17

En el Perroquet, sentados en uno de los divanes de terciopelo rojo, estaban los Jessaint, Yves, la señora Franchevielle y unos amigos ingleses de los Jessaint, el señor y la señora Clarkes; él, nervioso, delgado y pelirrojo, y ella, desgarbada e insulsa, con fuertes y colorados brazos de jugadora de tenis, cabello fino de un rubio muy claro, un poco gris, movimientos bruscos y toscos y aguda voz de pájaro.

Llegados de Londres el día anterior y de paso en París, contemplaban el Perroquet con el ingenuo embeleso de los extranjeros, que mezclan en su confusa admiración el Louvre (el museo y los grandes almacenes), Notre-Dame y el Pigall’s de Montmartre.

Esa noche, el Perroquet estaba a rebosar. Además, el espectáculo merecía la pena: la sala, alta, espaciosa y bien ventilada, era más grande que la mayoría de las de su género, y las mujeres deambulaban entre sus paredes —decoradas con imágenes de papagayos de todos los colores desplegando su plumaje— con relativa comodidad; aún era pronto. Todas parecían encantadoras, pero de lejos, algunas incluso de muy lejos. De cerca asombraba que, salvo contadas excepciones, fueran tan feas, estuvieran tan estropeadas bajo el maquillaje y tuvieran la espalda tan rolliza y los brazos tan enrojecidos, pese a la generosa capa de polvos que los cubría. Con una especie de cruel satisfacción, Yves las observaba bailar con los pies martirizados por los estrechos zapatos, el vestido a media pantorrilla y el pelo a lo garçon; de vez en cuando volvían confiadamente hacia él sus mentirosos rostros de mujeres viejas. En la mesa de al lado, una estadounidense de edad indefinida, con los puntiagudos hombros de esqueleto adornados con perlas que desaparecían entre los pliegues de la papada, hacía melindres mientras mecía en brazos a una muñeca vestida de Pierrot; bajo el maquillaje y el colorete, las bolsas de sus ojos destacaban grotescamente. Otro adefesio, que con su enorme cabeza y su cuerpo de enana recordaba un tanto a un sapo envuelto en los pliegues de un precioso vestido, devoraba con los ojos a un pobre muchacho estupefacto, asustado y resignado, al que rodeaba con unos brazos como tentáculos con escalofriante ternura de ogresa… Aun sin conocerlas, Yves las odiaba a todas.

Por lo demás, esa noche todo le molestaba, lo aburría, lo irritaba: la música estridente de las bandas de jazz, la risa epiléptica de los negros, los grititos y mohines de las abuelas con vestido corto, todas aquellas puerilidades estúpidas, aquella alegría forzada, todo, incluida Denise, despreocupada, risueña, elegante, reluciendo tenuemente con sus zapatos plateados y su vestido blanco. Reía y se divertía mientras él seguía allí sentado, enfadado, triste y tenso, bebiendo sin sed, riendo sin ganas, obligado a mostrarse educado y sonriente, pese a que su íntimo y reprimido deseo era mandarlos a todos al infierno… Bajo el mantel, sentía a su lado la esbelta pierna de Denise, que buscaba la suya; él le devolvía el roce distraídamente, mirando con angustia el número de botellas de champán, que aumentaba minuto a minuto sobre la mesa.

Con un leve y desagradable estremecimiento, pensaba en el inevitable instante en que, con desgana, tendría que decirle a Jessaint o mister Clarkes fingiendo indiferencia: «Bien, ¿cuánto le debo, mi querido amigo?». La educada negativa, su insistencia, la despreocupada respuesta —una cantidad equivalente a la cuarta parte de su sueldo mensual—, la mano a la cartera con una sonrisa, los billetes de cien francos tendidos al maître, el cigarrillo que encendería a continuación con desenvoltura… En el último mes, era la quinta vez que se repetía aquella fiestecita.

Poco después, apareció la vendedora de muñecas exhibiendo en un canasto a sus hombrecitos y mujercitas de trapo vestidos de Pierrot, disfrazados de personajes de la Comedia del Arte, de flamencas con grandes faralaes de seda y terciopelo. La señora Clarkes, la señora Franchevielle y Denise extendieron las manos: aquellos juguetitos para niñas mayores causaban furor. Jessaint compró tres.

—¡Oh, compre uno para Francette! —exclamó aturdidamente Denise, volviéndose hacia Yves.

