26
Los fenómenos naturales son caprichosos. A veces, cuando el rencor que nos tienen se vuelve paroxístico, se alían para hacernos comprender que no somos más que inquilinos, aves de paso. En realidad, ellos son los auténticos propietarios. El hombre, entregado a la vanidad, a veces desatiende el contrato de arrendamiento y olvida pagar el alquiler. Esa noche, en aquel barco, pagamos todos los alquileres retrasados de la humanidad. Nos vimos sometidos a una naturaleza rencorosa, asesina, sin escrúpulos.
Unos minutos después de haber entrado en el pasillo, sentimos cómo las primeras ondulaciones del oleaje golpeaban el metal del navío. La lluvia empezó a caer, al principio con suavidad para luego, unos minutos después, hacerlo con más y más violencia. El ruido del viento se colaba silbando por las brechas del gigante de los mares, como los días de tormenta en los que se levantan las tejas. Los truenos resonaban a lo lejos y se acercaban inexorablemente. La tripulación del navío corría en todas direcciones. Algunos marineros gritaban de alegría ante la perspectiva de atravesar la tempestad, mientras que otros, más temerosos, parecían inquietos y guardaban silencio.
El oleaje se volvió más brusco. El ruido del viento se intensificó en los pasillos. Bajamos a la bodega para comprobar la mercancía, bamboleada por los movimientos del agua. Todo parecía estar en orden. Volvimos a subir hacia la pasarela agarrándonos de las manijas de las puertas para poder avanzar. ¿Dónde estaba Martín? No lo veía por ninguna parte, ni en la bodega, ni en los pasillos, ni en ningún sitio. Ya hacía unas horas que me preocupaba el español, mi amigo parecía alterado por una idea que se le había metido en la cabeza. ¿Qué presentimiento podía atormentar así sus pensamientos? Después de todo, aquello no era más que una tempestad, sí, una enorme tempestad, pero solo eso.
Esa vez el barco se tambaleó con mayor violencia. Acabábamos de entrar a toda velocidad en la zona de turbulencias y las sacudidas se hicieron más intensas. Inquieto por la ausencia de mi amigo, volví a bajar los pasillos en dirección al camarote para asegurarme de que Martín no estaba allí. A duras penas si podía avanzar, bloqueado por las sacudidas del navío, estancado en el vacío intentando mantener el equilibrio. Detestaba ese movimiento del oleaje que perturbaba nuestra estabilidad por los pasillos. Entré en el camarote. Martín estaba sentado en su cama, con los ojos fijos en el suelo, perdido en sus pensamientos. Se quedó quieto en esa posición y ni siquiera giró la cabeza cuando percibió mi presencia. El español me preocupaba sobremanera desde hacía un buen rato. Me senté junto a mi mejor amigo.
—¿Todo bien? —pregunté inquieto.
—Voy a morir, Paul —respondió con calma.
—Deja de decir tonterías. Solo es una tempestad, nada más…
—No, no lo entiendes. Es el juicio final.
—¿El juicio final? —pregunté, tan intrigado por su misticismo como asustado por la seguridad con que había hablado.
—Sí.
—Pero explícate, mierda. ¿Qué pasa?
—Este barco huele a muerte, Paul —respondió con una serenidad que me heló la sangre—, la misma muerte que sentí en los ojos de mi padre cuando se desplomó ante mí con el pecho acribillado a balazos. Puedo olerla, está ahí, a nuestro alrededor, y nos acecha.
Sentí un sobresalto en el pecho. Mi ritmo cardiaco se ralentizó, paralizado por el terror que ganaba terreno en mis extremidades, en mi cuello, en mi tronco, por todas partes. Era incapaz de articular palabra alguna para interrogarlo sobre el origen de ese pensamiento funesto.
—¿Sabes, Paul? —prosiguió con el mismo tono monocorde—. Eres mi mejor amigo. El día que te conocí, sentí de inmediato que eras diferente a los demás. Eso es lo que me gusta de ti. Y, luego, pasó lo de María. La salvaste.
—La salvamos los dos…
—No. Yo no estaba de acuerdo al principio. Sin ti, todavía seguiría allí, haciendo la calle.
—Tú me animaste a seguir con mis investigaciones —respondí—. Sin ti habría vuelto con las manos vacías. La vida es un trabajo en equipo, Martín.
—Quizá —replicó, sonriendo—. Sea como sea, ella ahora es libre.
