14
El domingo siguiente, a las ocho, nos encontramos delante del cuartel. Jean sonrió cuando me vio aparecer y me dio la mano. Esperamos a uno de sus amigos, Marc, que se había ofrecido a llevarnos por la ciudad. Casi era noviembre y el cielo gris filtraba la luz del sol. Hacía frío. Largas espirales de vapor salían de nuestras bocas. El joven me parecía simpático, pero aquel individuo desconocido para mí despertaba mis recelos. Su amigo no tardó en llegar en un suntuoso y cómodo automóvil. Nos saludó y nos fuimos presentando uno a uno. El hombre también me pareció agradable. Durante todo el trayecto, me explicó que había hecho el servicio militar en el mismo cuartel hacía un año y que hasta su liberación lo había pasado bastante mal. Cuando le pregunté a qué se dedicaba, me respondió:
—Actor, como Jean.
Este último asintió con la cabeza y me explicó que los dos formaban parte de una compañía de teatro. En cuanto se liberaran de sus obligaciones militares, querían producir espectáculos en el futuro. Jean añadió con una sonrisa que había hecho de todo para que lo declararan inútil, desde fingir enfermedades cardiacas hasta vomitar delante del médico o hacer teatro todo el tiempo, pero sin éxito alguno. Sin embargo, seguía intentando idear algún truco para engañar al cuerpo médico y poder vivir de su pasión.
Marc nos dejó en París y se fue deseándonos un bien día. Volvería a buscarnos más tarde para llevarnos del vuelta al cuartel. Pusimos rumbo a la torre Eiffel, que redescubrí por segunda vez, y después nos desviamos hacia los Inválidos, recorrimos los Campos Elíseos hasta el Arco del Triunfo, volvimos sobre nuestros pasos en dirección a las Tullerías y el Louvre, cruzamos Saint-Germain-des-Prés hasta el Palacio de Luxemburgo, anduvimos hasta el Panteón y la Sorbona y visitamos la catedral de Notre Dame. Los monumentos se encadenaban unos tras otros y, maravillado, fui descubriendo la historia de mi país. Jean, actor aguerrido dotado de una dicción cuidada y de un timbre de voz potente, era un excelente guía. A veces se detenía frente a un monumento y se metía en la piel tanto de un rey en su castillo como de un clérigo en su catedral, en todos los casos con la misma grandeza en su interpretación. Estaba disfrutando mucho enseñándome su ciudad y hacía grandes gestos en la calle al narrar las proezas de tal o cual personaje que después supe, investigando, no eran más que el producto de su imaginación. Algunas personas, intrigadas por la facilidad de palabra del joven, se paraban unos minutos para escuchar sus relatos llenos de pasión. Al poco tiempo ya éramos un pequeño grupo arremolinado en torno a él, con los ojos como platos, pendientes de cada una de sus palabras y aplaudiendo. Respondió a las preguntas de todo el mundo, sin excepción, inventándose historias que la gente engullía, asombrada ante semejante cultura general. El hombre era infatigable.
Cuando ya no pude andar más, nos instalamos en la terraza de un café de la isla de San Luis. Charlamos mientras contemplábamos el Sena, que serpenteaba ante nosotros, vestido con su largo abrigo marrón claro. Jean, cansado de hablar, me hizo unas cuantas preguntas sobre mi trayectoria antes de llegar al cuartel. Le conté mi infancia en Bretaña, el trabajo en el campo, mi sueño de convertirme un día en marinero, mi encuentro con el oficial alemán en el claro del bosque, su muerte, el descubrimiento de la fotografía de su hija, Mathilde y nuestros largos paseos por el golfo. Me escuchó con atención sin interrumpirme ni una sola vez, haciéndome alguna que otra pregunta para que desarrollara algún punto. Descubrí la sensación de ser el centro de atención. Por una vez, alguien en este planeta se interesaba por mí y me escuchaba, algo que, tengo que confesarlo, me sentó realmente bien. Cuando terminé, Jean me miró en silencio asintiendo con la cabeza.
