28
Los veinticinco años siguientes fueron los más serenos de mi vida. Poco después de nuestra repatriación, un perito de la compañía de seguros inspeccionó el barco de arriba abajo. Su veredicto fue inapelable. El deterioro de la embarcación fue considerado inaceptable para la práctica comercial. La compañía fue condenada a pagar unos daños y perjuicios colosales a todas las familias de las víctimas, tanto vivas como muertas. Tenía que reasignar a los marineros que, traumatizados por el cataclismo, no quisieran dedicarse a otra profesión. Una victoria importante del proletario sobre la patronal, una especie de Germinal de los tiempos modernos. Esa situación era profundamente paradójica teniendo en cuenta que, durante los diez años que habíamos pasado navegando en ese navío, nadie se había preocupado jamás por su obsolescencia, ni el capitán, ni los poderes públicos.
De entre todas las conclusiones a las que había llegado en mi vida, se me vino una a la cabeza. Cuando se trata de dinero, el hombre, esa máquina de pensar, de adaptarse para sobrevivir, perdía de repente la capacidad de anticipar las futuras catástrofes, ignorando su propia naturaleza, que es la que había hecho de él lo que era. En sus fases de olvido o de ceguera materialista, la postergación primaba sobre la anticipación. Dicho de otra forma, el dinero desnaturalizaba la mente del hombre cortocircuitando sus veleidades fraternales, aniquilando sus capacidades de proyección en el futuro. Nosotros, los marineros, éramos los chivos expiatorios de esa dejadez regida por reglas capitalistas y a mí me repugnaba la idea de que una peor suerte hubiera privado a mi hija de un padre y a mi mujer de su marido.
En memoria de mi amigo desaparecido, me uní a la resistencia y me convertí en la punta de lanza de esa rebelión proletaria. Acudí a diferentes procesos y conté la misma historia mil veces a todo el que me quiso escuchar, delante del jurado correspondiente, ante la prensa conmocionada hasta tal punto que el suceso saltó a la escena nacional. La compañía intentó corromperme para hacerme callar, pero no cedí a los vicios de la corrupción y denuncié sus fechorías, lo que provocó que se alimentara todavía más la polémica sobre semejante tragedia. Nos indemnizaron a todos incluso todavía más y pude, gracias a ese regalo que no era tal, ahorrar suficiente dinero como para pagarle los estudios a mi hija.
Una noche, antes incluso de que la historia saltara a los medios, tuve que anunciar la muerte de Martín a su madre. La pobre anciana, que vivía en un piso lúgubre, me observó fijamente con la mirada vacía. Agachó la cabeza sin asimilar la información, sin duda vacunada contra el dolor de una vida que se le escapaba. Cuando la compañía nos indemnizó unos meses más tarde, le llevé el cheque que ella, mecánicamente, se metió en el bolsillo de la blusa. Enterramos a Martín en un cementerio bordelés. En su tumba, coloqué una lápida de mármol con una inscripción: A mi mejor amigo, Martín. Una lluvia fina caía sobre su estela, cubriendo el mármol de gotitas que se acumulaban en la inscripción y que acababan cayendo cuando el peso del agua se hacía insoportable. Decoré su tumba con un ramo de jazmín, en recuerdo a esa Carmen de la que me había hablado justo antes de morir.
La amistad es un sentimiento profundo, próximo al amor, pero desprovisto de deseo carnal. Pensaba en todas esas noches pasadas en la intimidad de nuestro camarote, en esas historias que se inventaba para hacer que su vida resultara más atrayente. Cuando anochecía, hablaba sin parar, gesticulando en todas direcciones para animar su discurso. Fumaba cigarrillos junto al ojo de buey y bebía vino de La Rioja, ese era el que más le gustaba. Un auténtico fenómeno ese tipo. Nos recordaba corriendo por las calles de Las Palmas con María, huyendo de fantasma imaginarios, asustados como niños. ¿Dónde estaría María? ¿Por qué no había ido al entierro de Martín, que había arriesgado su vida para arrancarla de las garras de la prostitución? Maldije la ingratitud humana y esa falta de lealtad que tenían algunos. ¿Acaso había gesto más bello que el de la entrega?
