21
Para Denise, los dos días siguientes pasaron con rara rapidez. Jessaint había telefoneado para anunciar que se quedaba una semana más en Étampes. Después de comer, Jaja pasaba a recogerla y en el pequeño descapotable volaban hacia Versalles o Saint-Germain por carreteras resplandecientes de sol. Una tarde pararon para merendar en Ville d’Avray, a la orilla del redondo estanque, que el crepúsculo cubría de destellos rosados; otra, en las verdes terrazas de Saint-Germain. Denise se daba cuenta de que la mirada de su primo se dulcificaba y adivinaba las palabras tiernas que sus finos y mordaces labios callaban, lo que más que divertirla animaba un poco aquellos momentos de su vida. Sin embargo, el recuerdo de Yves no la abandonaba ni un solo instante, aunque parecía dormir en el fondo de su ser, brumoso y difuminado, como un retrato velado, lo que para ella suponía una especie de descanso después; de un tremendo esfuerzo. Luego, cuando el cielo se oscurecía, emprendían el regreso lentamente, con el corazón embargado por esa felicidad sin motivo de los hermosos atardeceres estivales, que se parece a una pena suave. Volvían a casa. Y tras la solitaria cena, durante la que Denise procuraba ahuyentar el recuerdo de su marido, se apresuraba a reunirse con Yves. Apenas hablaban. Estaba convirtiéndose realmente en la mujer dócil y silenciosa que él deseaba. Yves acomodaba la frente en el cálido hueco de su hombro desnudo y se adormecía en aquella deliciosa oscuridad. Ahora Denise ya sabía acariciarle el pelo sin decir nada.
La noche del tercer día, como Yves no le había telefoneado a la hora habitual, Denise llamó a su primo. Jean-Paul acudió de inmediato. Denise se dio cuenta de que él esperaba una señal suya, tal vez desde hacía días, y su corazón se colmó de una alegría peculiar, un poco cruel, como la de una oscura venganza. Hacía buena noche y calor. Por la ventana abierta llegaban las tranquilas voces de las porteras, que, sentadas en los umbrales, charlaban de una casa a otra, como en provincias. La brisa traía la fragancia dulzona de un arbusto florecido en un jardín cercano.
—¿Quieres que vayamos al Bois, a respirar un poco de aire fresco? —le propuso a su primo.
Ese día había hecho un calor agobiante. Ella se lo había pasado tumbada en la cama, con los postigos cerrados, y sólo se había quitado el pijama para cenar. Aún tenía las mejillas enrojecidas y calientes, como los niños que se acaban de despertar, y al acercarse a ella, a través de la abertura del ligero vestido, Jean-Paul percibió un aroma muy suave, parecido al fresco olor de las plantas jóvenes.
—Quiero —respondió un poco ronco.
Minutos después, se unían a las filas de coches que se dirigían al Bois. Cubrían la avenida como una masa compacta que olía a gasolina, aceite y polvo. Pero en cuanto dejaron atrás las verjas de la Porte Dauphine, una brisa fresca, que en comparación era de una pureza deliciosa, acarició sus rostros. La noche era oscura y suave. De vez en cuando, pasaban ante algún restaurante medio oculto por la vegetación, del que salía música y luz; a continuación, las grandes manchas negras de los macizos volvían a recortarse contra el cielo, más claro. Y daba gusto oler la hierba húmeda, los árboles y el dulce aroma de las flores, que llegaba de no se sabía dónde. Sin embargo, a medida que avanzaba la noche, una especie de neblina ascendía del césped, incluso de los senderos. Era opaca y blanca como la leche. Cerca del hipódromo, se detuvieron extasiados. A su alrededor y por todas partes se elevaban unas nubecillas que parecían volutas de humo o copos diminutos. Las copas de los árboles emergían como de un mar de leche.
—¡Oh! ¡Parece gasa!… —exclamó Denise, extendiendo las manos como una niña pequeña.
—O el velo de un hada, ¿verdad? —murmuró su primo—. ¿Verdad? —repitió en voz baja, y se inclinó hacia ella.
Denise vio brillar sus ojos y sus dientes.
—No —dijo con voz débil.
