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17 de julio de 1965. Una sucesión de cifras y letras. Una fecha cualquiera. Para el común de los mortales, un día como otro cualquiera, anodino, sin más. Nada que señalar en la agenda de los poderosos, excepto, quizá, el descanso estival. Los días que pasan son como estrellas fugaces en el cielo. Por un instante, fascinados por la singularidad de su origen, nos detenemos a contemplarlas. Después, cuando se desvanecen y el espectáculo ya no es suficientemente entretenido, volvemos a nuestras ocupaciones, cansados de admirar sus estelas encantadas. Sin embargo, el 17 de julio de 1965 es una fecha importante para mí. Una de esas que alteran el curso de la historia, que nos sumergen en un tumulto interior del que apenas somos capaces de discernir la sombra naciente.

Tres semanas antes de esa fecha, habíamos atravesado el cabo de Buena Esperanza. Una espesa niebla disimulaba las costas sudafricanas bajo su velo blanquecino, ocultando esa tierra que solíamos observar cautivados. A lo lejos me pareció ver las puertas del océano Índico, inmensas, sublimes, majestuosamente erigidas ante el navío, encastradas en un muro imaginario con goznes invisibles a simple vista. A unos metros de ellas, un chirrido estridente vociferó su risa burlona de abuela maliciosa y yo hice una mueca de grima, como cuando el profesor arañaba la pizarra con la tiza. Las puertas se abrieron a nuestro paso, esgrimiendo con orgullo su escudo de armas, en el que Poseidón con su barba impetuosa, parecida a la de mi maestro y a la de mi capitán anterior, agitaba su tridente hacia el cielo, mostrando al mundo entero su supremacía. En la espesa bruma, el dios del mar esbozó una sonrisa traviesa para desearnos buena suerte o para advertirnos de un posible peligro. Cuando ya estábamos lejos, las puertas se volvieron a cerrar con el mismo estruendo y desaparecieron en la neblina.

Ahora navegábamos hacia nuestro destino final: la bella Saigón. A pesar de la lluvia que no dejaba de caer a nuestro alrededor, calando nuestros cuerpos hasta los huesos, la meteorología parecía clemente. Sobre el puente, los marineros resbalaban en el suelo húmedo y maldecían en voz alta mientras sujetaban sus extremidades doloridas por la caída.

La entrada a las aguas del océano Índico suponía un problema serio, lo que nos obligaba a adoptar un reguero de normas de seguridad y comportamientos en caso de urgencia. En este punto del globo, la sombra de los Cuarenta Rugientes planeaba sobre los navíos. Muchas historias alimentaban el mito de aquella zona, barrida por los vientos más potentes del planeta, los rompientes más destructivos, los naufragios de inmensos navíos volteados por la fuerza del oleaje. En estas aguas, los descuidos se pagaban caros. Todos los marineros conocían los riesgos. Aquí no había sitio para la dejadez, para lo aproximado. La reglamentación marítima se aplicaba al pie de la letra y el capitán lo comprobaba a ultranza.

A medida que las costas africanas iban desapareciendo en el horizonte, sentía cómo aumentaba la tensión entre nosotros, palpable, como la que sienten los padres de un niño que quita las ruedecillas de su bicicleta. En ese momento, se imponía una solidaridad fraternal entre los marineros. Cada vez que el capitán anunciaba que se acercaba una tempestad, todo el mundo empezaba a correr de un lado a otro comprobando la sobrequilla del barco, los motores, el cargamento, sin parar de revisar frenéticamente cada una de las reglas de seguridad. Aquel que el día anterior era presa de la dejadez, de repente se convertía en un maniaco.

Los directivos de la compañía, sentados cómodamente en sus sillones de cuero en la otra punta del planeta, llamaban sin descanso al capitán, bombardeándolo a preguntas sobre el estado de la carga, hostigándolo con instrucciones para que el barco llegara más deprisa. En todo ese flujo de palabras despectivas, ni una sola mención a la salud de la tripulación, como subrayaba el capitán con ironía. Los plazos comerciales eran más importantes que los seres humanos, hombres que evidentemente no les importaban demasiado. Para ellos solo éramos peones sobre el tablero del globo y, en su carrera frenética hacia el beneficio, debían organizarnos lo mejor posible a nosotros, simples medios para acceder a sus neurosis materialistas.