Por un instante, recordé la imagen de su cadáver. La culpabilidad de no haber podido salvarlo me dejó sin respiración. Desde su muerte, el mismo sueño me había atormentado todas las noches, con ese pez gigante que me disparaba en el pecho. Mathilde me tranquilizaba con cariño, mi bella Mathilde, encarnación de un amor inagotable. Intentaba quitarme de la cabeza esa imagen de su cadáver, de su cuerpo cubierto de ampollas inmundas. Aquel no era el Martín que yo conocía. El que le cantaba a la vida, se movía, bailaba y transpiraba pasión. Las lágrimas llenaron mis ojos. Tomé la mano de Mathilde y la de Jeanne, que ya era una adolescente. Las apreté fuerte y puse rumbo, acompañado de mis dos mujeres, a la felicidad que se perfilaba en el horizonte.
—Gracias amigo, que descanses en paz —murmuré en español.
Poco tiempo después de mi despido de la compañía marítima, la señora de Saint-Maixent, que tenía muchos contactos, me presentó a un político de la aristocracia bordelesa, aquel hombre de físico impecable que siempre lucía elegantes trajes me contrató como vigilante principal del centro de exposiciones de Burdeos. El hombre, de pelo canoso, tenía un don especial para analizar el temperamento de las personas, cualidad que, sin duda, lo había ayudado a llegar a ese puesto tan codiciado de representante de la República. No me costó adaptarme a mi nuevo trabajo, ya que a veces me permitía soñar solo en mi cabina.
Por aquella época, empecé a escribir un libro en el que narraba las aventuras de un marinero enamorado del mar, mezcla de autobiografía y ficción. Por las noches, cuando todo el mundo se había acostado, me concedía unos minutos de tranquilidad al abrigo de mi despacho. Con la única iluminación de un pequeño haz de luz, escribía el relato apasionado de este héroe de los tiempos modernos que, en realidad, no era tal, a veces lleno de nostalgia, pero contento de poder abrazar a Jeanne y a Mathilde todas las noches. Me gustaba ese lugar apartado, ese pequeño paraíso de libertad en el que me codeaba con las musas de la creación. Toda mi mente, divagando entre las ideas y los pensamientos, se divertía sublimando el pasado de forma romántica. Volvía a encontrar el equilibrio en la vida, como si la punta de mi pluma acariciara las hojas vírgenes fijando las bases de mi ser. Cada letra, cada línea, cada párrafo alimentaba esa sed de expresión. Y luego, cuando ya no podía más, agotado por semejante esfuerzo intelectual, iba en busca de Mathilde y me acurrucaba en las sábanas calientes. Allí era feliz y no tardaba en dormirme, impaciente por escribir las nuevas páginas de mi novela, rezando en la oscuridad para que esta nueva etapa no se acabara jamás.
Durante todos esos años, aproveché el tiempo libre que me dejaba mi nuevo trabajo para recuperar el tiempo perdido con Jeanne.
La educación de un niño es una ciencia en la que la teoría y la práctica son como la noche y el día, antagonistas pero complementarios. Sobre el papel, trazamos el boceto de una arquitectura de formas perfectas, con sólidos cimientos, con un estilo propio, gótico o románico, barroco o contemporáneo. Y, luego, cuando empieza la construcción, nada va como estaba previsto. Un obrero resulta herido, faltan sacos de cemento, la calidad de los ladrillos a veces deja mucho que desear y toda una planta amenaza con caerse. Tenemos que revisar los planos, modificarlos como podemos, deprisa y corriendo, con la esperanza de que la estructura aguante conforme a nuestras exigencias. A veces, el suntuoso monumento que habíamos imaginado sobre el papel no es más que una vivienda común y corriente, sin la más mínima originalidad, que se confunde con el paisaje. Otras es justo lo contrario y la modesta construcción plasmada en la hoja se convierte en una obra de arte por la que los profesionales del sector nos felicitan, celosos por esa inspiración divina, por ese talento del que ellos carecen. Por último, en el tercer de los casos, el boceto y la realización son similares, más o menos lo mismo, y nos felicitamos por semejante realismo, alejado de los delirios de grandeza.
