratificante: nos abría las puertas del mundo, nos permitía observar durante horas la flora y la fauna marinas, los suntuosos paisajes que surgían a unos cables de las rutas marítimas. No cambiaría por nada del mundo esa sensación de libertad. Me dio las gracias y cruzó una puerta del puente, desapareciendo así en el gigante de acero que pronto se convertiría en mi hogar ambulante.
Bajé rápidamente la rampa de acceso al barco con el corazón acelerado. Durante el camino de vuelta, pensé en mi madre y la recordé cantando por la mañana mientras recogía las frutas del huerto familiar. Empecé a canturrear una de sus canciones. Reviví la imagen del marinero que, hacía veinte años, había puesto su gorra sobre mi cabeza. Sus palabras me habían marcado profundamente, aquel marinero había plantado con ellas la semilla de un sueño loco que había ido creciendo con el paso del tiempo y que acababa de germinar gracias a un cúmulo de circunstancias. Pensé que mi padre habría estado orgulloso de mí, aunque de eso no estaba del todo convencido. Avanzaba a grandes pasos hacia casa. Tenía muchas ganas de anunciar la noticia a Mathilde y esperaba que ella aceptara mi elección.