Sabía lo que iba a pasar. Pero no quería defenderse… Un beso, esa noche, ¿era algo más que un cigarrillo, que una fruta, que un sorbo de agua fresca, que engaña la sed pero no la quita? Como un eco, volvió a oír unas palabras de su madre que se le habían quedado grabadas y habían hecho sordamente su peligroso camino: «Se buscó un amigo. No un amante, un amigo. Pero poco a poco fue cogiéndole gusto».
—No —repitió antes de que él hubiera intentado nada.
Llegó el beso.
—¡Ah! —murmuró, y apartó la cabeza varias veces.
Pero los jóvenes y ávidos labios la encontraron.
—Te amo. Si supieras cuánto… —susurró irreflexivamente y con voz ahogada Jean-Paul. Y luego—: ¿Y tú?
—No —dijo Denise.
Hubo un breve silencio.
—No importa.
Denise oía sin comprender. La boca de Jean-Paul había atrapado la suya y la saboreaba suave y lentamente, con precaución, como si fuera una fruta de sabor desconocido.
Entretanto, a su alrededor habían ido deteniéndose otros coches y sin duda en más de uno, con la excusa de contemplar la niebla, otras parejas se besaban también al amparo de la oscuridad. Un gracioso tuvo la ocurrencia de dirigir sus faros hacia los demás vehículos, en los que se adivinaban vagamente dos formas indistintas, tan juntas que se confundían. Perforando la bruma, los potentes focos alcanzaron de lleno a Denise y Jean-Paul. Por un instante, sus rostros unidos aparecieron totalmente blancos, como iluminados por unas crudas candilejas. Sorprendida, Denise dio un respingo y el sombrero le cayó sobre las rodillas. Se estremeció de pies a cabeza: creía haber oído una exclamación ahogada casi al lado. Pero los haces luminosos ya se habían apartado para escudriñar con indiscreción la negrura de otros coches, de los que se elevaban gritos indignados de mujer. Denise escrutó la oscuridad alrededor; no vio nada. A su lado, un taxi arrancó de repente y desapareció. Su partida provocó la desbandada de los demás vehículos, que se dispersaron en todas direcciones.
«Lo he imaginado», pensó Denise.
Todo había ocurrido tan deprisa que su confusa impresión se borró casi al instante. Volvieron a recorrer el Bois; en un solitario y fresco sendero, Jaja la besó de nuevo. Pero cuando separó los labios de los suyos para besarle la mejilla donde solía besarla Yves, Denise se apartó instintivamente con un movimiento brusco.
—No, ahí no…
Jean-Paul la miró sorprendido.
—Volvamos —pidió ella con sequedad.
Comprendiendo que los instantes de abandono habían pasado, Jean-Paul obedeció.
Cuando llegó a casa, Denise llamó a Marie.
—¿No ha telefoneado nadie?
—Sí, señora —respondió la doncella—. El señor Harteloup.
—¿Hace mucho?
—¡Uy, sí! Nada más irse la señora…
—¿No ha dejado recado?
—No, señora. Ha dicho que llamaría mañana.
—Está bien. Gracias, Marie.
Efectivamente, esa noche, Yves había llamado poco después de cenar. La respuesta de la doncella («La señora acaba de salir») lo había sorprendido, casi irritado. En los once meses que llevaban viéndose, jamás había ocurrido eso. Denise siempre estaba localizable, disponible, esperando su llamada, sus órdenes. Aquella contrariedad le había provocado una exasperación vergonzosa de la que no conseguía librarse. Empezó a dar vueltas por el piso, esperando que de alguna manera se tratara de un malentendido y Denise lo llamara. Pero no. Era cierto. No estaba.
«¿Dónde demonios se habrá metido? Porque su marido aún no ha vuelto… Entonces ¿adónde ha ido? —Luego recapacitó y se esforzó por sonreír—. ¡Menudo eres! Pobre Denise… ¡Puede hacer lo que quiera, faltaría más! Si ella se pusiera así cada vez que salgo sin decírselo, sería un agobio…».
