20
Tres semanas después, ya estaba a punto de embarcar en el Volcán de Timanfaya rumbo a las islas Canarias.
Cuando presenté mi dimisión, a Pierre Gentôme no pareció sorprenderle. Se encogió de hombros y me deseó buena suerte. Sin embargo, antes de que me fuera, añadió que si cambiaba de opinión, las puertas siempre estarían abiertas para mí. En cuanto a Mathilde, al principio recibió la noticia con gran alegría. Mi mujer, que me conocía mejor que nadie, estaba muy contenta y orgullosa de que un capitán tan bien considerado en la marina quisiera contratarme en su barco. Después, cuando cayó en la cuenta de que debería pasar varios meses al año en el mar, tuvo una reacción más tibia, como si hasta entonces no hubiera pensado en esa particularidad del oficio de marino. Dado que un sueño solo es un sueño, no tenemos en cuenta sus exigencias.
No obstante, mi nueva condición me ofrecía algunas ventajas nada desdeñables. Por un mes en el mar, la compañía me ofrecía dos semanas libres durante las que podría ocuparme a tiempo completo de mi mujer. En el nivel más bajo, el salario también duplicaba al de estibador del puerto. Aprovechamos para comprar una casa cerca de la que vivíamos para no tener que cambiar demasiado nuestras costumbres de expatriados regionales. La vida del barrio nos gustaba y no queríamos modificar nuestros rituales. Antes de que me embarcara, organizamos una fiesta para celebrar mi enrolamiento. Todos los vecinos me felicitaron por ese puesto que muchos hombres codiciaban sin osar a dar el paso. Sin lugar a dudas, en el fondo de esta indecisión, subyacía la voluntad feroz de sus mujeres de mantener a sus maridos cerca.
Y entonces llegó el gran día de mi partida, de la gran inmersión en aquel universo masculino zarandeado por las corrientes marinas, el gran viaje. Aquella mañana de marzo, nos levantamos ansiosos, carcomidos por el miedo a no dormir juntos durante un mes, a no estar presentes el uno para el otro cuando nos necesitáramos. Si le pasara algo a Mathilde durante mi ausencia, jamás me lo perdonaría. Durante unos minutos eternos, tuve la tentación de renunciar, de acurrucarme junto a mi mujer, de hacerle el amor y dormirme a su lado, bien calentito bajo el edredón, donde estaríamos protegidos como dos niños en la cabaña del fondo del jardín. Después de todo, Mathilde era mi sueño más loco. Me había casado con ella por amor, con aquella niña que había hecho que latiera mi corazón con fuerza desde el primer instante en el que cruzamos nuestras miradas. Me senté al borde de la cama y apoyé la cabeza entre mis manos. ¿Qué debía hacer? ¿Renunciar? Podía distinguir la imagen del barco alejándose del puerto. Una larga columna de humo se elevaba al cielo cubierto de gaviotas que gritaban mi nombre: ¡Paul, Paul, Paul! Yo me quedaba en el puerto, con la cabeza gacha y los ojos anegados en llanto. No era más que un blandengue, como decía mi padre; sí, él tenía razón. Detrás de la barandilla del barco, la silueta del capitán se elevaba en la bruma, riéndose a carcajadas por mi indecisión. Junto a él, mi padre lo sujetaba del brazo y lo arrastraba a una danza mística al ritmo del canto de las gaviotas: ¡Blandengue, blandengue, blandengue! Al instante, se le unieron una cohorte de marineros con exuberantes tatuajes bailando juntos sobre el puente cogidos por el brazo, en una especie de cancán francés diabólico. Yo, harto de no poder asumir mis elecciones y de dudar, me derrumbaba en el muelle. El barco desaparecía en la bruma y ya no se escuchaba nada más.
Intentaba determinar hasta qué punto los sueños de la infancia son difíciles de conseguir y lo duro que es mantenerse centrado en un objetivo. La vida nos propone sin cesar nuevas vías más fáciles, menos restrictivas, en las que entramos con una facilidad desconcertante, como un rebaño de vacas camino del matadero. Yo, deseoso de llegar hasta el final, de satisfacer a aquel niño del puerto tan contento con su gorra, de arrancar del rostro de mi padre aquella sonrisa burlona y cínica, también quería que las dos mujeres de mi vida, Mathilde y mi madre, estuvieran orgullosas de mí.