—¿Sabes? —dijo—. En cuanto a tu historia de la fotografía de la alemana, creo que puedo ayudarte.
—¿Cómo? —pregunté curioso.
—Marc habla alemán y conoce a un tipo al otro lado de la frontera. Podría llevarnos un día si quieres.
—Pero no podemos ir a Alemania en estos momentos, es imposible.
—Querer es poder —exclamó guiñándome un ojo.
—¿De verdad que puedes ayudarme?
—Sí, claro.
—¿Cuándo?
—¡Cuando quieras! —respondió sonriendo—. Bueno, cuando todo esto haya acabado… En cuanto salgamos del cuartel.
—¿Y tú?
—¿Yo qué?
—¿Qué quieres que haga por ti?
—Nada… Solo quiero ayudar —dijo sorprendido por mi pregunta.
Me quedé mirando el rostro sonriente de Jean. Parecía iluminado por la esperanza y sus ojos estaban llenos de bondad. Hacía frío en aquella plaza parisina, pero el calor humano que emanaba del personaje me envolvía y me calentaba. Jean quería ayudarme, sin esperar nada a cambio, solo por el placer de ayudar a un hombre que, apenas hacía una semana, no era más que un absoluto desconocido. Me preguntaba qué fuerza podía habitar en aquel hombre tan misterioso que estaba sentado frente a mí.
—Entonces, ¿aceptas? —preguntó por fin.
—Sí, de acuerdo —respondí—. Pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que yo también te ayude.
—No es necesario —dijo.
—Sí, lo es para mí —respondí, intransigente—. ¿Qué puedo hacer por ti a cambio?
Me observó unos instantes, dubitativo, y se lo pensó.
—Quizá haya una cosita —exclamó, indeciso.
—¿Cuál?
—Que me ayudes a salir de este cuartel de una vez por todas. Tengo un plan.
—¿Y podría acabar en la cárcel? —pregunté inquieto.
—No —sonrió.
—Entonces soy tu hombre. ¿Cuál es tu plan?
—Hacerme pasar por alguien que ha perdido la cabeza por llevar tanto tiempo encerrado en el cuartel.
—¿Y crees que puede funcionar? —pregunté, con dudas en cuanto a las posibilidades de éxito.
—Quien no arriesga no gana —respondió esbozando una gran sonrisa—. Y, además, entre nosotros, soy bastante buen actor, así que todo es posible.
Jean me explicó su plan y, la verdad, después de todo, era de una simplicidad absoluta. Nos pusimos de acuerdo para que nos mandaran a los dos a limpiar el mismo día y, una vez juntos, se abalanzaría sobre mí sin razón aparente. Después de haber hecho demostración de su locura, dejaría que lo sometieran y lloraría como una magdalena, acurrucado, en el suelo, presa de una desesperación que nadie podría calmar, ni siquiera los psiquiatras del cuartel, que querrían examinarlo y me harían preguntas. Yo respondería que Jean llevaba raro desde hacía algún tiempo, que no soportaba más estar encerrado en el cuartel y que habría que declararlo inútil urgentemente antes de que las cosas se pusieran feas. Si todo salía bien, lo licenciarían por problemas psicológicos y podría volver a sus ocupaciones como actor, según lo planeado. Cuando yo saliera del cuartel, Marc y él vendrían a buscarme y nos iríamos a Fráncfort para poder hablar con la hija del oficial alemán. Un intercambio de favores, en cierta medida. Un plan perfectamente trazado.
Al ver cada uno una oportunidad para sí en ese plan, en un arrebato de entusiasmo, nos dimos un apretón de manos. Decidimos ponerlo en práctica dos semanas después, el tiempo necesario para que Jean entrara en el personaje, como lo exigían las enseñanzas de la compañía de teatro a la que pertenecía. Marc, que acababa de aparcar en doble fila, aprobó el plan y aceptó con gusto llevarme a Fráncfort y ser mi intérprete. Nos subimos al automóvil y volvimos al cuartel discretamente, cada uno por su lado. El soldado a cargo de la vigilancia me pidió el pase. Jean entró en el ala de su regimiento como si no hubiera pasado nada. No había rastro del pequeño coronel. Debía de estar de permiso ese día, bien calentito en su casa de campo. Nadie podía sospechar ni por un minuto lo que estábamos tramando.