—¿Adónde quieres llegar?
Inmensos relámpagos de luz entraban por el ojo de buey, inundando el camarote con su claridad efímera, inmediatamente seguidos por el estruendo ensordecedor del trueno. El caos se apoderaba del exterior poco a poco.
—A ninguna parte —respondió Martín forzando la voz—. Aquí se acaba todo, amigo mío.
—¿Pero cómo puedes estar tan seguro?
—Carmen me lo dijo…
—¿Quién es Carmen? —pregunté sin entender nada.
—Una chica que conocí hace unos años…
—¿Dónde?
—En España.
—No entiendo nada, Martín. ¡Me das miedo! ¡Sube conmigo al puente! ¡Ahora!
—Cuando mi padre murió —prosiguió sin escucharme—, mi vida era un caos. Bebía, salía, me acostaba con cualquiera, estaba destrozado. Mi vida no tenía sentido. El alcohol era mi única distracción, mi único momento de placer. Olvidaba todo. Y entonces, un día, entré en un bar y allí estaba Carmen.
Al pronunciar ese nombre, la expresión de su cara se relajaba. Veía cómo mi amigo se iba exaltando poco a poco ante el recuerdo de aquella mujer.
—Todavía puedo oler su perfume de jazmín —siguió, olfateando el aire que lo rodeaba—. Nos acostamos durante tres meses enteros. Gastaba todo mi dinero en estar con ella, tendido sobre el colchón, nuestros cuerpos pegados el uno contra el otro. Sentir su presencia me hacía recuperar la sonrisa, las ganas de vivir. ¡Era tan guapa mi Carmen! Le pedí que se casara conmigo varias veces. Ella siempre me respondía que pertenecía a otro, pero nunca quiso decirme a quién.
—No entiendo nada, Martín.
La sonrisa de su rostro se borró de pronto y todo su cuerpo se tensó, como si cambiara de repente de piel, carácter y pensamientos.
—Aquel día había reservado una habitación de hotel para toda la noche. Hicimos el amor varias veces y ella acabó durmiéndose, con el olor a jazmín en su piel. La acaricié suavemente en la penumbra. Era tan guapa mi Carmen que habría dado cualquier cosa por que se convirtiera en mi esposa. Y, luego, su rostro se oscureció de repente. Todo su cuerpo se tensó, como un trozo de madera rígida. Abrió los ojos, unos ojos blancos como la nieve. Sus manos agarraron mi garganta. Apretaba fuerte, con una violencia inaudita. Y, entonces, una voz masculina muy grave gritó varias veces: «Tu alma arderá en el caos del océano». No era Carmen la que hablaba, Paul, era el diablo. Conseguí zafarme y salí corriendo. Temblaba de miedo.
Estaba estupefacto por su historia. Por un momento tuve la tentación de convencerlo de que todo aquello no era más que un sueño, que los fantasmas no existían, que debía de haber una explicación racional, pero cambié de opinión al instante. Después de todo, ¿quién era yo para dudar de sus palabras y para cuestionarlas? Martín era una persona muy sensible, un superviviente.
—Unos días después, volví al bar al que solía ir —prosiguió— y pedí verla. Me dijeron que jamás había habido ninguna Carmen…
—¡Vuelve en ti, Martín! ¡Te lo suplico! —lo interrumpí—. ¡Soy yo!
—Nunca entendí sus palabras —siguió sin escucharme—. Por eso decidí enrolarme en la marina, para entenderlo. Ahora las entiendo…
—¿De qué hablas?
—La vida no es más que una ilusión —continuó triste—. Una ilusión en la que los amores se marchitan y los sueños de la infancia se desdibujan. Los hombres son crueles, Paul, infinitamente crueles. Solo las mujeres son capaces de invertir nuestra espiral de muerte, nuestro caos interior. Carmen lo era todo para mí. La echo mucho de menos. Solo ella podía…
Una sacudida violenta interrumpió su discurso y nos tiró violentamente al suelo. Oí en la lejanía el chirrido del acero retorciéndose bajo el oleaje desatado. El sonido estridente de la sirena de alerta resonó en todo el barco. Fuera, los truenos estallaban. Se sucedieron intensos flashes de luz, uno tras otro, destrozándonos las córneas, las retinas y las pupilas. Una nueva sacudida golpeó el casco metálico. Bajamos a toda velocidad y luego subimos una pendiente infinita sobre la que el navío parecía arrastrarse. El nivel del suelo cambió a los cuarenta y cinco grados de proa a popa, de popa a proa, tirándonos con violencia contra las camas y los armarios del camarote.