A pesar de todo, lo esencial estaba allí, esa coordinación de brazos musculados que trabajaban en la sombra como hormigas. A pesar de los riesgos corridos, amaba ese océano, esa extensión marina llena de misterios y peligros que obligaba a los individuos a apoyarse mutuamente, a ser solidarios como no lo habían sido jamás en otras circunstancias.

Por fin, cuando las costas asiáticas aparecían en la lejanía, la tensión se iba relajando poco a poco. Volvíamos a ser hombres y las asperezas individuales volvían a prevalecer sobre los arrebatos solidarios.

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Pero el 17 de julio de 1965, el capitán hizo sonar en su nave las sirenas que anunciaban una asamblea general en el puente. Navegábamos desde hacía tres semanas sobre las aguas agitadas del océano Índico y, aislados del mundo terrestre, estábamos deseando ver por fin las costas asiáticas. Algunos, frustrados por la travesía y su día a día privados de mujeres, planeaban abiertamente hacer una visita a unas prostitutas vietnamitas. De sus palabras se desprendía una vanidad cuyo origen yo desconocía, como si las pobres mujeres no fueran más que trofeos de caza que había que colgar en la pared. La sirena del barco me sacó bruscamente de una profunda ensoñación. Martín, con el que compartía camarote desde hacía diez años, dejó el libro que estaba leyendo, se levantó y observó el mar a través del ojo de buey.

—El mar está en calma —dijo con aire ausente.

—¿Y las nubes? —pregunté con la experiencia de un joven lobo de mar.

—No hay. Falta poco para que anochezca.

—Entonces todo va bien. Imagino que será una reunión de control…

—No sé yo —respondió Martín escéptico.

—¿Y eso? —pregunté intrigado.

—Tengo un presentimiento extraño.

—¿Ahora eres médium? —bromeé.

—Siento que se está cociendo algo. Vístete y subamos.

No respondí. Martín hablaba en un tono neutro, demasiado monocorde para él. El español, que por lo general no podía evitar gesticular en todas las direcciones cuando hablaba, permanecía serio junto al ojo de buey. Parecía preocupado. No quise profundizar más. Los dos nos vestimos y salimos a los pasillos del navío.

Reinaba el caos. Todo el mundo corría de izquierda a derecha. Se formaban atascos en las escaleras de acceso al piso superior. Interrogué al azar a algunos marineros pero no supieron decirme nada a ciencia cierta. Nadie sabía nada. Me pareció algo extraño. Subimos la escalera y nos apelotonamos todos en la siguiente. Repetimos tres veces la misma coreografía antes de emerger a la superficie. Fuera, el calor era espantoso. La impresión de haber entrado de repente en un horno me dejó sin respiración. A mi lado, Martín seguía pareciendo preocupado. ¿En qué estaría pensando? A nuestro alrededor, los marineros, que no comprendían nada, estaban agitados. De repente, oímos un grito procedente del otro lado del barco. Uno de los marineros corrió por el pasillo que llevaba al puente, rodeó la pasarela y volvió unos instantes después, blanco como la pared.

—¡Venid! —gritó.

Todos recorrimos el pasillo a la vez, preocupados por lo que podríamos descubrir al otro lado del barco. A unos metros, al rodear la pasarela, noté la presencia de un grupo de personas en la parte más amplia del puente, la que ofrecía una vista casi panorámica del navío. Toda la tripulación se había reunido allí, señalando con el dedo hacia el horizonte. Levanté la mirada al cielo. Lo que descubrí ese 17 de julio de 1965 dibujó en mi memoria el contorno de un lienzo que jamás se borrará.

En la débil luz del crepúsculo, pude distinguir un espectáculo de una naturaleza pasmosa, sin complejos. Arriba, en el cielo, brillaba un cuarto pálido de mi luna. Su luz blanquecina se reflejaba en el agua, decorando el mar con millares de pequeñas arrugas titilantes. Os aseguro que era grandiosa. Pero el centro de todas las atenciones no era la luna. Justo lo contrario. En el horizonte, se acumulaban inmensas nubes en el cielo, formando espirales de muerte que trepaban hacia las estrellas. Las gigantescas trompas parecían aspirar el océano entero, hurtando al mar su principal recurso, bombeando el agua que salía volando hacia el cielo. Lo que me pareció extraño fue esa sorprendente separación entre tinieblas y claridad, esa línea que se extendía por encima del horizonte, como si la naturaleza, en su infinita bondad, nos impusiera un límite que nosotros, los pequeños hombres que transgredían sin parar sus reglas, no debíamos cruzar. La advertencia parecía clara. Si cruzábamos el límite, seríamos aspirados por el caos y nos tendríamos que enfrentar a los elementos desatados, a nuestra cuenta y riesgo.