Con Jeanne, era diferente. Me había ausentado durante mucho tiempo para reivindicar vete tú a saber qué. Se había construido bajo la luz de Mathilde y a la sombra de su padre. Como un fotógrafo frente a su objetivo, me esforzaba por leer el juego de luces, sin alterar ese equilibrio femenino. Con los meses, conseguí penetrar en el universo de mi hija, integrarme en su paisaje, ganarme su estima. La escuchaba con interés, absorbiendo el flujo continuo de sílabas sin interrumpirla jamás, sin desatender sus opiniones ni intentar convencerla de lo contrario. Establecí con ella una relación de confianza para exorcizar los fantasmas de mi padre. No quería que mi hija repitiera mis errores, que saliera destrozada de la adolescencia, esa fase fundamental de la construcción de una personalidad humana. Por eso, me esforzaba el doble y estaba siempre atento.
Una noche, cómodamente instalado en mi despacho, con la punta de mi pluma recorriendo las páginas aún en blanco, oí como alguien llamaba con suavidad a mi puerta. Dejé mi trabajo y me levanté para abrir. Jeanne, en pijama, estaba de pie frente a mí, con los ojos rojos por todas las lágrimas que había vertido.
—¿Qué te pasa, cariño? —pregunté con gran pesar al ver a mi niña tan triste.
—Papá, me gustaría hablar contigo de algo.
—Por supuesto, lo que haga falta. Siéntate y voy a buscarte una manta.
Saqué de un armario un edredón grueso y envolví con él a mi hija.
—A ver, cuéntame qué te pasa.
—Creo que me he enamorado —dijo agachando la cabeza, como si se avergonzara.
—Pero eso es estupendo. ¿Por qué lloras?
—Porque él no me quiere.
Observé el rostro de mi hija, llena de dolor por ese sentimiento tan complejo que es el amor. Los adolescentes tienen esa despreocupación en la mirada que los adultos pierden con los años, golpeados por una cotidianidad difícil, por la decepción y la pena que se acumulan sobre sus espaldas. A la luz de la pequeña lámpara, creí reconocer a Mathilde hacía unos años, sentada a la sombra del árbol bajo el que cosía pacientemente. De repente, la angustia del tiempo que pasa demasiado deprisa se apoderó de mí, ese maldito tiempo al que nada detiene, que destruye o embellece a su paso, según puntos de vista. El mío oscilaba como las curvas de una sinusoide que se repite hasta el infinito: a veces nostálgica, otras depresiva y otras exaltada. Con un esfuerzo sobrehumano, contuve las lágrimas de melancolía que solo querían rodar por mis mejillas.
—¿Y cómo sabes que él no te quiere, Jeanne? —pregunté con voz temblorosa.
—No me ve. A sus ojos soy transparente.
—¿Y esa es razón suficiente para afirmar que no te ama? —interrogué, dubitativo.
Jeanne parecía desconcertada por mi pregunta. Levantó la cabeza y clavó esos ojos almendrados como los de su madre en los míos. Reflexionó unos segundos, como si otras zonas de su cerebro estuvieran considerando la situación desde un nuevo ángulo.
—Sí… Bueno, eso creo. ¡Si me quisiera me devoraría con la mirada como hago yo!
—Quizá no reacciona de la misma forma que tú. Quizá su forma de amar es diferente y siente cosas, pero no quiere que se sepa.
—¿Tú crees? —preguntó.