Sin embargo, no lograba calmarse por mucho que se lo repitiera, o, mejor dicho, por mucho que, como de costumbre, se lo repitiera a Pierrot, que vigilaba a las moscas de la lámpara sentado sobre los cuartos traseros. Se acordó de Hendaya, del día que Denise se había marchado por la mañana y él se había vuelto loco buscándola por la playa y en el casino. Y al anochecer ella lo había encontrado llorando cerca del Bidasoa… No sabía por qué, pero ese recuerdo le dolía. Arrojó con rabia el cigarrillo, que fue a chocar contra el mármol de la chimenea y cayó al suelo en medio de una lluvia de chispas.
—Me voy, Pierrot.
El animal meneó la cola. A modo de despedida, Yves le tiró de las orejas con suavidad y se marchó.
Una vez en la calle, caminó un poco, pero enseguida paró un taxi y pidió que lo llevara al Bois. Pensó en ir al Pabellón Real para tomar algo fresco, pero la noche, envuelta en una bruma blanquecina, era tan hermosa que le indicó al taxista que continuara hasta Longchamp. Y una vez allí, el taxi se detuvo entre varios coches aparcados en la oscuridad, el más cercano un pequeño descapotable donde se adivinaban dos siluetas abrazadas. Yves llevaba unos instantes contemplándolas, cuando de pronto se encendió la cruda luz de unos faros. Lanzó una exclamación ahogada: el rostro de Denise surgió de la negrura a unos metros de él. Estaba recostada en el asiento. Un joven la abrazaba y ella se dejaba besar sonriendo.
Un instante después, la vio apartarse del desconocido. Vio su cabeza descubierta, sus rizos agitados por la brisa nocturna y, en la pálida y fantasmagórica claridad, su delicado rostro de estatua, su boca seria y su hermosa y franca mirada, que tanto le gustaba y que ahora parecía mirarlo sin reconocerlo en la oscuridad.
Y luego, como una visión, todo desapareció.
El taxi lo llevaba ya hacia el lago, pero él seguía estupefacto, aferrado a la portezuela con ambas manos. Un brusco bandazo al tomar una curva lo devolvió a la realidad.
—¡Pare! —gritó.
Bajó, pagó y se adentró en el bosque en dirección a Longchamp. No tenía las ideas claras; simplemente iba a donde había visto a Denise, como si esperara encontrársela allí de nuevo. Al cabo de unos minutos, se detuvo.
—Qué loco estoy —se dijo en voz alta—. Se habrá ido hace rato. —Pero siguió caminando sin rumbo, chocando contra los árboles, que no veía.
No tenía la menor duda. No quería tenerla. Nunca huía de la desgracia; se lanzaba a ella de cabeza, como hacia un abismo que asusta y atrae. Al hombre no lo conocía. Sólo había visto un rostro joven, el pelo liso peinado hacia atrás. Además, él le daba igual. Así pues, ¿ella le mentía, lo engañaba? ¿Denise? Estaba anonadado. Ahora se daba cuenta de lo extraordinaria, lo insólita, lo increíble que era la ciega confianza que había depositado en ella. ¿Por qué? Después de todo, era una mujer, mentirosa y débil como todas. Pero ¿acaso había sido para él «como todas»? ¿Había sido una aventura fugaz, el recuerdo de un hermoso día de verano, como tantas otras? ¿No la había tratado siempre igual que si fuera su mujer, o casi? En Hendaya, la había respetado mucho tiempo, como a una muchacha. Y después nunca la había insultado recelando, ni lo más mínimo, de una sola de sus frases, del menor de sus actos. Aquella hermosa y franca mirada suya… Pero eso era lo de menos… Quizá habría podido llegar a dudar de su honestidad, pero jamás de su amor por él. En su amor ni siquiera pensaba. ¿Acaso se piensa en lo que se tiene, en lo que uno está seguro de poseer siempre? Era una certeza firmemente arraigada en su corazón, una especie de verdad fundamental que no requiere demostración. Yves sabía que jamás le faltaría su ternura, igual que sabía que la Tierra gira, que el sol alumbra y que a