Yves sacó la cartera sin pestañear. De pronto, ella lo pensó mejor, se sonrojó, intentó impedir que pagara, tartamudeó y se aturulló, mientras él le tendía a la mujer dos billetes de cien francos y rechazaba el cambio. Luego le dio la muñeca, sonriendo. Pero Denise conocía de sobra aquella sonrisa forzada y fría, que esbozaba cuando estaba de mal humor, aquella mirada dura y la expresión hosca y triste. Sabía que había herido su puntilloso orgullo, que había cometido la torpeza de recordarle su pobreza. (¡Como si la vida no se encargara de hacerlo a cada instante!). Sin embargo, no era culpa suya; había actuado sin reflexionar; no conseguía meterse en la cabeza que dos míseros billetes de cien francos pudiesen ser una suma importante para nadie… Aun así, se habría abofeteado. Se mostró discreta y humilde; pero no tardó en comprender que su humildad aún lo irritaba más. Se comportó con coquetería, le habló con dulzura, lo miró entornando las largas pestañas; pero él le respondió con ceremoniosa corrección.

Poco a poco, su animación y su alegría se agriaron irremediablemente. Siempre pasaba igual. Al principio, se sentía feliz mostrándose a su lado. Era evidente que a las mujeres les atraía la elegancia, la buena planta de Yves… Era feliz repitiéndose bajito, con íntimo y apasionado orgullo: «Mío… Es mío…». Luego, poco a poco, por un motivo u otro, el corazón se le encogía, oprimido por un vago malestar, el ruido le molestaba, el baile la cansaba… A veces se sentía tan desgraciada que tenía que tragarse unas amargas y absurdas lagrimillas, ahogar los sollozos en su garganta. Le habría gustado ver ternura contenida en los ojos de Yves, deseo reprimido en sus labios… Otros se sentían unidos entre la gente. Ellos estaban tan lejos, tan alejados el uno del otro… La presencia de extraños acababa de manera infalible con aquella ilusión de intimidad tan rara, valiosa y delicada como un viejo encaje, que con sus pacientes cuidados conseguían tejer a veces entre los dos…

¿De quién era la culpa, suya o de Yves? No lo sabía. Bajó la cabeza.

Alrededor, la salvaje y melancólica música de los negros reía a carcajadas y al mismo tiempo lloraba… «Lágrimas de payaso», pensó Denise vagamente. En los momentos de mayor desconsuelo, el sordo redoble del gran tambor, aporreado con furia por un negro de reluciente dentadura, le desgarraba el corazón más hábil y cruelmente que un violín en manos de un virtuoso… El espectáculo iba cambiando; las mujeres, ya despeinadas, se olvidaban de empolvarse las relucientes narices y las sudorosas mejillas. En los achicados ojos de los hombres se encendía una llamita. Y las parejas, un poco bebidas, ya no bailaban, sino que se movían sin desplazarse, restregando uno contra otro los excitados cuerpos. Un vago y absurdo hastío se apoderaba de todo el mundo. La señora Franchevielle fumaba con un codo apoyado en la mesa, sin hacer caso de los confetis multicolores que los hombres le arrojaban al pasar. La señora Clarkes y Jessaint hablaban de golf, hockey y polo. Yves guardaba silencio y removía pensativamente su champán. Clarkes, medio borracho, era el único que se divertía de verdad; con la cara enrojecida y tocado con un gorro de papel rosa, había empezado a cortejar a Denise en su chusco francés, con frases ingenuas que apenas disimulaban su súbito y brutal deseo. Ella le dejaba hablar sin apenas escucharlo; entre dientes, lo maldecía con rabia. La música no cesaba, las parejas seguían balanceándose en su palmo de suelo, las joyas de las mujeres relucían bajo las luces.

—Es bonito todo este lujo —comentó Jessaint, que no tenía un gusto muy formado, volviéndose hacia Harteloup.

—No; es absurdo e indecente —replicó Yves con brusquedad.

Pero acto seguido, apurado, trató de sonreír. En otros tiempos, todo aquello le habría parecido normal, agradable. En otros tiempos, cuando podía participar en la fiesta. Ahora se hacía el moralista… Pero no, se dijo, no era una pose. Realmente hacía años —¿desde la guerra?— que sentía una especie de hastío, de amargo cansancio en el fondo del corazón… «Como un mal del siglo mezquino, sin frases románticas», pensó.