—¡Ha llegado el día del Juicio Final, Paul! —gritó Martín en trance—. Siente su fuerza, su poder, su…
Una nueva sacudida hizo que todo ese decorado inclinado se tambaleara, con más violencia esta vez. El navío, golpeado por un rompiente, se quedó quieto en el agua. Me dio la impresión de que retrocedíamos. Tuvimos el tiempo justo de agarrarnos a los tiradores de los armarios, intentando estabilizarnos sobre el suelo, antes de que una nueva sacudida agitara la estructura de acero. El ruido de la sobrequilla que se retorcía por la presión del oleaje y el viento anunciaba el apocalipsis, el naufragio inminente. Escuchamos gritos de terror en el pasillo, estertores de súplica para que acabara aquella pesadilla. Me vino a la cabeza la imagen de mi madre rezando en su pequeña parroquia. Me sentaba junto a ella y rezaba en silencio para que la vida nos concediera unos cuantos años más, para que pudiera volver a abrazar a mi mujer y a mi hija, para que me tumbara una última vez en el huerto de mi infancia, al abrigo de aquella furia que causaba estragos fuera.
Nueva sacudida, nuevo sonido ensordecedor, parecido al de las bombas que martilleaban el jardín de mi granja. ¿Cuánto tiempo podríamos soportar aquello? ¿Una hora, un día, una semana? La noción del tiempo no importa cuando la existencia falla. Solo cuenta el presente, ese momento del que solemos huir y preferimos sumergirnos en la dulce nostalgia del pasado o en la estimulante angustia del futuro.
Otra sacudida.
—Dejadme volver a ver a mi hija, os lo suplico.
Otro chirrido. ¿Qué pasaba?
—Dios, no hemos hablado demasiado tú y yo, pero te juro que pasaré más tiempo con mi familia, he aprendido la lección.
Un hilillo de agua empezó a entrar por debajo de la puerta del camarote. Martín, tirado en el suelo, ya no sentía nada. Parecía inerte, ausente. Pensé en el Titanic, ese inmenso transatlántico engullido por el mar, en todas esas personas sumergidas en las aguas heladas del Atlántico. Al menos nosotros teníamos la posibilidad de remar en un mar más cálido. El agua no tardó en llegarnos hasta las rodillas. La temperatura era agradable.
Otra sacudida. La sirena de alerta se detuvo. Para qué seguir sonando cuando navegábamos hacia una muerte segura, no se puede luchar contra el apocalipsis.
Resonó un relámpago. La lluvia, el trueno, las olas, el viento, ya no lo tenía claro. Me parecía que el ojo de buey estaba bajo el agua, que el barco se hundía en el océano. Dios mío, era nuestro fin. Había que salir de allí como fuera, a toda prisa. Tomé a Martín por el brazo y le di una bofetada en plena cara. Se despertó bruscamente y me sonrió.
—No hay nada que hacer, Paul. El diablo me lo dijo —declaró en trance.
Lo sacudí con rabia.
—¡Cállate ya, por favor, cierra el pico, Martín! —grité.
Lo agarré y lo arrastré a la fuerza al pasillo. Había agua por todas partes. A unos metros de nosotros había dos cuerpos flotando. Pasamos por encima, horrorizados. La sangre que brotaba de sus cabezas teñía el agua y se diluía entre los átomos del líquido.
Otra sacudida. Reculamos bruscamente, nos sujetamos a la manija de una puerta y caímos al suelo mojado.
—¡Por aquí! —gritó una voz desde el fondo del pasillo.
Distinguí una silueta musculada.
—¡Ayuda! —grité.
El hombre desapareció. La solidaridad no es más que una ilusión. Cada uno intentaba salvarse como podía. Avanzamos hacia el fondo del pasillo y nos agarramos a la escalera inundada por la que caía el agua formando una cascada. Martín resbaló, yo lo sujeté.
Otra sacudida. Imaginaba a Mathilde leyendo el periódico en casa de la señora de Saint-Maixent, a Jeanne camino del colegio, a mi madre frotando la ropa en el lavadero, rodeada de sus hermanas. ¿Se imaginarían ellas por un segundo la situación en la que me encontraba?
Mal que bien, golpeados por las numerosas sacudidas y el agua que transpiraban los poros metálicos del navío, seguimos avanzando.