Las dos semanas que precedieron a nuestro plan transcurrieron como de costumbre, bajo una rutina implacable, entre el deporte matutino, los arrestos a limpieza de las tardes y las guardias por turnos de las noches. Nada vino a desequilibrar el monótono equilibrio de nuestro día a día como recluta. A veces veía a Jean por los pasillos y notaba en él un comportamiento extraño. Parecía más encerrado y triste, con la mirada vacía y el rostro desencajado. Cuantos más días pasaban, peor aspecto tenía, él, hasta entonces siempre jovial y extrovertido. El pequeño coronel se cebaba con él y lo molía a palos delante de todo el cuartel. Jean, impasible, apretaba los dientes sin decir nada. Se volvía a levantar, bajaba la cabeza y lloraba. Toda su energía vital, que solía ser desbordante en ese eterno optimista, lo había abandonado. Su torso estaba contraído y sus brazos escleróticos por el miedo. Su rostro, lívido, parecía el de un condenado a muerte unos minutos antes de su ejecución. Fueron varias las veces que tuve que reprimir mis ganas de revolverme contra la autoridad del pequeño coronel, pero no lo hice para no revelar nuestra amistad, un descubrimiento que habría comprometido nuestro plan. Esperamos pacientemente. Hasta el miércoles 21 de enero de 1948. Hay fechas que no se nos olvidan nunca y, cuando pensamos en ellas, esbozamos una sonrisa nostálgica.
Como todas las mañanas desde hacía días, apuntaba fuera de la diana para que me mandaran a limpieza con mi amigo. El pequeño coronel, enfadado ante semejante mediocridad, había acabado asumiéndolo. Jamás conseguiría convertirme en un soldado digno de ese nombre. El hombre había tirado la toalla y se contentaba con gritarme para que sacara brillo más rápido a los baños y el suelo. Sus apariciones eran cada vez más escasas. Por eso, aquella mañana, yo estaba solo frotando el suelo del cuartel. Una vez más, decepcionado por no ver a mi amigo. El plan ya llevaba una semana de retraso y no conseguíamos sincronizar lugar y hora. Quizá debiéramos renunciar.
Cuando ya ni lo esperaba, Jean apareció con una escoba en la mano, seguido del pequeño coronel que gritaba como de costumbre. Descubrí con estupor el aspecto abominable de mi amigo y me sorprendió que, al verme, me guiñara un ojo con discreción. Jean no era más que la sombra de sí mismo, poseído íntegramente por ese personaje que había estado creando a medida durante las tres últimas semanas, como hacen los actores. Yo no sabía nada del mundo del espectáculo, pero sin duda alguna aquel hombre tenía un talento excepcional, una capacidad fuera de serie para meterse en la piel de otro olvidándose de sí mismo por completo. Después de su revocación del ejército, seguro que no tardaría en hacerse un hueco en el mundo artístico y en hacerse famoso.
Jean se me acercó, sumergió la bayeta en el cubo de agua hirviendo y se arrodilló en el suelo. El coronel, histérico, gritaba con todas sus fuerzas. Cuando se dio cuenta de que sus griteríos no nos importaban, le propinó a mi amigo una patada monumental en el trasero. Por la violencia del impacto, empezó a retorcerse de dolor y se quedó paralizado en el suelo, inerte. Jean comenzó a dar grandes gritos de desesperación, gritos de bestia salvaje herida de muerte. De su tono de voz se desprendía un sufrimiento infinito. Estaba claro que esta vez no estaba fingiendo. El pequeño coronel, ansioso por silenciar sus gritos, lo golpeó todavía con más fuerza. Se desató con mi compañero, dándole patadas llenas de ira sin dejar un instante de vociferar insultos y cebarse con una violencia inaudita. En los golpes del coronel se sucedían y confundían el niño humillado por sus compañeros y maltratado por sus padres, el adolescente del que se burlaban las chicas, el joven aterrorizado por las balas y los obuses en el campo de batalla, los golpes de los alemanes y el marido engañado. La cara oscura del personaje inundó la habitación con su negrura, mostrando sus sentimientos más ocultos, sus miedos más profundos y sus angustias más gregarias. Una oleada de espuma se acumulaba en torno a sus labios, sus ojos estaban inyectados en sangre y su rostro rojo de ira. Creí que iba a matar a Jean quien, al encajar el fruto de la locura humana, se desmayaba de dolor. Su cuerpo no era más que una masa informe ondulándose al ritmo de las patadas del coronel.
