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A Denise le daba un poco de reparo ir a casa de Yves: temía que viviera en un apartamento cualquiera, donde se sentiría incómoda. Pero se llevó una agradable sorpresa al entrar en la vivienda que él había conseguido conservar desde 1912. Se adivinaba que cada objeto había sido elegido con amor, con sus cómodos muebles, comprados en Inglaterra antes de la guerra, y su gran chimenea, en la que ardía un buen fuego. En el dormitorio había colocado una pequeña mesa, con un precioso cuenco de cristal de Bohemia lleno de fruta y vino en una vieja licorera de plata. Iluminaban la estancia dos lámparas con tulipas rosa montadas sobre sendos candelabros antiguos de plata sobredorada minuciosamente trabajados.

Yves parecía en su ambiente entre aquellos objetos elegantes y caros. Denise se maravillaba de los bruscos cambios de su rostro. Un día parecía viejo, mustio, casi feo, y al siguiente, joven y guapo.

Le presentó a Pierrot, un lulú blanco con el cuello adornado de cintas rosa, que parecía un corderillo lleno de rizos. Luego le enseñó sus bibelots preferidos, una colección de frasquitos de perfume, y se empeñó en que aceptara uno: era de la época de Isabel de Inglaterra y llevaba las armas de la soberana grabadas en plata ennegrecida en el cristal azul oscuro, que relucía como una piedra preciosa.

—Acéptalo, por favor —le suplicó al verla dudar—. Si supieras cuánto disfruto haciendo regalos… Puedo permitírmelo muy pocas veces. Te lo ruego…

A continuación, le mostró los retratos de sus progenitores. Le habló de su padre y le contó algunos de sus amoríos, entre otros, el que había mantenido con una artista rusa por la que había abandonado a su mujer y su hijo. Durante un año, había vivido con ella cerca de Niza, en la villa Sniegurotska, donde, como la rusa era muy rubia y le encantaba el blanco, todas las habitaciones estaban pintadas de ese color y adornadas con mármol, alabastro y cristal, y en el jardín sólo había flores blancas, nardos, camelias y níveas rosas, además de pavos reales del mismo tono y unos cisnes maravillosos que se deslizaban por los tres estanques. La rusa había muerto allí. Después, Harteloup había vuelto con su mujer.

—Mi madre lo perdonó, como tantas otras veces —explicó—. Siempre lo perdonaba: sus traiciones parecían obras de arte… No podías tenérselas en cuenta. Además, era irresistible. Tenía el atractivo de las personas demasiado amadas. Es verdad que, cuando se enamoraba, se entregaba por completo y cada vez para toda la vida. Nosotros ya no sabemos amar así…

Estaba sentado ante la chimenea, a los pies de Denise, con la espalda apoyada en sus piernas y los ojos fijos en el fuego.

—¿Por qué? —preguntó ella.

—¿Por qué? —Yves esbozó un gesto vago—. No lo sé… Para empezar, hoy la vida es muy dura. Las fuerzas que antes se derrochaban en la pasión y el amor, ahora hay que reservarlas para resolver mil problemas cotidianos embrutecedores, insoportables… Para amar como ellos, se requiere tiempo libre, dinero… Qué suerte tenían. Su vida era tranquila, segura, holgada y alegre. Necesitaban emociones; nosotros, en cambio, sólo necesitamos descanso. Y, en el fondo, puede que el amor requiera palacios de mármol, pavos reales blancos y cisnes más de lo que se cree.

Denise se inclinó y posó las manos en sus hombros.

—¿Me amas, Yves? —le preguntó.

Pero su voz no parecía la de una enamorada que murmura «¿me amas?» casi como una afirmación, íntimamente segura de la respuesta; por el contrario, estaba teñida de ansiedad y sufrimiento. Aun así, confiaba. Yves no respondió enseguida.

—¿De qué sirven las palabras, Denise? Las palabras no significan nada —dijo al fin.

—De todas formas, dímelo, por favor. Quiero saberlo.

Él suspiró.

—Lo que me pregunto, precisamente, es si puedo amar, amar como me gustaría —murmuró—. Sin embargo, Denise, siento que eres muy, muy importante para mí. Mi deseo por ti está lleno de ternura.

—Pero el amor es eso… —balbució ella con un nudo en la garganta y mirándolo con ojos suplicantes.

—Si consideras que eso es amor, entonces te amo, Denise —se limitó a decir él.

Por primera vez, ella sintió que entre ambos se erigía una especie de barrera, como una frontera mal definida pero infranqueable. Sin embargo, no dijo nada; prefirió pasarlo por alto, cerrar los ojos, no ver, no estar segura, para no perderlo, sobre todo no perderlo. Y, disimuladamente, mientras él la besaba, se enjugó las dos lágrimas que habían rebosado de su corazón, demasiado oprimido.