—Por supuesto. Algunas personas rehúyen la mirada de los demás por miedo a ser desenmascarados. Mirar a alguien directamente a los ojos es, en cierta manera, dejar que entren, desnudarse y admitir su fragilidad. Ciertos hombres odian eso, cariño mío, porque no quieren mostrar su sensibilidad, su parte femenina. No está bien visto en el mundo de los adultos.
—¿En ese caso entonces quiere decir que él también me quiere?
—Tendrás que averiguarlo tú, sin tener miedo de los sentimientos, estimulando en él su parte femenina oculta —dije rezando por que el chico en cuestión también estuviera enamorado de mi hija.
—¿Y cómo quieres que haga eso?
—Dejando hablar a tu corazón. Piensa en una forma de hacerle ver lo que sientes por él.
—¿Y qué pasa si no me quiere? —preguntó molesta.
—En ese caso, no importa. Habrás hecho todo lo que estaba en tu mano. Al principio será doloroso, pero se pasará y saldrás más fuerte de la experiencia. Y, entre nosotros, ¿cómo no va a estar enamorado de alguien como tú? Mírate, eres preciosa, inteligente. Si yo fuera ese chico, no me lo pensaría dos veces. ¡Créeme!
Los dos nos echamos a reír. ¡Qué maravilloso poder ver esa sonrisa en su rostro, poder oír la risa de mi hija! Me sentía realmente bien a su lado, realizado, orgulloso de mí mismo, radiante de felicidad en ese papel de padre que tan bien me iba. La puerta del despacho se abrió y la cabeza de Mathilde apareció por el resquicio.
—¿Qué estáis tramando los dos? —preguntó con tono travieso.
—Nada. Hablamos, como dos adultos civilizados.
Una vez más, de nuestra garganta se escapó una carcajada.
—Llegas en el momento justo. Iba a contarle un cuento a Jeanne —proseguí.
—¿Un cuento? —se sorprendió Jeanne—. ¡Ya soy demasiado mayor para cuentos, papá!
—Nunca se es demasiado mayor para eso, cariño. ¡Créeme! —bromeé—. Siéntate con nosotros, Mathilde.
Aquella noche le conté a mi hija la historia de mi infancia, mi adolescencia, mi sueño de convertirme en marinero, cómo conocí a su madre y que ella tampoco me había mirado al principio. Le conté la historia del oficial alemán, nuestro encuentro en el bosque, su muerte prematura y la fotografía de su hija, el ejército y Jean el actor, nuestra escapada a Alemania, mi decepción y luego mi viaje a Las Palmas, Martín, María, las fotografías de su hijo Manuel, mis viajes a los confines de la Tierra, la tempestad que se llevó la vida de mi mejor amigo y, por último, mi proyecto de libro. Jeanne me miraba con los ojos llenos de admiración y se giraba hacia su madre que asentía con la cabeza para confirmar la veracidad de mis palabras, del impostor, del novelista en ciernes. Cuando terminé, Jeanne me bombardeó a preguntas, embelesada, olvidando al chico del que estaba enamorada, ella que decía haber superado la edad de los cuentos. Quería conocer a cualquier precio el final de mi historia y se ofreció para ayudarme a encontrar a Catherine Schäfer, cuyo rastro había perdido en España. ¿Y dónde estaba María?
—Hay que remover cielo y tierra para encontrarlas, papá. Tu historia es magnífica, digna de una novela. ¡Escríbela!
Sonreí al distinguir en sus ojos la misma llama que había en los míos, la misma voluntad de pasar a la acción, la misma perseverancia. Un niño es una suma de cromosomas, de mecanismos científicos, de teorías bárbaras que nunca he conseguido entender. Jeanne Vertune era una mezcla inteligente de sus dos padres, a la vez calmada y apasionada, inteligente e ingenua, misteriosa y expresiva. La vida me había dado un regalo de un valor incalculable, una hija de ojos brillantes que perpetuaba el rastro de un amor del que era fruto.