—¡Ayuda! —grité sin convicción.
No había nadie por los pasillos, solo los cadáveres flotantes de los desdichados que se habían golpeado violentamente contra los muros. ¿Dónde se habían ido todos?
La naturaleza nos concedió unos instantes de tregua. Durante unos segundos que me parecieron horas, se detuvieron las sacudidas. Aprovechamos para subir por las escaleras y avanzar por el pasillo superior. Reconocí la silueta musculosa del hombre delante de nosotros. Él también intentaba huir. Pero, ¿huir adónde? Como si, una vez a cielo abierto, la partida estuviera ganada… De hecho, lo peor estaba por llegar.
—¡Ayuda! —volví a gritar en dirección a la silueta.
—¡Por aquí! —gritó girándose—. ¡Seguidme!
—¿Adónde?
—Yo… Yo… no lo sé —farfulló el hombre desconcertado por mi pregunta.
Otra sacudida. Esta vez el navío basculó sobre un costado. La inestabilidad aumentó bruscamente, una mezcla de desorden vertical y horizontal. Martín resbaló y acabó al fondo del pasillo mientras yo intentaba agarrarme a una puerta que se abrió ante la presión de mis dedos. Tiré con todas mis fuerzas y me metí en el camarote. Otra sacudida y otro flash de luz a través del ojo de buey. Esta parte del barco todavía no estaba sumergida. En el camarote había un hombre tendido sobre su cama, acurrucado, con las manos entre las piernas. Se sorprendió al verme entrar.
—¡De pie! —grité—. ¡Hay que salir de aquí!
El hombre me miró con ojos inquisidores.
—¿Para ir dónde? —preguntó sin que yo tuviera la respuesta.
Volví a salir al pasillo, dejando al individuo solo en su pequeño camarote. En el pasillo, el hombre de complexión atlética había desaparecido. Buscaba desesperadamente con la mirada a Martín, pero ya no estaba allí. Junto a mí, una lámpara chisporroteó y luego otra y después otra. La enfermedad eléctrica se propagaba como la peste en la Edad Media. Los fusibles del navío resistieron unos segundos, luchando contra los elementos desatados. Las luces crepitaban. La luz se volvió intermitente, estroboscópica. Se acabó. El jefe de los fusibles se daba por vencido. La oscuridad absoluta. Y, para poner la guinda, otra sacudida.
Pensé. Solo quedaba una escalera que subir y un pasillo que cruzar. Me sabía el barco de memoria. ¿Y Martín? ¿Dónde estaba? Grité su nombre varias veces. Solo respondió el sonido del acero retorciéndose por el impacto del oleaje. ¿Martín o la salida? Sin la más mínima duda, escogí a mi amigo. Volví sobre mis pasos tanteando las paredes, agarrándome a las manijas de las puertas, subiendo la pendiente y resistiéndome en la bajada. El agua fluía de adelante hacia atrás entre mis piernas, al ritmo del oleaje. Volví a gritar su nombre. No hubo respuesta. Insistí agitando las manos a mi alrededor, como un ciego sin su bastón. Por fin llegué a la escalera y llamé a mi amigo. Nada.
Justo cuando me disponía a bajar, cuando menos lo esperaba, la reina de las sacudidas vino a tambalear el navío, proyectándome con violencia contra el muro y haciendo así brotar la sangre de una ceja. Me quedé de pie, aturdido por la fuerza del impacto. Mis manos sujetaban mi frente ensangrentada. Seguí desgañitándome en la oscuridad:
—¡Martín, Martín, Martín!
Sin respuesta. No veía nada a mi alrededor, solo la oscuridad invadiendo el espacio con su nada. Jeanne. Mathilde. Ayudadme, amores míos, os lo suplico.
—¡Responde, Martín, por favor, responde! —grité aterrorizado—. ¡Responde, joder!
Mi corazón palpitaba desbordado por las emociones. Las lágrimas de mi rostro pronto se unirían a sus primas oceánicas. El agua empezaba a entrar peligrosamente en el piso inferior. Bajar habría sido peligroso, sobre todo teniendo en cuenta que las sacudidas del navío me balanceaban contra la pared sin la más mínima clemencia. No podía hacer nada por mi amigo. El agua llegaba hasta la escalera y entraba en mi planta. Íbamos a naufragar. El casco del barco no había podido resistir las sacudidas del mar. Jamás volvería a ver a Mathilde ni a Jeanne, ni a mi madre, ni a mis amigos, ni a mi familia. Aproveché una inclinación favorable para atravesar el pasillo a toda velocidad, protegiéndome los ojos por si hubiera objetos contundentes flotando en el agua.