En torno a él, se hacían planes. Los Clarkes querían ir a Montmartre y luego acabar la noche en Les Halles. Acordaron empezar por un cabaret ruso.

—¿Vienes? —le susurró Denise.

Yves se mordió el labio mientras visualizaba cifras con prodigiosa claridad.

Su cartera estaba vacía. Negó con la cabeza.

—Tengo una jaqueca espantosa, Denise…

Ella empezó a rogarle: separarse después de aquella especie de enfurruñamiento mudo, rememorar hasta el día siguiente una velada de miradas frías y respuestas hoscas, era más de lo que podía soportar. Palideció.

—Te lo suplico, te lo suplico…

—¡Oh! —exclamó Yves.

Parecía tenso e irritado. Denise pensó que quizá estaba celoso de las familiaridades de Clarkes y le preguntó:

—¿No te habrás enfadado por culpa de ese imbécil?

—Por Dios… ¡Claro que no! —exclamó él, a punto de echarse a reír.

A ella su desdén le dolió como una bofetada.

—Pues no vengas —le espetó con las mejillas encendidas—. En el fondo, lo prefiero… Siempre me amargas la fiesta. —Su voz sonaba ronca y teñida de llanto.

—Ya me he dado cuenta, créeme. Y lo siento mucho —dijo Yves, inclinándose con un gesto glacial de disculpa.

Salieron. Fuera, una densa lluvia azotaba el asfalto. Un viento desapacible agitaba las llamas de las farolas de gas.

—¿Lo llevamos a casa? —le preguntó Jessaint a Yves mientras les acercaban el negro y elegante coche, aún más reluciente bajo el aguacero.

Yves estuvo a punto de negarse, pues advirtió un deje similar a la lástima en el tono de Jessaint. Pero echó un vistazo a sus zapatos de charol y se imaginó empapado, aterido, ridículo con su macfarlán y su sombrero de seda, corriendo bajo el chaparrón a la problemática búsqueda de un taxi; así que aceptó cobardemente.

Cuando lo dejaron ante su puerta y el vehículo reanudó la marcha en dirección a la place Pigalle, Clarkes preguntó:

—¿Por qué no ha venido el señor Harteloup?

Jessaint se encogió de hombros. Comprendía muy bien lo que la niña mimada de su mujer apenas se explicaba.

—El pobre no tiene un céntimo —dijo con la risa involuntariamente desdeñosa del hombre rico consciente de su riqueza y satisfecho de sí mismo—. Es una pena que encima sea tan orgulloso como un pavo. Y que tenga tan poca vista. Debería haberse dado cuenta de que no le dejaríamos pagar.

De pronto, Denise dijo que le faltaba el aire, bajó la ventanilla y, sin importarle la lluvia, sacó la cabeza, sofocada. Odiaba a su marido por la conmiseración mostrada hacia su amado. Por la abertura del abrigo, sus manos aferraron nerviosamente el collar de diamantes. De improviso, la luz de una farola arrojó un vivo resplandor rosáceo dentro del coche; los diamantes destellaron en su pecho. Apretó los dientes. Le habría gustado arrancarse del cuello aquellas piedras, arrojárselas a Yves y decirle: «¡Cógelas, y al menos sonríe!». Pero ¿puede comprarse la felicidad?

Y al mismo tiempo estaba enfadada con él, le daba vergüenza, pero estaba enfadada. ¿Por qué no era el más guapo, el más rico, el mejor? Era un hombre, era el hombre al que amaba, necesitaba admirarlo, respetarlo y que los demás lo admiraran y respetaran. Y en vez de eso, lo compadecían. Se mordió el labio.

—¿Qué te pasa, Denise? Estás muy pálida —le preguntó su marido, cogiéndole la mano con afectuosa preocupación.

—¡Oh, déjame! —le espetó ella casi con odio.

Jacques se apartó, sorprendido y asustado. Denise se levantó el cuello del abrigo y, fingiendo frío, ocultó el rostro en él. Notaba con angustia cómo las lágrimas se le escapaban y resbalaban lentamente hasta las comisuras de sus labios, donde le dejaban un regusto amargo. Se echó a temblar pensando que, en unos minutos, tendría que mostrarse a plena luz con los ojos enrojecidos y los nacarados surcos del llanto en las empolvadas mejillas. Y no podía detenerlas; resbalaban y resbalaban, hasta desaparecer bajo el corpiño de seda, entre los diamantes del collar.