la noche siempre le sucede el día. Como un niño enfermo que golpea a quien lo cuida, podía tratarla mal y apartarla de su lado, porque estaba en su derecho, porque era suya. Pero no le cabía duda: mientras él quisiera, seguiría a su lado. Aquel amor había iluminado su vida como una lámpara, con una luz suave y acariciante, un poco velada. Ahora se había apagado… ¿Perdonar? Ni siquiera se lo planteó. ¿Para qué? Lo que había amado en ella era la seguridad que le daba. Sus hermosos ojos, sus labios, su menudo cuerpo. Otras los tenían igual de hermosos, pero en ninguna pondría jamás la fe que había puesto en ella. Así que no merecía la pena intentarlo… Denise había muerto. Se detuvo. Tras la caminata sin rumbo había acabado de nuevo en las proximidades del lago. Se acercó y fijó los ojos en el agua con expresión dura. Se movía y relucía débilmente. Su agitación le provocó un ligero mareo, una especie de náusea. Se alejó. Otra vez estaba fuera del Bois. Echó a andar por la avenida desierta; luego tomó una calle estrecha. De pronto se sintió cansado. Vio luz en una bodega. Entró, se desplomó en un banco y pidió vino. Le llevaron una botella. Se bebió un vaso de un trago y volvió a llenarlo. Pensó confusamente en emborracharse, pero el vino peleón le revolvía el estómago. Apartó el vaso, se acodó en la mesa y apoyó la barbilla en las manos. Unos trabajadores bebían en la barra y charlaban. Yves prestó atención, pero no consiguió entender lo que decían. Sin embargo, el sonido de las voces lo tranquilizaba. Una palabra lo sobresaltó: «Mañana».
—¡Oh, sí, mañana! —murmuró.
Y de pronto, como un muro que se derrumba, todos sus problemas le cayeron encima. Mañana… Seguía sin noticias de Vendômois. Sin dinero. A tres días del vencimiento. La odiada oficina. Mañana… el calor atroz… y nada más. Ni una luz. La oscuridad, la nada… Con una especie de enrabietada tozudez, descartó todas las hipotéticas soluciones barajadas en caso de que Vendômois no acudiera en su ayuda.
—Vamos a cerrar, señor —le comunicó el bodeguero.
Yves se levantó pesadamente, pagó y salió. Siguió caminando sin rumbo largo rato. La noche entera. En cierto momento alzó la cabeza y vio su casa. No comprendía cómo había llegado allí. Subió. En el vestíbulo tropezó con un objeto. Se inclinó. Era una maleta. Jeanne salió de la antecocina, medio dormida.
—Señor, hay un caballero que le espera.
Yves abrió la puerta. Vendômois.
—Mi viejo amigo… —oyó como en un sueño—. Perdona que haya tardado en venir. Tenía que dejar las cosas más o menos en orden, ¿comprendes? Pero en cuanto pude, me precipité al tren. Es más fácil entenderse así que por carta, ¿no crees? Además, tenía asuntos que resolver aquí este mes. ¿Que por qué no te mandé un telegrama? Pues porque en ese pueblo en medio de la nada no hay telégrafo. Y una carta habría llegado al mismo tiempo que yo… Pero ¿qué ocurre? Pareces un resucitado… ¡No te preocupes, hombre, todo se arreglará! —exclamó Vendômois, pues Yves se pasaba la temblorosa mano por la frente y solamente sabía decir «Gracias, gracias…» en un tono inexpresivo que a él mismo lo sorprendía—. ¿No van bien las cosas, amigo mío?
—Me temo que no, compañero.
—¿Sólo es cuestión de dinero?
—No sólo.
—Ya —murmuró Vendômois, asintiendo.
Yves sonrió agradecido. Eso era lo que necesitaba, ese pudor masculino que se ahorra incluso la lástima. Miró a su amigo.
—Jean… —dijo bruscamente.
—¿Sí?
—¿Cuándo vuelves a irte?
—Pasado mañana a las dos.
—¿Puedes esperar cuarenta y ocho horas?
—Puedo. —Vendômois había levantado la cabeza y lo miraba atentamente.
—Llévame contigo, Jean —le pidió Yves, mirándolo atentamente con una triste mueca de niño a punto de echarse a llorar.
—Por supuesto —respondió Vendômois encogiéndose de hombros.