Otra sacudida, esta vez menos violenta. Me agarré a la escalera y subí con prisas al pasillo superior. Ya solo me quedaba un pasillo que atravesar. Sentí el viento silbar en mis oídos. Una puerta se abría y cerraba a lo lejos, filtrando la luz de forma intermitente. Distinguía formas y sombras.
—¡Ayuda! —grité.
—¿Hay alguien ahí? —respondió una voz apenas audible en la oscuridad.
—¡Sí! ¡Estoy aquí! ¿Dónde está?
Un rayo iluminó el pasillo y pude ver, por un instante, un hombre sentado en el suelo a unos metros de mí.
—¡Estoy aquí! —gritó—. Ayúdeme. Estoy herido.
Inclinado hacia delante, me acerqué a él. El desnivel vertical del barco ralentizaba mi progresión. Sentí sus piernas en la penumbra y abrí una puerta al azar para poder resguardarnos.
—Por aquí —grité levantando al hombre.
—¡Gracias! —replicó mientras se sentaba.
—¿Dónde está la tripulación? —pregunté.
—¡No lo sé! Cuando la pasarela cedió y el agua entró en el navío, todos corrieron a los botes salvavidas. ¡Ya deben de estar todos muertos!
—¿Y el capitán?
—Ni idea…
—¿Qué hacemos?
—Nada. ¿Qué quiere hacer?
—¡Salir de aquí! —respondí—. ¡El barco se hunde!
No respondió. Oímos en la lejanía retumbar un trueno. Una ráfaga de viento cerró la puerta de salida de un portazo. Pensé unos segundos. El hombre esperaba, impasible frente a mí, escrutando mi rostro como si intentara leer mis pensamientos.
—Quédese aquí. Ahora vuelvo —dije precipitándome al pasillo.
—¿Adónde va? ¡No me deje solo! —imploró como un niño al que van a abandonar.
Cerca de la salida, me estremeció el ruido metálico de la puerta que se abría y cerraba violentamente en función de la corriente de aire. Me acerqué a ella lentamente con miedo al horror que me esperaba fuera. Agarré la manija y contemplé el paisaje devastado por la tempestad. Una espesa espuma blanquecina se extendía hasta donde alcanzaba la vista sobre el océano agitado. Los chorros de espuma, barridos por las rachas de viento, se elevaban por encima de la borda formando remolinos. A unos cables del barco, un rayo cruzó el cielo, extendiendo sus brazos por la penumbra. Los movimientos del oleaje parecían irreales, exuberantes, como si la naturaleza nos mostrara toda su fuerza. Al navío, presa de la tormenta, le costaba remontar la gigantesca pendiente de agua que se erigía frente a él. El barullo ambiental tapaba el ruido de los motores. De hecho, me preguntaba si todavía estaban operativos. Cuando llegamos al apogeo de la pendiente, el nivel del suelo se estabilizó. El barco, inmóvil, recobró el aliento antes de caer en el vacío, con la proa por delante. La aceleración fue brutal y el nivel del suelo volvió a inclinarse hacia delante.
No había sitio al que ir; imposible salir de allí sin ahogarse. Estábamos atrapados. El cielo, cubierto de espesas nubes, aprisionaba la luz de esa luna que tanto buscaba con la mirada. Me había abandonado. Mi todopoderosa luna. Un chorro de agua salada entró por el resquicio de la puerta y me salpicó. No era bienvenido. Volví a cerrar la puerta precipitadamente y me caí al suelo, pegado al frío metal. Nuestra única esperanza dependía de la solidez del navío. Si nos hundíamos, no habría superviviente. Volví al camarote. El hombre giró la cabeza en mi dirección y me escrutó el rostro con los ojos bien abiertos, deseoso de conocer mi decisión.
—No hay nada que hacer —dije afligido—. Es imposible salir de aquí sin ahogarse.
No parecía decepcionado por mi respuesta. Si seguía vivo era precisamente por esa deducción. Me tumbé en la cama mojada e intenté cerrar los ojos, aislándome en un rincón de mi cabeza, al abrigo de los manzanos de mi infancia, cerca de Mathilde y Jeanne.