Hay momentos en la vida en los que, como seres humanos que somos, basta una minúscula gota de agua para desbordar el vaso. Un escalofrío de cólera recorrió mi columna vertebral, la cólera negra de la revolución que solo llega a sentir la gente acorralada cuando se violan sus libertades fundamentales. Todo mi cuerpo tembló de ira. Me abalancé sobre el pequeño coronel y aquel hombre, sorprendido, cayó de espaldas y se golpeó la cabeza con el suelo. Antes de cerrar los ojos, masculló algunas palabras incomprensibles. Observé la figura inmóvil del hombre que yacía sobre el embaldosado mientras recuperaba el resuello. Por un momento, tuve ganas de molerlo a palos, de golpear sus extremidades, su tronco y su cara, de hacer brotar la sangre de sus venas, de rematarlo en el suelo. Imaginaba sus estertores ahogados de súplica, sus ojos llenos de desesperación y remordimientos, a medida que la parca se perfilaba en el horizonte. Solo la muerte sabe despertar la sensibilidad de las almas crueles al final de sus vidas. Después de todo, ¿acaso no tengo derecho yo también a ceder a la facilidad de la violencia, a la ignorancia de la crueldad, en vez de ser la presa incansable del tormento de la razón? Me acerqué al hombre, con la sangre hirviéndome en las venas, lo cogí del uniforme por el pecho y elevé mi puño lejos, por detrás de mi cabeza.
Justo cuando iba a golpearlo con todas mis fuerzas, se me apareció el rostro de Mathilde bañado en lágrimas, inconsolable ante la idea de no volver a tenerme entre sus brazos. Mi puño se detuvo en el aire y los rasgos de mi rostro se calmaron de repente. La ira desapareció. Solté al hombre y volvió a caer al suelo. ¿Qué hacer? Me levanté bruscamente y en ese momento comprendí que nuestro plan había fracasado. Allí, ante mis ojos, tenía a dos individuos completamente inconscientes: un coronel desmayado, quizá muerto por la caída, y mi amigo Jean, inmóvil. La situación era grave, muy grave. Si quería volver a ver a Mathilde y casarme con ella un día, tenía que salir como fuera de aquella emboscada en la que estaba metido hasta el cuello. Sí, ¿pero cómo? ¿Arrastro a los dos hombres a una esquina como si no hubiera pasado nada? Cuando se despertara el coronel, alertaría a las autoridades de nuestro amotinamiento. Los dos, Jean y yo, seríamos condenados a prisión sin razón. Imposible, deseaba demasiado volver a ver a Mathilde como para imaginar siquiera semejante escenario. Oí pasos que se acercaban a lo lejos, en el pasillo, sin duda militares alertados por los gritos de Jean. La idea de pagar todos los platos rotos de aquella confusión general me provocaba escalofríos. Ante la desesperación, no se me ocurrió nada mejor que tumbarme yo también en el suelo y fingir así que me había desmayado. Unos minutos después, los enfermeros nos colocaron en una camilla y nos llevaron a la enfermería. Un aire de incomprensión flotaba en los pasillos del cuartel. Un enfermero me levantó los párpados y me escrutó las pupilas. ¿Se daría cuenta de la farsa? Los volvió a cerrar enseguida, demasiado ocupado tratando a Jean en un estado que parecía crítico. En el pasillo que llevaba a la enfermería, imaginaba los millones de escenarios que podrían sacarme de aquel barrizal.