Largos relámpagos cargados de electricidad cruzaban el cielo y acariciaban el mar. El estruendo correspondiente nos llegaba unos segundos después, como el sonido de un tambor de piel, anunciando una muerte inminente. Qué extravagancia, qué belleza en el caos, qué decorado surrealista. En secreto había imaginado el navío en la tempestad, barrido por los vientos enfurecidos y la lluvia torrencial. ¿Acaso no me había hecho marinero para huir de las banalidades de lo cotidiano, para vivir experiencias intensas? No teníamos otra opción. Era demasiado tarde para dar la vuelta. El barco iba directo hacia la catástrofe o la gloria. Me estremecía de tan solo pensarlo. Pronto oímos más gritos.

—¡Vamos a morir! —exclamó un marinero.

—No, hombre, solo es una tormenta —afirmó otro.

—¡Dios mío, ten piedad de nosotros!

—¡Dejad de llorar, panda de gallinas!

—¡Vamos a atravesarla y esto va a moverse!

La humanidad en todo su esplendor se mostraba ante mí. Cuando aparece el peligro, los hombres se destapan, sin miedo al qué dirán.

El capitán se abrió camino entre la muchedumbre, superando a sus marineros, uno tras otro, injuriando a sus hombres sin parar. Cuando llegó a la primera fila, se detuvo unos segundos, también impresionado a pesar de su experiencia.

—Es un huracán —dijo sereno pero aterrorizado.

—¿Un huracán, capitán? —repitió una voz sorprendida por el anuncio.

—Sí. En la radio lo habían anunciado lejos de aquí hace ya unos días. Se han equivocado. Estos idiotas de la compañía. Los odio.

—¿Y qué hacemos, capitán? —pregunté.

—Rezar —respondió con la mirada fija en el mar.

Se giró hacia el grupo de marineros que observaban el horizonte.

—Caballeros, ha llegado ese momento que todos esperabais desde vuestra llegada a la marina —gritó señalando el cielo con el dedo—. Aquí tenéis un huracán. No es habitual tener que enfrentarse a uno porque, normalmente, las radios anticipan este tipo de cosas, pero como nuestra compañía está llena de imbéciles, ¡vamos a tener que atravesarlo! Sepan, señores, que es un honor que la naturaleza nos concede, así que ¡agradezcámoslo como es debido!

Se oyeron algunos gritos de alegría, rápidamente ahogados por el escepticismo de los marineros.

—Zafarrancho de combate —gritó aún más fuerte el capitán—. Quiero a todo el mundo en su puesto. ¡No quiero a nadie en el puente, bajo ningún concepto! En unas horas esto será la guerra, bloqueen todas las puertas de acceso al puente. ¡No comáis nada porque vais a echar la papilla y sería un desperdicio! ¡No os vayáis a la cama porque no vais a poder dormir! ¡No orinéis porque ya os lo haréis encima de forma natural! ¡Pensad en una sola cosa: llegar a Saigón! ¡La compañía correrá con todos los gastos en putas de la tripulación! Y una cosa más… Ha sido un honor navegar con ustedes, mis queridos marineros.

Las palabras del capitán no auguraban nada bueno. El sonido ronco de la tormenta inminente resonó bruscamente, haciendo saltar a la tripulación, que redobló sus esfuerzos para colocarse deprisa en sus puestos. Mi media luna seguía sonriendo en el cielo. Le guiñé un ojo antes de desaparecer en lo que sería, quizá, mi tumba, rezando para que me escuchara y nos salvara. Pensaba en Jeanne, esa niñita que tanto había descuidado desde su nacimiento, en Mathilde, esa esposa abandonada por mi sueño de la infancia, en María, de la que no tenía noticias, en Catherine Schäfer, esa niña que ya había dejado de serlo, en Jean, que se abría camino en el teatro de París, en mi madre, en mis hermanos. Esperaba volver a verlos. Con todo mi corazón.