Me levanté de la cama y me vestí, poseído por una fuerza invisible, mitad angustia, mitad exaltación. Mathilde se despertó, inquieta. Me planté frente a ella y le repetí que la amaba, que era la mujer de mi vida desde siempre. El niño que había dentro de mí no podía esperar y también reclamaba su parte del pastel. Quería vivir, amar, evadirse, partir, experimentar, abrir los brazos al destino, viajar, descubrir, imaginar, conocer, maravillarse, jugar, extasiarse, sentir, saborear, tocar, oír, amar, abrazar la vida a manos llenas… Sí, tenía que irme. Mathilde me observaba, atónita, con los ojos bien abiertos, como si ante ella tuviera el velo blanco de un fantasma que había vuelto para atormentarla. La abracé para tranquilizarla. La emoción extrema me hacía perder un poco la cabeza. Sentí que nacía en mí esa dulce locura que se apodera de los hombres cuando son felices, esa euforia pasajera que hace que nuestro corazón palpite y que mueve montañas.
Con gran pesar, Mathilde me acompañó al barco, apagada al ver a su hombre dejar el hogar y poner rumbo a sus sueños de la infancia. Le prometí que le escribiría cartas que enviaría en cuanto el barco tocara puerto. Me sonrió tímidamente secándose una lágrima con la manga. Mi amada. Mi Mathilde. Mi mitad.
En el puerto, una multitud de hombres y mujeres se arremolinaban cerca de la pasarela de acceso al barco que dominaba todo el paisaje. Sus motores rugían en la rada. En su popa, se formaban gigantescas burbujas que emergían como un géiser procedente de las entrañas de la tierra. En el muelle, los hombres, acostumbrados a ese ritual redundante, consolaban a sus mujeres llorosas, cansadas de que las abandonaran una vez más. Habían sido relegadas al segundo plano de una existencia en la que el océano dictaba las reglas. Allí, en la intimidad de aquel puerto coqueto, las parejas se hacían y deshacían al ritmo del comercio marítimo y de los enormes beneficios acumulados por los dirigentes que, bien calentitos en sus casas burguesas, jamás tenían que sufrir semejante frustración. Las desigualdades no solo son materiales, sino también emocionales. Unos acaparaban la alegría y la felicidad en detrimento de los otros que, de baja cuna, se contentaban con la tristeza y la frustración.
Envolví a mi mujer con mis brazos, tiernamente, mientras la besaba en la frente y las mejillas. Le reiteré mi amor. Nada ni nadie acabaría con él. Ni el océano ni la distancia pondrían fin a esa fe que tenía en nuestro matrimonio. La besé en la boca, recordando mi petición de matrimonio en aquella pequeña cala bretona del puerto de Logéo. El silbato del capitán resonó de repente y así se interrumpieron mis pensamientos tiernos y voluptuosos. Dejé a Mathilde envuelta en lágrimas, recogí mi petate y me dirigí a la pasarela. Un río de lágrimas se vertía en el muelle. Las mujeres agitaban sus pañuelos empapados por encima de sus cabezas saludando a sus maridos, embarcados en aquel navío como niños pequeños que iban al colegio. Aquella era la gran partida, esa que contemplara hacía veinte años con ojos maravillados, sin darme cuenta de que, por las venas de los marineros, fluía un río de tristeza. Saludé a Mathilde mientras gritaba «Te quiero» llevado por la pasión. Ella agitaba los brazos frenéticamente, como si jamás hubiera sido tímida ni un solo instante, tirando por la borda todas aquellas buenas maneras que le habían transmitido sus padres, los usos y costumbres exigentes en los que ella se encerraba, esos usos y costumbres en los que, de hecho, nos encerramos todos. Por un momento, volvió a ser la niñita que había dejado de ser el día en que la desgracia se cebó con su familia y se llevó a su madre para siempre. Unos instantes después solo quedaba de ella un pequeño punto negro en el horizonte que se fue difuminando poco a poco hasta desaparecer. Ya no veía nada.
La cuenta atrás empezaba. Un mes sin ella. La sirena del barco sonó ruidosa sobre el puente. El capitán había tenido la deferencia de esperar pacientemente sin intervenir a que saludáramos a nuestras esposas llorosas, él, el hombre que engañaba a su mujer sin hacerse preguntas, pero en aquel momento volvía a ser el patrón a bordo de su navío, el viejo lobo de mar experimentado con la misión de unir dos ciudades situadas a miles de kilómetros de distancia. Ahora había que activarse para no pensar más; organizar el barco para estar preparados cuando el oleaje oceánico empezara a golpear el casco de nuestro navío decidido a volcarlo como fuera. Se puso a gritar órdenes de izquierda a derecha, recordando a los marineros sus obligaciones.
—¡Dhenu y Bonnarme, a la cocina!
—¡Sí, mi capitán!
—¡Bouquet, a los motores!
—¡De acuerdo, mi capitán!
—¡Ducos, la pasarela!
—¡Sí, mi capitán!
Después, me miró, pensó un instante y me ordenó que lo siguiera. Nos metimos en un pasillo estrecho, giramos a la derecha y después a la izquierda y después otra vez a la izquierda y a la derecha. Tuve la impresión de encontrarme en el corazón de la mitología griega, en un laberinto infinito de recodos, trampas y pasillos. Como Teseo persiguiendo el Minotauro, yo seguía al amo del lugar a través de los caminos estrechos del gigante de acero. El capitán se detuvo frente a una puerta, la abrió y me hizo señas para que dejara allí mi petate. Mi camarote. Dos camas superpuestas a cada lado de la habitación junto a cuatro minúsculos armarios. En cuanto solté el petate deprisa y corriendo, el capitán volvió a cerrar la puerta y me dio una llave.
Volvimos al laberinto, girando unas veces a la izquierda y otras a la derecha. Pronto me sentí atrapado por esos pasillos que hacían gala del mismo color verde oscuro. El capitán se paró delante de una puerta y sacó una fregona española y un cubo. Me encargó que fregara el puente. Me vino a la memoria el vago recuerdo del cuartel de Torcy, las incontables horas que había pasado frotando el suelo, limpiando los repugnantes baños, los cristales, los cubiertos y los platos.
—Todos empezamos así —dijo el capitán al comprender el escaso interés que me despertaban las tareas del hogar. Sonrió con ironía y desapareció en el laberinto de pasillos sin esperarme.
Recogí mis trastos de señora de la limpieza y me dirigí al puente, intentando hacer el mismo recorrido pero a la inversa. Me equivoqué de pasillo varias veces, por lo que tuve que volver sobre mis pasos, tanteando las paredes cuando la luz se apagaba sin que pudiera encontrar el interruptor. Estaba completamente perdido. Pregunté a algunos marineros que pasaban a toda velocidad, con prisas por las exigencias del trabajo, en ese estado de alerta permanente que hay que adoptar constantemente en el mar para sobrevivir. Se reían a carcajadas y me tranquilizaban. Aquello debía de ser una especie de rito iniciático del capitán. Él siempre decía, entre dos anécdotas incendiarias sobre sus aventuras tanto marinas como eróticas, que hay que perderse para encontrarse. Según él, aquella prueba era tan válida tanto para el barco como para la vida. Y, después de esa explicación, rompía a reír, orgulloso de dar lecciones de filosofía a los marineros que comandaba. Y no se equivocaba. La vida es un inmenso transatlántico en el que todos estamos encerrados. Abrimos y cerramos puertas en función de nuestro humor. Algunos tocan fondo antes de ver la luz. Otros, cansados de contemplarla e insatisfechos por no poder ver nada más, se tiran por la borda porque, aun a riesgo de ahogarse, prefieren explorar el fondo marino. Otros, por último, yerran toda su vida por las entrañas del barco, esforzándose en vano por encontrar la salida, tropezando por los pasillos en función de las ondulaciones de las olas que hacían zozobrar el navío. No hay verdad en el recorrido. Y allí estaba yo, también perdido. Tras varios intentos infructuosos, por fin conseguí ver la luz del día a la que mis ojos ya no estaban acostumbrados. Cuando los marineros me vieron, todos aplaudieron al unísono. El capitán vino a estrecharme la mano con entusiasmo. Me explicó que todo aquello no había sido más que un ritual de bienvenida, una forma de estrechar lazos entre aquellos hombres que, privados de mujeres durante largos meses, habían dejado de serlo.
La semana pasó muy deprisa. Fregué incansablemente la pasarela del barco, frotando fuerte para quitar la sal marina que las ráfagas de viento depositaban en el suelo. En efecto, como pude constatar día tras día, aquello no era una tarea nada fácil, pero me aferraba a mi sueño como una leona se aferra a sus crías. Por la noche, cuando todo el mundo dormía y el mar me concedía la posibilidad de salir al aire libre, me tumbaba sobre el puente y contemplaba el cielo y su manto de estrellas infinito. Allí, tendido en el suelo como lo había hecho tantos años en el jardín de mi infancia, era feliz. La luna se mostraba en el cielo, iluminando el océano con su reflejo dorado, cambiando de aspecto en función de su posición, pasando de una sonrisa creciente, a un cuarto tranquilo o llena y melancólica, pero siempre con la misma intensidad en la mirada, la misma fogosidad, la misma exuberancia sempiterna. En esta locura celeste de la que era testigo privilegiado, en los cráteres de los meteoritos tallados en la roca hace millones de años solo para mí, rezaba en secreto para que nada se marchitara, ni mi amor por Mathilde, ni por mi madre, ni por toda mi familia. Rezaba para que la vida no fuera más que un océano de ternura, un lago tranquilo por el que mi barca navegara libremente. Cuando la distensión del alma llegaba a su paroxismo, la luna, sobre el puente a modo de planetario, se mostraba, espléndida. La veía. Sí, la veía. La sonrisa del claro de luna…